Los «sacramentos de curación» culminan en la comunión eucarística
Martes, 3 ene (RV). «Levántate y vete, tu fe te ha salvado». (Lc 17,19). Es el lema
del Mensaje del Papa para la Jornada Mundial del Enfermo 2012, publicado hoy.
Ante
la XX Jornada Mundial de la Juventud, que celebraremos el próximo 11 de febrero, memoria
de Nuestra Señora de Lourdes, Benedicto XVI desea renovar su «cercanía espiritual
a todos los enfermos expresando a cada uno la solicitud y el afecto de toda la Iglesia».
Pues «en la acogida generosa y amorosa de cada vida humana, sobre todo de la más débil
y enferma, el cristiano expresa un aspecto importante de su propio testimonio evangélico,
siguiendo el ejemplo de Cristo, que se inclinó sobre los sufrimientos materiales y
espirituales del hombre para curarlos».
Y, en este 2012, año de preparación
para la Jornada Mundial del Enfermo, que se celebrará en Alemania el 11 de febrero
de 2013, deteniéndose sobre la emblemática figura evangélica del samaritano, Benedicto
XVI subraya de forma especial los «Sacramentos de curación». Es decir, la Penitencia
y Reconciliación y la Unción de los Enfermos, que tienen su cumplimiento en la Comunión
Eucarística.
Tras recordar una vez más que «¡el que cree nunca está solo!,
porque, Dios en su Hijo, nunca nos abandona a nuestras angustias y sufrimientos, sino
que está cerca de nosotros, nos ayuda a sobrellevarlos y anhela curar nuestro corazón
en lo profundo», Benedicto XVI evoca el encuentro de Jesús con los diez leprosos,
con el Evangelio de Lucas, en particular las palabras del Señor: «Levántate y vete,
tu fe te ha salvado». (Lc 17,19).
En su denso mensaje, Benedicto XVI exhorta
a toda la comunidad eclesiástica y a las comunidades parroquiales, en particular,
a asegurar «la posibilidad de la Comunión sacramental a aquellos que, por motivos
de salud o de edad, no pueden acercarse al lugar del culto». CdM
Texto completo
del Mensaje del Papa:
MENSAJE DEL SANTO PADRE CON OCASIÓN DE LA XX JORNADA
MUNDIAL DEL ENFERMO (11 de febrero de 2012) “¡Levántate, vete; tu fe te ha
salvado!” (Lc 17,19)
Queridos hermanos y hermanas!
En ocasión de la
Jornada Mundial del Enfermo, que celebraremos el próximo 11 de febrero de 2012, memoria
de la Bienaventurada Virgen de Lourdes, deseo renovar mi cercanía espiritual a todos
los enfermos que se están hospitalizados o son atendidos por las familias, y expreso
a cada uno la solicitud y el afecto de toda la Iglesia. En la acogida generosa y afectuosa
de cada vida humana, sobre todo la débil y enferma, el cristiano expresa un aspecto
importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se ha inclinado
ante los sufrimientos materiales y espirituales del hombre para curarlos.
Este
año, que constituye la preparación más inmediata para la solemne Jornada Mundial del
Enfermo, que se celebrará en Alemania el 11 de febrero de 2013, y que se centrará
en la emblemática figura evangélica del samaritano (cf. Lc 10,29-37), quisiera poner
el acento en los “sacramentos de curación”, es decir, en el sacramento de la penitencia
y de la reconciliación, y en el de la unción de los enfermos, que culminan de manera
natural en la comunión eucarística.
El encuentro de Jesús con los diez
leprosos, descrito en el Evangelio de san Lucas (cf. Lc 17,11-19), y en particular
las palabras que el Señor dirige a uno de ellos: “¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!”
(v. 19), ayudan a tomar conciencia de la importancia de la fe para quienes, agobiados
por el sufrimiento y la enfermedad, se acercan al Señor. En el encuentro con él, pueden
experimentar realmente que ¡quien cree no está nunca solo! En efecto, Dios por medio
de su Hijo, no nos abandona en nuestras angustias y sufrimientos, está junto a nosotros,
nos ayuda a llevarlas y desea curar nuestro corazón en lo más profundo (cf. Mc 2,1-12). La
fe de aquel leproso que, a diferencia de los otros, al verse sanado, vuelve enseguida
a Jesús lleno de asombro y de alegría para manifestarle su reconocimiento, deja entrever
que la salud recuperada es signo de algo más precioso que la simple curación física,
es signo de la salvación que Dios nos da a través de Cristo, y que se expresa con
las palabras de Jesús: tu fe te ha salvado. Quien invoca al Señor en su sufrimiento
y enfermedad, está seguro de que su amor no le abandona nunca, y de que el amor de
la Iglesia, que continúa en el tiempo su obra de salvación, nunca le faltará. La curación
física, expresión de la salvación más profunda, revela así la importancia que el hombre,
en su integridad de alma y cuerpo, tiene para el Señor. Cada uno de los sacramentos,
además, expresa y actúa la proximidad Dios mismo, el cual, de manera absolutamente
gratuita, “nos toca por medio de realidades materiales …, que él toma a su servicio
y las convierte en instrumentos del encuentro entre nosotros y Él mismo” (Homilía,
S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010). “La unidad entre creación y redención se hace
visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe, que abraza
cuerpo y alma, al hombre entero” (Homilía, S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011). La
tarea principal de la Iglesia es, ciertamente, el anuncio del Reino de Dios, «pero
precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación: “… para curar los
corazones desgarrados” (Is 61,1)» (ibíd.), según la misión que Jesús confió a sus
discípulos (cf. Lc 9,1-2; Mt 10,1.5-14; Mc 6,7-13). El binomio entre salud física
y renovación del alma lacerada nos ayuda, pues, a comprender mejor los “sacramentos
de curación”. El sacramento de la penitencia ha sido, a menudo, el
centro de reflexión de los pastores de la Iglesia, por su gran importancia en el camino
de la vida cristiana, ya que “toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos
restituye a la gracia de Dios y nos une a Él con profunda amistad” (Catecismo de la
Iglesia Católica, 1468). La Iglesia, continuando el anuncio de perdón y reconciliación,
proclamado por Jesús, no cesa de invitar a toda la humanidad a convertirse y a creer
en el Evangelio. Así lo dice el apóstol Pablo: “Nosotros actuamos como enviados de
Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo,
os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Co 5,20). Jesús, con su vida anuncia y
hace presente la misericordia del Padre. Él no ha venido para condenar, sino para
perdonar y salvar, para dar esperanza incluso en la oscuridad más profunda del sufrimiento
y del pecado, para dar la vida eterna; así, en el sacramento de la penitencia, en
la “medicina de la confesión”, la experiencia del pecado no degenera en desesperación,
sino que encuentra el amor que perdona y transforma (cf. Juan Pablo II, Exhortación
ap. postsin. Reconciliatio et Paenitentia, 31).
Dios, “rico en misericordia”
(Ef 2,4), como el padre de la parábola evangélica (cf. Lc 15, 11-32), no cierra el
corazón a ninguno de sus hijos, sino que los espera, los busca, los alcanza allí donde
el rechazo de la comunión les ha encerrado en el aislamiento y en la división, los
llama a reunirse en torno a su mesa, en la alegría de la fiesta del perdón y la reconciliación.
El momento del sufrimiento, en el cual podría surgir la tentación de abandonarse al
desaliento y a la desesperación, puede transformarse en tiempo de gracia para recapacitar
y, como el hijo pródigo de la parábola, reflexionar sobre la propia vida, reconociendo
los errores y fallos, sentir la nostalgia del abrazo del Padre y recorrer el camino
de regreso a casa. Él, con su gran amor vela siempre y en cualquier circunstancia
sobre nuestra existencia y nos espera para ofrecer, a cada hijo que vuelve a él, el
don de la plena reconciliación y de la alegría.
De la lectura
del Evangelio emerge, claramente, cómo Jesús ha mostrado una particular predilección
por los enfermos. Él no sólo ha enviado a sus discípulos a curar las heridas (cf.
Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que también ha instituido para ellos un sacramento específico:
la unción de los enfermos. La carta de Santiago atestigua la presencia de este gesto
sacramental ya en la primera comunidad cristiana (cf. 5,14-16): con la unción de los
enfermos, acompañada con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda
a los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que les alivie sus penas y los
salve; es más, les exhorta a unirse espiritualmente a la pasión y a la muerte de
Cristo, para contribuir, de este modo, al bien del Pueblo de Dios.
Este
sacramento nos lleva a contemplar el doble misterio del monte de los Olivos, donde
Jesús dramáticamente encuentra, aceptándola, la vía que le indicaba el Padre, la de
la pasión, la del supremo acto de amor. En esa hora de prueba, él es el mediador “llevando
en sí mismo, asumiendo en sí mismo el sufrimiento de la pasión del mundo, transformándolo
en grito hacia Dios, llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos, llevándolo
así realmente al momento de la redención” (Lectio divina, Encuentro con el clero de
Roma, 18 de febrero de 2010). Pero “el Huerto de los Olivos es también el lugar desde
el cual ascendió al Padre, y es por tanto el lugar de la Redención … Este doble misterio
del monte de los Olivos está siempre “activo” también en el óleo sacramental de la
Iglesia … signo de la bondad de Dios que llega a nosotros” (Homilía, S. Misa Crismal,
1 de abril de 2010). En la unción de los enfermos, la materia sacramental del óleo
se nos ofrece, por decirlo así, “como medicina de Dios … que ahora nos da la certeza
de su bondad, que nos debe fortalecer y consolar, pero que, al mismo tiempo, y más
allá de la enfermedad, remite a la curación definitiva, a la resurrección (cf. St
5,14)” (ibíd.). Este sacramento merece hoy una mayor consideración, tanto en la
reflexión teológica como en la acción pastoral con los enfermos. Valorizando los contenidos
de la oración litúrgica que se adaptan a las diversas situaciones humanas unidas a
la enfermedad, y no sólo cuando se ha llegado al final de la vida (cf. Catecismo de
la Iglesia Católica, 1514), la unción de los enfermos no debe ser considerada como
“un sacramento menor” respecto a los otros. La atención y el cuidado pastoral hacia
los enfermos, por un lado es señal de la ternura de Dios con los que sufren, y por
otro lado beneficia también espiritualmente a los sacerdotes y a toda la comunidad
cristiana, sabiendo que todo lo que se hace con el más pequeño, se hace con el mismo
Jesús (cf. Mt 25,40).
A propósito de los “sacramentos de la curación”,
san Agustín afirma: “Dios cura todas tus enfermedades. No temas, pues: todas tus enfermedades
serán curadas … Tú sólo debes dejar que él te cure y no rechazar sus manos” (Exposición
sobre el salmo 102, 5: PL 36, 1319-1320). Se trata de medios preciosos de la gracia
de Dios, que ayudan al enfermo a conformarse, cada vez con más plenitud, con el misterio
de la muerte y resurrección de Cristo. Junto a estos dos sacramentos, quisiera también
subrayar la importancia de la eucaristía. Cuando se recibe en el momento de la enfermedad
contribuye de manera singular a realizar esta transformación, asociando a quien se
nutre con el Cuerpo y la Sangre de Jesús al ofrecimiento que él ha hecho de sí mismo
al Padre para la salvación de todos. Toda la comunidad eclesial, y la comunidad parroquial
en particular, han de asegurar la posibilidad de acercarse con frecuencia a la comunión
sacramental a quienes, por motivos de salud o de edad, no pueden ir a los lugares
de culto. De este modo, a estos hermanos y hermanas se les ofrece la posibilidad de
reforzar la relación con Cristo crucificado y resucitado, participando, con su vida
ofrecida por amor a Cristo, en la misma misión de la Iglesia. En esta perspectiva,
es importante que los sacerdotes que prestan su delicada misión en los hospitales,
en las clínicas y en las casas de los enfermos se sientan verdaderos « “ministros
de los enfermos”, signo e instrumento de la compasión de Cristo, que debe llegar a
todo hombre marcado por el sufrimiento» (Mensaje para la XVIII Jornada Mundial del
Enfermo, 22 de noviembre de 2009).
La conformación con el misterio pascual
de Cristo, realizada también mediante la práctica de la comunión espiritual, asume
un significado muy particular cuando la eucaristía se administra y se recibe como
viático. En ese momento de la existencia, resuenan de modo aún más incisivo las palabras
del Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré
en el último día” (Jn 6,54). En efecto, la eucaristía, sobre todo como viático, es
– según la definición de san Ignacio de Antioquia – “fármaco de inmortalidad, antídoto
contra la muerte” (Carta a los Efesios, 20: PG 5, 661), sacramento del paso de la
muerte a la vida, de este mundo al Padre, que a todos espera en la Jerusalén celeste.
5.
El tema de este Mensaje para la XX Jornada Mundial del Enfermo, “¡Levántate, vete;
tu fe te ha salvado!”, se refiere también al próximo “Año de la fe”, que comenzará
el 11 de octubre de 2012, ocasión propicia y preciosa para redescubrir la fuerza y
la belleza de la fe, para profundizar sus contenidos y para testimoniarla en la vida
de cada día (cf. Carta ap. Porta fidei, 11 de octubre de 2011). Deseo animar a los
enfermos y a los que sufren a encontrar siempre en la fe un ancla segura, alimentada
por la escucha de la palabra de Dios, la oración personal y los sacramentos, a la
vez que invito a los pastores a facilitar a los enfermos su celebración. Que los sacerdotes,
siguiendo el ejemplo del Buen Pastor y como guías de la grey que les ha sido confiada,
se muestren llenos de alegría, atentos con los más débiles, los sencillos, los pecadores,
manifestando la infinita misericordia de Dios con las confortadoras palabras de la
esperanza (cf. S. Agustín, Carta 95, 1: PL 33, 351-352). A todos los que trabajan
en el mundo de la salud, como también a las familias que en sus propios miembros ven
el rostro sufriente del Señor Jesús, renuevo mi agradecimiento y el de la Iglesia,
porque, con su competencia profesional y tantas veces en silencio, sin hablar de Cristo,
lo manifiestan (cf. Homilía, S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011). A María, Madre
de Misericordia y Salud de los Enfermos, dirigimos nuestra mirada confiada y nuestra
oración; su materna compasión, vivida junto al Hijo agonizante en la Cruz, acompañe
y sostenga la fe y la esperanza de cada persona enferma y que sufre en el camino de
curación de las heridas del cuerpo y del espíritu. Os aseguro mi recuerdo en la
oración, mientras imparto a cada uno una especial Bendición Apostólica.
Vaticano,
20 de noviembre de 2011, solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo.