Anunciar la fe en el Verbo hecho carne: el corazón de la misión de la Iglesia
Sábado, 31 dic (RV).- En el último día del año las Primeras Vísperas de la Solemnidad
de María Santísima, con la entonación del Te Deum y la Bendición Eucarística celebrada
en la Basílica vaticana, con la sucesiva visita al Pesebre colocado en la Plaza de
San Pedro Benedicto XVI, Obispo de Roma ha cerrado el año civil en la vida de su
Diócesis. En su homilía Su Santidad ha recordado que la fe en el Verbo hecho hombre
es el corazón de la misión de la Iglesia: “En el tejido de la humanidad lacerado por
tantas injusticias, maldades y violencias, irrumpe de manera sorprendente la novedad
gozosa y liberadora de Cristo Salvador, que en el misterio de su Encarnación y de
su Nacimiento nos hace contemplar la bondad y la ternura de Dios”
Con el canto
del Te deum atravesamos el umbral del 2012 para colocar en las manos del Señor “las
tragedias de este mundo y las esperanzas en un futuro mejor”. Benedicto XVI explicó
este último del año la intensidad de este himno después de haber recordado la espera
confiada de un nuevo año que nos hace pensar en cuanto sea breve y fugaz la vida,
que es atravesada por una pregunta: ¿Cuál es el sentido que debemos dar a nuestros
días, en particular a los que son dolorosos? La respuesta está escrita en el rostro
de un Niño que hace dos mil años nació en Belén y que hoy es el Viviente”. “Jesucristo
es la clave el centro y el fin de toda la historia humana”.
En sus palabras
el Obispo de Roma ha subrayado la necesidad de sostener a los padres de familia definiéndolos
los “primeros educadores a la fe de sus hijos”, por ello ha exhortado a promover itinerarios
dirigidos a acompañar a las comunidades parroquiales y las realidades eclesiales en
la mejor comprensión de los Sacramentos mediante los cuales el hombre se hace partícipe
de la vida misma de Dios. El informe en la voz de Cecilia de Malak (Audio) (PLJR - RV)
TEXTO
COMPLETO HOMILÍA DEL PAPA PRIMERAS VISPERAS Y TE DEUM EN LA SOLMENIDAD DE SANTA MARIA
MADRE DE DIOS (31 de diciembre de 2011)
Señores Cardenales, Venerables Hermanos
en el Episcopado y en el Presbiterado, Distinguidas Autoridades, Queridos hermanos
y hermanas
Estamos reunidos en la Basílica Vaticana para celebrar las primeras
Vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, y para dar gracias al Señor
al final del año, cantando juntos el Te Deum. Os agradezco a todos que hayáis querido
uniros a mi en esta ocasión tan llena de sentimientos y de significado. Saludo en
primer lugar a los señores Cardenales, a los Venerables Hermanos en el Episcopado
y en el Presbiterado, a los religiosos y religiosas, las personas consagradas y los
fieles laicos que representan a toda la comunidad eclesial de Roma. Saludo de modo
especial a las Autoridades presentes, comenzando por el Alcalde de Roma, al que agradezco
por el cáliz que ha donado, según una hermosa tradición que se renueva cada año. Deseo
de corazón que, con el esfuerzo de todos, la fisonomía de nuestra Ciudad esté cada
vez más en consonancia con los valores de fe, cultura y civilización que corresponden
a su vocación e historia milenaria.
Otro año llega a su término, mientras
que, con la inquietud, los deseos y las esperanzas de siempre, aguardamos uno nuevo.
Si pensamos en la experiencia de la vida, nos deja asombrados lo breve y fugaz que
es en el fondo. Por eso, muchas veces nos asalta la pregunta: ¿Qué sentido damos a
nuestros días? Más concretamente, ¿qué sentido damos a los días de fatiga y dolor?
Esta es una pregunta que atraviesa la historia, más aún, el corazón de cada generación
y de cada ser humano. Pero hay una respuesta a este interrogante: se encuentra escrita
en el rostro de un Niño que hace dos mil años nació en Belén y que hoy es el Viviente,
resucitado para siempre de la muerte. En el tejido de la humanidad, desgarrado por
tantas injusticias, maldades y violencias, irrumpe de manera sorprendente la novedad
gozosa y liberadora de Cristo Salvador, que en el misterio de su encarnación y nacimiento
nos permite contemplar la bondad y ternura de Dios. El Dios eterno ha entrado en nuestra
historia y está presente de modo único en la persona de Jesús, su Hijo hecho hombre,
nuestro Salvador, venido a la tierra para renovar radicalmente la humanidad y liberarla
del pecado y de la muerte, para elevar al hombre a la dignidad de hijo de Dios. La
Navidad no se refiere sólo al cumplimiento histórico de esta verdad que nos concierne
directamente, sino que nos la regala nuevamente de modo misterioso y real.
Resulta
sumamente sugestivo, en el ocaso del año, escuchar nuevamente el anuncio gozoso que
el apóstol Pablo dirigía a los cristianos de Galacia: «Cuando se cumplió el tiempo,
envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que
estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Ga 4,4-5). Estas palabras
tocan el corazón de la historia de todos y la iluminan, más aún, la salvan, porque
desde el día en que nació el Señor la plenitud del tiempo ha llegado a nosotros. Así
pues, no hay lugar para la angustia frente al tiempo que pasa y no vuelve; ahora es
el momento de confiar infinitamente en Dios, de quien nos sabemos amados, por quien
vivimos y a quien nuestra vida se orienta en espera de su retorno definitivo. Desde
que el Salvador descendió del cielo el hombre ya no es más esclavo de un tiempo que
avanza sin un porqué, o que está marcado por la fatiga, la tristeza y el dolor. El
hombre es hijo de un Dios que ha entrado en el tiempo para rescatar el tiempo de la
falta de sentido o de la negatividad, y que ha rescatado a toda la humanidad, dándole
como nueva perspectiva de vida el amor, que es eterno.
La Iglesia vive
y profesa esta verdad y quiere proclamarla en la actualidad con renovado vigor espiritual.
En esta celebración tenemos motivos especiales para alabar a Dios por su misterio
de salvación, que actúa en el mundo mediante el ministerio eclesial. Tenemos muchos
motivos de agradecimiento al Señor por todo lo que nuestra comunidad eclesial, en
el corazón de la Iglesia universal, realiza al servicio del Evangelio en esta Ciudad.
En este sentido, junto al Cardenal Vicario, Agostino Vallini, los Obispos auxiliares,
los Párrocos y todo el presbiterio diocesano, deseo agradecer al Señor, de modo particular,
por el prometedor camino comunitario dirigido a adecuar la pastoral ordinaria a las
exigencias de nuestro tiempo, a través del proyecto «Pertenencia eclesial y corresponsabilidad
pastoral». Su objetivo es el de poner la evangelización en el primer lugar, para hacer
más responsable y fructífera la participación de los fieles en los sacramentos, de
tal manera que cada uno pueda hablar de Dios al hombre contemporáneo y anunciar el
Evangelio de manera incisiva a los que nunca lo han conocido o lo han olvidado.
La
quaestio fidei es también para la diócesis de Roma el desafío pastoral prioritario.
Los discípulos de Cristo están llamados a reavivar en sí mismos y en los demás la
nostalgia de Dios y la alegría de vivirlo y testimoniarlo, partiendo de la pregunta
siempre tan personal: ¿Por qué creo? Hay que dar el primado a la verdad, acreditar
la alianza entre fe y razón como las dos alas con las que el espíritu humano se eleva
a la contemplación de la Verdad (cf. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, Prologo);
hacer fecundo el diálogo entre cristianismo y cultura moderna; hacer descubrir de
nuevo la belleza y actualidad de la fe, no como acto en sí, aislado, que atañe a algún
momento de la vida, sino como orientación constante, también de las opciones más simples,
que lleva a la unidad profunda de la persona haciéndola justa, laboriosa, benéfica,
buena. Se trata de reavivar una fe que instaure un nuevo humanismo capaz de generar
cultura y compromiso social.
En este marco de referencia, en la Asamblea
diocesana de junio pasado, la diócesis de Roma inició un camino de profundización
sobre la iniciación cristiana y sobre la alegría de engendrar nuevos cristianos a
la fe. En efecto, el corazón de la misión de la Iglesia es anunciar la fe en el Verbo
que se ha hecho carne, y toda la comunidad eclesial debe descubrir con renovado ardor
misionero esta tarea imprescindible. Las jóvenes generaciones, que acusan más la desorientación
agravada además por la crisis actual, no solo económica sino también de valores, tienen
necesidad sobre todo de reconocer a Jesucristo como «la clave, el centro y el fin
de toda la historia humana» (Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 10).
Los
padres son los primeros educadores de la fe de sus hijos, desde su más tierna edad;
por tanto, es necesario sostener a las familias en su misión educativa, a través de
iniciativas adecuadas. Al mismo tiempo, es deseable que el camino bautismal, primera
etapa del itinerario formativo de la iniciación cristiana, además de favorecer una
consciente y digna preparación para la celebración del sacramento, cuide de manera
adecuada los años inmediatamente sucesivos al Bautismo, con itinerarios apropiados
que tengan en cuenta las condiciones de vida de las familias. Animo pues a las comunidades
parroquiales y a las demás realidades eclesiales a seguir reflexionando para promover
una mejor comprensión y recepción de los sacramentos, a través de los cuales el hombre
se hace partícipe de la vida misma de Dios. Que la Iglesia de Roma pueda contar siempre
con fieles laicos dispuestos a ofrecer su propia aportación en la edificación de comunidades
vivas, que hagan posible el que la Palabra de Dios irrumpa en el corazón de los que
todavía no han conocido al Señor o se han alejado de él. Al mismo tiempo, es oportuno
crear ocasiones de encuentro con la Ciudad, que permitan un diálogo provechoso con
cuantos buscan la verdad.
Queridos amigos, desde el momento en que Dios
envió a su Hijo unigénito para que obtuviésemos la filiación adoptiva (cf. Ga 4,5),
no hay tarea más importante para nosotros que la de estar totalmente al servicio del
proyecto divino. A este respecto, deseo animar y agradecer a todos los fieles de la
diócesis de Roma, que sienten la responsabilidad de devolver el alma a nuestra sociedad.
Gracias a vosotras, familias romanas, células primeras y fundamentales de la sociedad.
Gracias a los miembros de las múltiples Comunidades, Asociaciones y Movimientos comprometidos
en la animación de la vida cristiana de nuestra Ciudad.
«Te Deum laudamus!».
A ti, oh Dios, te alabamos. La Iglesia nos sugiere terminar el año dirigiendo al Señor
nuestro agradecimiento por todos sus beneficios. Nuestra última hora, la última hora
del tiempo y de la historia, termina en Dios. Olvidar este final de nuestra vida significaría
caer en el vacío, vivir sin sentido. Por eso la Iglesia pone en nuestros labios el
antiguo himno Te Deum. Es un himno repleto de la sabiduría de tantas generaciones
cristianas, que sienten la necesidad de elevar sus corazones, conscientes de que todos
estamos en las manos misericordiosas del Señor.
«Te Deum laudamus!». Así
canta también la Iglesia que está en Roma, por las maravillas que Dios ha realizado
y realiza en ella. Con el alma llena de gratitud nos disponemos a cruzar el umbral
del 2012, recordando que el Señor vela sobre nosotros y nos cuida. Esta tarde queremos
confiarle a él el mundo entero. Ponemos en sus manos las tragedias de nuestro mundo
y le ofrecemos también las esperanzas de un futuro mejor. Depositamos estos deseos
en las manos de María, Madre de Dios, Salus Populi Romani.