El Papa exhorta a retomar el verdadero significado de la Navidad y renunciar a la
“obsesión por lo material”
Sábado, 24 dic (RV).- Construir la paz, retomar el significado verdadero de la Navidad
que hoy se ha convertido en “la fiesta de los comercios” y renunciar a la “obsesión
por lo material, mensurable y tangible”. Fue el núcleo central de la homilía de Benedicto
XVI durante la Misa del Gallo celebrada en la Basílica de San Pedro en la vigilia
de la Navidad.
El Papa pidió a Dios que nos haga comprender que debemos ser
constructores de paz, y que aunque amamos la no-violencia del niño que nace hoy “sufrimos
por que la violencia continúa en el mundo”.
Dios se ha manifestado.
Lo ha hecho como niño. Precisamente así se contrapone a toda violencia y lleva un
mensaje que es paz. En este momento en que el mundo está constantemente amenazado
por la violencia en muchos lugares y de diversas maneras; en el que siempre hay de
nuevo varas del opresor y túnicas ensangrentadas... Demuestra tu poder, ¡oh Dios!
En este nuestro tiempo, en este mundo nuestro, haz que las varas del opresor, las
túnicas llenas de sangre y las botas estrepitosas de los soldados sean arrojadas al
fuego, de manera que tu paz venza en este mundo nuestro.
El Pontífice lamentó
cómo «la Navidad se ha convertido hoy en una fiesta de los comercios, cuyas luces
destellantes esconden el misterio de la humildad de Dios, que nos invita a la humildad
y a la sencillez».
Roguemos al
Señor que nos ayude a atravesar con la mirada las fachadas deslumbrantes de este tiempo
hasta encontrar detrás de ellas al niño en el establo de Belén, para descubrir así
la verdadera alegría y la verdadera luz.
El Santo Padre invitó a todos
de forma especial a pedir por “cuantos tienen que vivir la Navidad en la pobreza,
en el dolor, en la condición de emigrantes para que aparezca ante ellos un rayo de
la bondad de Dios”. El Pontífice insistió en la necesidad de “deponer nuestras falsas
certezas, nuestro soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios”.
Hemos de seguir
el camino interior de san Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez exterior
e interior que hace al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente
a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios,
que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta
en la humildad de un niño recién nacido. Celebremos así la liturgia de esta Noche
santa y renunciemos a la obsesión por lo que es material, mensurable y tangible.
En
este contexto Benedicto XVI recordó que quien quiere entrar hoy en la iglesia de la
Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que un tiempo tenía cinco metros
y medio de altura, y por el que los emperadores y los califas entraban al edificio,
ha sido en gran parte tapiado. Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro
y medio.
La intención fue
probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos pero, sobre todo,
evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios. Quien desea entrar en el lugar
del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse. Me parece que en eso se manifiesta
una cercanía más profunda, de la cual queremos dejarnos conmover en esta Noche santa:
si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo
de nuestra razón «ilustrada».
CVV
HOMILÍA COMPLETA
Queridos
hermanos y hermanas
La lectura que acabamos de escuchar, tomada de
la Carta de san Pablo Apóstol a Tito, comienza solemnemente con la palabra apparuit,
que también encontramos en la lectura de la Misa de la aurora: apparuit – ha aparecido.
Esta es una palabra programática, con la cual la Iglesia quiere expresar de manera
sintética la esencia de la Navidad. Antes, los hombres habían hablado y creado imágenes
humanas de Dios de muchas maneras. Dios mismo había hablado a los hombres de diferentes
modos (cf. Hb 1,1: Lectura de la Misa del día). Pero ahora ha sucedido algo más: Él
ha aparecido. Se ha mostrado. Ha salido de la luz inaccesible en la que habita. Él
mismo ha venido entre nosotros. Para la Iglesia antigua, esta era la gran alegría
de la Navidad: Dios se ha manifestado. Ya no es sólo una idea, algo que se ha de intuir
a partir de las palabras. Él «ha aparecido». Pero ahora nos preguntamos: ¿Cómo ha
aparecido? ¿Quién es él realmente? La lectura de la Misa de la aurora dice a este
respecto: «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre» (Tt 3,4). Para los
hombres de la época pre-cristiana, que ante los horrores y las contradicciones del
mundo temían que Dios no fuera bueno del todo, sino que podría ser sin duda también
cruel y arbitrario, esto era una verdadera «epifanía», la gran luz que se nos ha aparecido:
Dios es pura bondad. Y también hoy, quienes ya no son capaces de reconocer a Dios
en la fe se preguntan si el último poder que funda y sostiene el mundo es verdaderamente
bueno, o si acaso el mal es tan potente y originario como el bien y lo bello, que
en algunos momentos luminosos encontramos en nuestro cosmos. «Ha aparecido la bondad
de Dios y su amor al hombre»: ésta es una nueva y consoladora certidumbre que se nos
da en Navidad.
En las tres misas de Navidad, la liturgia cita un pasaje
del libro del profeta Isaías, que describe más concretamente aún la epifanía que se
produjo en Navidad: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro
el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo,
Príncipe de la paz. Para dilatar el principado con una paz sin límites» (Is 9,5s).
No sabemos si el profeta pensaba con esta palabra en algún niño nacido en su época.
Pero parece imposible. Este es el único texto en el Antiguo Testamento en el que se
dice de un niño, de un ser humano, que su nombre será Dios fuerte, Padre para siempre.
Nos encontramos ante una visión que va, mucho más allá del momento histórico, hacia
algo misterioso que pertenece al futuro. Un niño, en toda su debilidad, es Dios poderoso.
Un niño, en toda su indigencia y dependencia, es Padre perpetuo. Y la paz será «sin
límites». El profeta se había referido antes a esto hablando de «una luz grande» y,
a propósito de la paz venidera, había dicho que la vara del opresor, la bota que pisa
con estrépito y la túnica empapada de sangre serían pasto del fuego (cf. Is 9,1.3-4).
Dios
se ha manifestado. Lo ha hecho como niño. Precisamente así se contrapone a toda violencia
y lleva un mensaje que es paz. En este momento en que el mundo está constantemente
amenazado por la violencia en muchos lugares y de diversas maneras; en el que siempre
hay de nuevo varas del opresor y túnicas ensangrentadas, clamemos al Señor: Tú, el
Dios poderoso, has venido como niño y te has mostrado a nosotros como el que nos ama
y mediante el cual el amor vencerá. Y nos has hecho comprender que, junto a ti, debemos
ser constructores de paz. Amamos tu ser niño, tu no-violencia, pero sufrimos porque
la violencia continúa en el mundo, y por eso también te rogamos: Demuestra tu poder,
¡oh Dios! En este nuestro tiempo, en este mundo nuestro, haz que las varas del opresor,
las túnicas llenas de sangre y las botas estrepitosas de los soldados sean arrojadas
al fuego, de manera que tu paz venza en este mundo nuestro.
La Navidad
es Epifanía: la manifestación de Dios y de su gran luz en un niño que ha nacido para
nosotros. Nacido en un establo en Belén, no en los palacios de los reyes. Cuando Francisco
de Asís celebró la Navidad en Greccio, en 1223, con un buey y una mula y un pesebre
con paja, se hizo visible una nueva dimensión del misterio de la Navidad. Francisco
de Asís llamó a la Navidad «la fiesta de las fiestas» – más que todas las demás solemnidades
– y la celebró con «inefable fervor» (2 Celano, 199: Fonti Francescane, 787). Besaba
con gran devoción las imágenes del Niño Jesús y balbuceaba palabras de dulzura como
hacen los niños, nos dice Tomás de Celano (ibíd.). Para la Iglesia antigua, la fiesta
de las fiestas era la Pascua: en la resurrección, Cristo había abatido las puertas
de la muerte y, de este modo, había cambiado radicalmente el mundo: había creado para
el hombre un lugar en Dios mismo. Pues bien, Francisco no ha cambiado, no ha querido
cambiar esta jerarquía objetiva de las fiestas, la estructura interna de la fe con
su centro en el misterio pascual. Sin embargo, por él y por su manera de creer, ha
sucedido algo nuevo: Francisco ha descubierto la humanidad de Jesús con una profundidad
completamente nueva. Este ser hombre por parte de Dios se le hizo del todo evidente
en el momento en que el Hijo de Dios, nacido de la Virgen María, fue envuelto en pañales
y acostado en un pesebre. La resurrección presupone la encarnación. El Hijo de Dios
como niño, como un verdadero hijo de hombre, es lo que conmovió profundamente el corazón
del Santo de Asís, transformando la fe en amor. «Ha aparecido la bondad de Dios y
su amor al hombre»: esta frase de san Pablo adquiría así una hondura del todo nueva.
En el niño en el establo de Belén, se puede, por decirlo así, tocar a Dios y acariciarlo.
De este modo, el año litúrgico ha recibido un segundo centro en una fiesta que es,
ante todo, una fiesta del corazón.
Todo eso no tiene nada de sensiblería.
Precisamente en la nueva experiencia de la realidad de la humanidad de Jesús se revela
el gran misterio de la fe. Francisco amaba a Jesús, al niño, porque en este ser niño
se le hizo clara la humildad de Dios. Dios se ha hecho pobre. Su Hijo ha nacido en
la pobreza del establo. En el niño Jesús, Dios se ha hecho dependiente, necesitado
del amor de personas humanas, a las que ahora puede pedir su amor, nuestro amor. La
Navidad se ha convertido hoy en una fiesta de los comercios, cuyas luces destellantes
esconden el misterio de la humildad de Dios, que nos invita a la humildad y a la sencillez.
Roguemos al Señor que nos ayude a atravesar con la mirada las fachadas deslumbrantes
de este tiempo hasta encontrar detrás de ellas al niño en el establo de Belén, para
descubrir así la verdadera alegría y la verdadera luz.
Francisco hacía
celebrar la santa Eucaristía sobre el pesebre que estaba entre el buey y la mula (cf.
1 Celano, 85: Fonti, 469). Posteriormente, sobre este pesebre se construyó un altar
para que, allí dónde un tiempo los animales comían paja, los hombres pudieran ahora
recibir, para la salvación del alma y del cuerpo, la carne del Cordero inmaculado,
Jesucristo, como relata Celano (cf. 1 Celano, 87: Fonti, 471). En la Noche santa de
Greccio, Francisco cantaba personalmente en cuanto diácono con voz sonora el Evangelio
de Navidad. Gracias a los espléndidos cantos navideños de los frailes, la celebración
parecía toda una explosión de alegría (cf. 1 Celano, 85 y 86: Fonti, 469 y 470). Precisamente
el encuentro con la humildad de Dios se transformaba en alegría: su bondad crea la
verdadera fiesta.
Quien quiere entrar hoy en la iglesia de la Natividad
de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que un tiempo tenía cinco metros y medio
de altura, y por el que los emperadores y los califas entraban al edificio, ha sido
en gran parte tapiado. Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro y medio.
La intención fue probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos
pero, sobre todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios. Quien desea
entrar en el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse. Me parece que en
eso se manifiesta una cercanía más profunda, de la cual queremos dejarnos conmover
en esta Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos
de apearnos del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos deponer nuestras falsas
certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios.
Hemos de seguir el camino interior de san Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez
exterior e interior que hace al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente
a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios,
que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta
en la humildad de un niño recién nacido. Celebremos así la liturgia de esta Noche
santa y renunciemos a la obsesión por lo que es material, mensurable y tangible. Dejemos
que nos haga sencillos ese Dios que se manifiesta al corazón que se ha hecho sencillo.
Y pidamos también en esta hora ante todo por cuantos tienen que vivir la Navidad en
la pobreza, en el dolor, en la condición de emigrantes, para que aparezca ante ellos
un rayo de la bondad de Dios; para que les llegue a ellos y a nosotros esa bondad
que Dios, con el nacimiento de su Hijo en el establo, ha querido traer al mundo. Amén.