Un hombre humilde, equilibrado, prudente y magnánimo
Sábado, 19 nov (RV).- En su estadía en Benín, África, después de visitar privadamente
la tumba del Card. Bernardin Gantin, en el Seminario Saint Gall de Ouidah, el Papa
se ha encontrado con los sacerdotes, seminaristas, religiosos y los fieles laicos.
Fue tras un breve momento de adoración al Santísimo Sacramento que Benedicto XVI rindió
homenaje ante la tumba del Card. Bernardin Gantin y de Mons. Louis Parisot Sma, Vicario
Apostólico de Dahomey y Ouidah y primer Arzobispo de Cotonou.
Al agradecer
por el recibimiento el Santo Padre recordó el lugar donde se encontraban: el seminario
puesto bajo la protección de Santa Juana de Arco y dedicado a san Galo, hombre de
virtudes brillantes, monje deseoso de perfección, pastor lleno de dulzura y humildad. A
los congregados Benedicto XVI expresó su gratitud por su compromiso pastoral. “Doy
gracias a Dios por vuestro celo, no obstante las condiciones a veces difíciles en
las que estáis llamados a testimoniar su amor”, les dijo el Papa, recordando la Exhortación
apostólica postsinodal Africae munus. En ella se aborda el tema de la paz, la justicia
y la reconciliación. Estos tres valores se imponen como un ideal evangélico fundamental
en la vida bautismal y requieren una sana aceptación de vuestra identidad de sacerdotes,
consagrados y fieles laicos:
Queridos sacerdotes, la responsabilidad de
promover la paz, la justicia y la reconciliación, os incumbe de una manera muy particular.
En efecto, por la sagrada ordenación que recibisteis, y por los sacramentos que celebráis,
estáis llamados a ser hombres de comunión. Así como el cristal no retiene la luz,
sino que la refleja y la devuelve, de igual modo el sacerdote debe dejar transparentar
lo que celebra y lo que recibe. Por tanto os animo a dejar trasparentar a Cristo en
vuestra vida con una auténtica comunión con el obispo, con una bondad real hacia vuestros
hermanos, una profunda solicitud por cada bautizado y una gran atención hacia cada
persona. Dejándoos modelar por Cristo, no cambiéis jamás la belleza de vuestro ser
sacerdotes por realidades efímeras, a veces malsanas, que la mentalidad contemporánea
intenta imponer a todas las culturas. Os exhorto, queridos sacerdotes, a no subestimar
la grandeza insondable de la gracia divina depositada en vosotros y que os capacita
a vivir al servicio de la paz, la justicia y la reconciliación.
A los religiosos
y religiosas, de vida activa y contemplativa, el Santo Padre recordó que la vida consagrada
es una seguimiento radical de Jesús:
Fielmente vividos, los consejos evangélicos
os trasforman en hermano universal o en hermana de todos, y os ayudan a avanzar con
determinación por el camino de la santidad. Llegaréis si estáis convencidos de que
para vosotros la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y hacéis de vuestras comunidades reflejo
de la gloria de Dios y lugares donde no tenéis otra deuda con nadie, sino la del amor
mutuo (cf. Rm 13,8). Con vuestros carismas propios, vividos con un espíritu de apertura
a la catolicidad de la Iglesia, podéis contribuir a una expresión armoniosa de la
inmensidad de los dones divinos al servicio de toda la humanidad.
Luego
el Papa animó a los seminaristas a “colocarse en la escuela de Cristo” para adquirir
las virtudes que les ayudarán a vivir el sacerdocio ministerial como el lugar de santificación…
La calidad de vuestra vida futura depende de la calidad de vuestra
relación personal con Dios en Jesucristo, de vuestros sacrificios, de la feliz integración
de las exigencias de vuestra formación actual. Ante los retos de la existencia humana,
el sacerdote de hoy como el de mañana – si quiere ser testigo creíble al servicio
de la paz, la justicia y la reconciliación – debe ser un hombre humilde y equilibrado,
prudente y magnánimo. Después de 60 años de vida sacerdotal, os puedo asegurar, queridos
seminaristas, que no lamentaréis haber acumulado durante vuestra formación tesoros
intelectuales, espirituales y pastorales.
Dirigiéndose a los fieles
laicos, el Pontífice observó que en el corazón de las realidades cotidianas de la
vida, ellos están llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo, y por esto los
exhorto a renovar también su compromiso por la justicia, la paz y la reconciliación:
Esta
misión requiere en primer lugar fe en la familia, construida según el designio de
Dios, y una fidelidad a la esencia misma del matrimonio cristiano. Exige también que
vuestras familias sean verdaderas «iglesias domésticas». Gracias a la fuerza de la
oración, «se transforma y se mejora gradualmente la vida personal y familiar, se enriquece
el diálogo, se transmite la fe a los hijos, se acrecienta el gusto de estar juntos
y el hogar se une y consolida más» (Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes
en el rezo del santo rosario con ocasión del VI Encuentro Mundial de las Familias
en Ciudad de México, 17 de enero de 2009, 3). Haciendo reinar en vuestras familias
el amor y el perdón, contribuís a la edificación de una Iglesia fuerte y hermosa,
y a que haya más justicia y paz en toda la sociedad.
Concluyendo este
encuentro, Benedicto XVI exhortó a todos a una fe “auténtica y viva”, fundamento inquebrantable
de una vida cristiana santa y al servicio de la edificación de un mundo nuevo… El
amor por el Dios revelado y por su Palabra, el amor por los sacramentos y por la Iglesia,
son un antídoto eficaz contra los sincretismos que extravían, aseguró el Pontífice,
agregando que este amor favorece una justa integración de los valores auténticos de
las culturas en la fe cristiana. Libera del ocultismo y vence los espíritus maléficos,
porque se mueve por la potencia misma de la Santa Trinidad:
Vivido profundamente,
este amor es también un fermento de comunión que rompe todas las barreras, favoreciendo
así la edificación de una Iglesia en la que no haya segregación entre los bautizados,
pues todos son uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3, 28). Con gran confianza, cuento con
cada uno de vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y fieles laicos,
para hacer vivir esta Iglesia. En prenda de mi cercanía espiritual y paternal, y confiándoos
a la Virgen María, invoco sobre todos vosotros, vuestros familiares, los jóvenes y
los enfermos, la abundancia de las bendiciones divinas. (RC-RV)
Texto
completo en español
Señores Cardenales, Mons. N’Koué, responsable
de la formación sacerdotal, queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
queridos religiosos y religiosas, queridos seminaristas y queridos
fieles laicos,
Gracias Monseñor N’Koué por las hermosas palabras que
me ha dirigido, y gracias también, querido seminarista, por las tuyas tan acogedoras
y deferentes. Es para mí una gran alegría encontrarme de nuevo, en medio de vosotros,
en Ouidah, y particularmente en este seminario puesto bajo la protección de Santa
Juana de Arco y dedicado a san Galo, hombre de virtudes brillantes, monje deseoso
de perfección, pastor lleno de dulzura y humildad. ¿Qué más noble que tener como modelo
su figura, así como la de Monseñor Louis Parisot, apóstol infatigable de los pobres
y promotor del clero local, la del Padre Thomas Moulero, primer sacerdote del Dahomey
de antaño, y la del Cardenal Bernardin Gantin, hijo eminente de vuestra tierra y humilde
servidor de la Iglesia?
Nuestro encuentro de esta mañana me ofrece la
ocasión para expresaros directamente mi gratitud por vuestro compromiso pastoral.
Doy gracias a Dios por vuestro celo, no obstante las condiciones a veces difíciles
en las que estáis llamados a testimoniar su amor. Y le doy gracias también por tantos
hombres y mujeres que han anunciado el Evangelio en la tierra de Benín, así como en
toda África.
Dentro de poco firmaré la Exhortación apostólica postsinodal
Africae munus. En ella se aborda el tema de la paz, la justicia y la reconciliación.
Estos tres valores se imponen como un ideal evangélico fundamental en la vida bautismal
y requieren una sana aceptación de vuestra identidad de sacerdotes, consagrados y
fieles laicos.
Queridos sacerdotes, la responsabilidad de promover
la paz, la justicia y la reconciliación, os incumbe de una manera muy particular.
En efecto, por la sagrada ordenación que recibisteis, y por los sacramentos que celebráis,
estáis llamados a ser hombres de comunión. Así como el cristal no retiene la luz,
sino que la refleja y la devuelve, de igual modo el sacerdote debe dejar transparentar
lo que celebra y lo que recibe. Por tanto os animo a dejar trasparentar a Cristo en
vuestra vida con una auténtica comunión con el obispo, con una bondad real hacia vuestros
hermanos, una profunda solicitud por cada bautizado y una gran atención hacia cada
persona. Dejándoos modelar por Cristo, no cambiéis jamás la belleza de vuestro ser
sacerdotes por realidades efímeras, a veces malsanas, que la mentalidad contemporánea
intenta imponer a todas las culturas. Os exhorto, queridos sacerdotes, a no subestimar
la grandeza insondable de la gracia divina depositada en vosotros y que os capacita
a vivir al servicio de la paz, la justicia y la reconciliación.
Queridos
religiosos y religiosas, de vida activa y contemplativa, la vida consagrada es una
seguimiento radical de Jesús. Que vuestra opción incondicional por Cristo os conduzca
a una amor sin fronteras por el prójimo. La pobreza y la castidad os hagan verdaderamente
libres para obedecer incondicionalmente al único Amor que, cuando os alcanza, os impulsa
a derramarlo por todas partes. Pobreza, obediencia y castidad aumenten en vosotros
la sed de Dios y el hambre de su Palabra, que, al crecer, se convierte en hambre y
sed para servir al prójimo hambriento de justicia, paz y reconciliación. Fielmente
vividos, los consejos evangélicos os trasforman en hermano universal o en hermana
de todos, y os ayudan a avanzar con determinación por el camino de la santidad. Llegaréis
si estáis convencidos de que para vosotros la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y hacéis
de vuestras comunidades reflejo de la gloria de Dios y lugares donde no tenéis otra
deuda con nadie, sino la del amor mutuo (cf. Rm 13,8). Con vuestros carismas propios,
vividos con un espíritu de apertura a la catolicidad de la Iglesia, podéis contribuir
a una expresión armoniosa de la inmensidad de los dones divinos al servicio de toda
la humanidad.
Me dirijo ahora a vosotros, queridos seminaristas, os
animo a poneros en la escuela de Cristo para adquirir las virtudes que os ayudarán
a vivir el sacerdocio ministerial como el lugar de vuestra santificación. Sin la lógica
de la santidad, el ministerio no es más que una simple función social. La calidad
de vuestra vida futura depende de la calidad de vuestra relación personal con Dios
en Jesucristo, de vuestros sacrificios, de la feliz integración de las exigencias
de vuestra formación actual. Ante los retos de la existencia humana, el sacerdote
de hoy como el de mañana – si quiere ser testigo creíble al servicio de la paz, la
justicia y la reconciliación – debe ser un hombre humilde y equilibrado, prudente
y magnánimo. Después de 60 años de vida sacerdotal, os puedo asegurar, queridos seminaristas,
que no lamentaréis haber acumulado durante vuestra formación tesoros intelectuales,
espirituales y pastorales.
En cuanto a vosotros, queridos fieles laicos
que, en el corazón de las realidades cotidianas de la vida, estáis llamados a ser
sal de la tierra y luz del mundo, os exhorto a renovar también vuestro compromiso
por la justicia, la paz y la reconciliación. Esta misión requiere en primer lugar
fe en la familia, construida según el designio de Dios, y una fidelidad a la esencia
misma del matrimonio cristiano. Exige también que vuestras familias sean verdaderas
«iglesias domésticas». Gracias a la fuerza de la oración, «se transforma y se mejora
gradualmente la vida personal y familiar, se enriquece el diálogo, se transmite la
fe a los hijos, se acrecienta el gusto de estar juntos y el hogar se une y consolida
más» (Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes en el rezo del santo
rosario con ocasión del VI Encuentro Mundial de las Familias en Ciudad de México,
17 de enero de 2009, 3). Haciendo reinar en vuestras familias el amor y el perdón,
contribuís a la edificación de una Iglesia fuerte y hermosa, y a que haya más justicia
y paz en toda la sociedad. En este sentido, os animo, queridos padres, a tener un
respeto profundo por la vida y a testimoniar ante vuestros hijos los valores humanos
y espirituales. Y me complace recordar aquí que el Papa Juan Pablo II fundó hace 10
años en Cotonou, en un Instituto que lleva su nombre, una sección para el África francófona,
con el fin de contribuir a la reflexión y pastoral sobre el matrimonio y la familia.
Finalmente, exhorto especialmente a los catequistas, estos valientes misioneros en
el corazón de las realidades más humildes, a ofrecer siempre, con una esperanza y
determinación indefectibles, su ayuda singular y del todo necesaria para la propagación
de la fe en fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia (cf. Ad gentes, 17).
Para
concluir mi encuentro con vosotros, quisiera exhortaros a una fe auténtica y viva,
fundamento inquebrantable de una vida cristiana santa y al servicio de la edificación
de un mundo nuevo. El amor por el Dios revelado y por su Palabra, el amor por los
sacramentos y por la Iglesia, son un antídoto eficaz contra los sincretismos que extravían.
Este amor favorece una justa integración de los valores auténticos de las culturas
en la fe cristiana. Libera del ocultismo y vence los espíritus maléficos, porque se
mueve por la potencia misma de la Santa Trinidad. Vivido profundamente, este amor
es también un fermento de comunión que rompe todas las barreras, favoreciendo así
la edificación de una Iglesia en la que no haya segregación entre los bautizados,
pues todos son uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3, 28). Con gran confianza, cuento con
cada uno de vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y fieles laicos,
para hacer vivir esta Iglesia. En prenda de mi cercanía espiritual y paternal, y confiándoos
a la Virgen María, invoco sobre todos vosotros, vuestros familiares, los jóvenes y
los enfermos, la abundancia de las bendiciones divinas.