Sábado, 12 nov (RV). Hoy concluye el II Congreso Nacional de la Familia en Ecuador,
para la ocasión Su Santidad Benedicto XVI envió -el pasado 1º de noviembre- un mensaje
al Presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana Mons. Antonio Arregui Yarza,
Arzobispo metropolitano de Guayaquil. Recordamos que en el marco de la Audiencia General
del pasado día 9, día del inicio de este Encuentro, el Sucesor de Pedro dedicó palabras
de aliento a los participantes, con las siguientes palabras: (Audio) "En Ecuador comienza
hoy el Congreso Nacional de las Familias. Saludo desde aquí a los participantes y
pido a todos una oración para que también las familias escuchen al Señor y cumplan
su designio salvador”. (Patricia Jáuregui Romero – RV)
TEXTO DEL MENSAJE
DEL PAPA Al venerado hermano Antonio Arregui Yarza Arzobispo metropolitano
de Guayaquil Presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana
Con ocasión
del Segundo Congreso Nacional de la Familia, saludo con afecto a los pastores y fieles
de la Iglesia en Ecuador que, dentro del contexto de la Misión Continental auspiciada
en Aparecida por el Episcopado Latinoamericano y del Caribe y en preparación al VII
Encuentro Mundial de las Familias, que tendrá lugar en Milán, se proponen llevar a
cabo un proceso de reflexión del Evangelio que permita a los matrimonios y hogares
cristianos responder a su identidad, vocación y misión. El tema del Congreso,
«La familia ecuatoriana en misión: el trabajo y la fiesta al servicio de la persona
y del bien común», reconoce que la familia, nacida del pacto de amor y de la entrega
total y sincera de un hombre y una mujer en el matrimonio, no es una realidad privada,
encerrada en sí misma. Ella por vocación propia presta un servicio maravilloso y decisivo
al bien común de la sociedad y a la misión de la Iglesia. En efecto, la sociedad no
es una mera suma de individuos, sino el resultado de relaciones entre las personas,
hombre-mujer, padres-hijos, entre hermanos, que tienen su base en la vida familiar
y en los vínculos de afecto que de ella se derivan. Cada familia entrega a la sociedad,
a través de sus hijos, la riqueza humana que ha vivido. Con razón se puede afirmar
que de la salud y calidad de la relaciones familiares depende la salud y calidad de
las mismas relaciones sociales. En este sentido, el trabajo y la fiesta atañen
particularmente y están hondamente vinculados a la vida de las familias: condicionan
sus elecciones, influyen en las relaciones entre los cónyuges y entre los padres e
hijos, e inciden en los vínculos de la familia con la sociedad y con la Iglesia. A
través del trabajo, el hombre se experimenta a sí mismo como sujeto, partícipe del
proyecto creador de Dios. De ahí que la falta de trabajo y la precariedad del mismo
atenten contra la dignidad del hombre, creando no sólo situaciones de injusticia y
de pobreza, que frecuentemente degeneran en desesperación, criminalidad y violencia,
sino también crisis de identidad en las personas. Es urgente, pues, que surjan por
doquier medidas eficaces, planteamientos serios y atinados, así como una voluntad
inquebrantable y franca que lleve a encontrar caminos para que todos tengan acceso
a un trabajo digno, estable y bien remunerado, mediante el cual se santifiquen y participen
activamente en el desarrollo de la sociedad, conjugando una labor intensa y responsable
con tiempos adecuados para una rica, fructífera y armoniosa vida familiar. Un ambiente
hogareño sereno y constructivo, con sus obligaciones domésticas y con sus afectos,
es la primera escuela del trabajo y el espacio más indicado para que la persona descubra
sus potencialidades, acreciente sus ansias de superación y dé curso a sus más nobles
aspiraciones. Además, la vida familiar enseña a vencer el egoísmo, a nutrir la solidaridad,
a no desdeñar el sacrificio por la felicidad del otro, a valorar lo bueno y recto,
y a aplicarse con convicción y generosidad en aras del bienestar común y el bien recíproco,
siendo responsables de cara a sí mismos, a los demás y al medio ambiente. La fiesta,
por su parte, humaniza el tiempo abriéndolo al encuentro con Dios, con los demás y
con la naturaleza. De ahí que las familias necesiten recuperar el genuino sentido
de la fiesta, especialmente del domingo, día del Señor y del hombre. En la celebración
eucarística dominical, la familia experimenta aquí y ahora la presencia real del Señor
Resucitado, recibe la vida nueva, acoge el don del Espíritu, incrementa su amor a
la Iglesia, escucha la divina Palabra, comparte el Pan eucarístico y se abre al amor
fraterno. Con estos sentimientos, a la vez que reitero mi cercanía y cordialidad
a los queridísimos hijos e hijas de esa Nación, confío los frutos de este Congreso
a la poderosa intercesión de Nuestra Señora de la Presentación del Quinche, celestial
patrona del Ecuador, y, como prenda de abundantes favores divinos, imparto complacido
a todos los presentes la implorada Bendición Apostólica.