Que la religión motive la violencia nos debe preocupar profundamente
Jueves, 27 oct (RV).- "El deseo de los pueblos de ser libres fue más fuertes que los
armamentos de la violencia” - reflexionó en su discurso en Asís, Benedicto XVI, refiriéndose
a la caída del muro de Berlín, “cuyas causas son complejas y no pueden encontrar una
respuesta con formulas simples”-dijo, por eso podemos relacionarlo también con la
oración por la paz de 1986.
“Que la religión motive de hecho la violencia es
algo que, como personas religiosas, nos debe preocupar profundamente” afirmó el Papa,
cuando habló de los que justifican el terrorismo y la crueldad despiadada, con la
defensa de una religión contra los otros. Dijo que “aquí se coloca una tarea fundamental
del diálogo interreligioso”.
Por otra parte, dijo “el no a Dios ha producido
una crueldad y una violencia sin medida, que ha sido posible sólo porque el hombre
ya no reconocía norma alguna ni juez alguno por encima de sí. Los horrores de los
campos de concentración muestran con toda claridad las consecuencias de la ausencia
de Dios”, y que “La negación de Dios corrompe al hombre, le priva de medidas y lo
lleva a la violencia”.
Pero ¿dónde está Dios? -se preguntó el Papa ante los
representantes religiosos en Asís- ¿Lo conocemos y lo podemos mostrar de nuevo a la
humanidad para fundar una verdadera paz?.
Seguidamente habló de las personas
a las “que no se les ha sido dado el don de poder creer y que sin embargo buscan la
verdad, están en la búsqueda de Dios”. Estos despojan a los ateos combativos de su
falsa certeza -dijo, y por otra parte llaman en causa a los seguidores de las religiones
para que no consideren a Dios como una propiedad que les pertenece hasta el punto
de sentirse autorizados a la violencia”.
Finalmente Benedicto concluyó señalando
a los representantes en el encuentro “la importancia del estar juntos en camino hacia
la verdad, del compromiso decidido por la dignidad del hombre y de hacerse cargo en
común de la causa de la paz, contra toda especia de violencia”.
jGO y CA -
RV
Audio y texto completo del discurso del Papa
Queridos
hermanos y hermanas, Distinguidos Jefes y representantes de las Iglesias
y Comunidades eclesiales y de las Religiones del mundo, queridos amigos
Han
pasado veinticinco años desde que el beato Papa Juan Pablo II invitó por vez primera
a los representantes de las religiones del mundo a Asís para una oración por la paz.
¿Qué ha ocurrido desde entonces? ¿A qué punto está hoy la causa de la paz? En aquel
entonces, la gran amenaza para la paz en el mundo provenía de la división del planeta
en dos bloques contrastantes entre sí. El símbolo llamativo de esta división era el
muro de Berlín que, pasando por el medio de la ciudad, trazaba la frontera entre dos
mundos. En 1989, tres años después de Asís, el muro cayó sin derramamiento de sangre.
De repente, los enormes arsenales que había tras el muro dejaron de tener sentido
alguno. Perdieron su capacidad de aterrorizar. El deseo de los pueblos de ser libres
era más fuerte que los armamentos de la violencia. La cuestión sobre las causas de
este derrumbe es compleja y no puede encontrar una respuesta con fórmulas simples.
Pero, junto a los factores económicos y políticos, la causa más profunda de dicho
acontecimiento es de carácter espiritual: detrás del poder material ya no había ninguna
convicción espiritual. Al final, la voluntad de ser libres fue más fuerte que el miedo
ante la violencia, que ya no contaba con ningún respaldo espiritual. Apreciamos esta
victoria de la libertad, que fue sobre todo también una victoria de la paz. Y es preciso
añadir en este contexto que, aunque no se tratara sólo, y quizás ni siquiera en primer
lugar, de la libertad de creer, también se trataba de ella. Por eso podemos relacionar
también todo esto en cierto modo con la oración por la paz.
Pero,
¿qué ha sucedido después? Desgraciadamente, no podemos decir que desde entonces la
situación se haya caracterizado por la libertad y la paz. Aunque no haya a la vista
amenazas de una gran guerra, el mundo está desafortunadamente lleno de discordia.
No se trata sólo de que haya guerras frecuentemente aquí o allá; es que la violencia
en cuanto tal siempre está potencialmente presente, y caracteriza la condición de
nuestro mundo. La libertad es un gran bien. Pero el mundo de la libertad se ha mostrado
en buena parte carente de orientación, y muchos tergiversan la libertad entendiéndola
como libertad también para la violencia. La discordia asume formas nuevas y espantosas,
y la lucha por la paz nos debe estimular a todos nosotros de modo nuevo.
Tratemos
de identificar más de cerca los nuevos rostros de la violencia y la discordia. A grandes
líneas – según mi parecer – se pueden identificar dos tipologías diferentes de nuevas
formas de violencia, diametralmente opuestas por su motivación, y que manifiestan
luego muchas variantes en sus particularidades. Tenemos ante todo el terrorismo, en
el cual, en lugar de una gran guerra, se emplean ataques muy precisos, que deben golpear
destructivamente en puntos importantes al adversario, sin ningún respeto por las vidas
humanas inocentes que de este modo resultan cruelmente heridas o muertas. A los ojos
de los responsables, la gran causa de perjudicar al enemigo justifica toda forma de
crueldad. Se deja de lado todo lo que en el derecho internacional ha sido comúnmente
reconocido y sancionado como límite a la violencia. Sabemos que el terrorismo es a
menudo motivado religiosamente y que, precisamente el carácter religioso de los ataques
sirve como justificación para una crueldad despiadada, que cree poder relegar las
normas del derecho en razón del «bien» pretendido. Aquí, la religión no está al servicio
de la paz, sino de la justificación de la violencia.
A partir de
la Ilustración, la crítica de la religión ha sostenido reiteradamente que la religión
era causa de violencia, y con eso ha fomentado la hostilidad contra las religiones.
En este punto, que la religión motive de hecho la violencia es algo que, como personas
religiosas, nos debe preocupar profundamente. De una forma más sutil, pero siempre
cruel, vemos la religión como causa de violencia también allí donde se practica la
violencia por parte de defensores de una religión contra los otros. Los representantes
de las religiones reunidos en Asís en 1986 quisieron decir – y nosotros lo repetimos
con vigor y gran firmeza – que esta no es la verdadera naturaleza de la religión.
Es más bien su deformación y contribuye a su destrucción. Contra eso, se objeta: Pero,
¿cómo sabéis cuál es la verdadera naturaleza de la religión? Esta pretensión, ¿no
se deriva quizás de que la fuerza de la religión se ha apagado entre ustedes? Y otros
dirán: ¿Acaso existe realmente una naturaleza común de la religión, que se manifiesta
en todas las religiones y que, por tanto, es válida para todas? Debemos afrontar estas
preguntas si queremos contrastar de manera realista y creíble el recurso a la violencia
por motivos religiosos. Aquí se coloca una tarea fundamental del diálogo interreligioso,
una tarea que se ha de subrayar de nuevo en este encuentro. A este punto, quisiera
decir como cristiano: Sí, también en nombre de la fe cristiana se ha recurrido a la
violencia en la historia. Lo reconocemos llenos de vergüenza. Pero es absolutamente
claro que éste ha sido un uso abusivo de la fe cristiana, en claro contraste con su
verdadera naturaleza. El Dios en que nosotros los cristianos creemos es el Creador
y Padre de todos los hombres, por el cual todos son entre sí hermanos y hermanas y
forman una única familia. La Cruz de Cristo es para nosotros el signo del Dios que,
en el puesto de la violencia, pone el sufrir con el otro y el amar con el otro. Su
nombre es «Dios del amor y de la paz» (2 Co 13,11). Es tarea de todos los que tienen
alguna responsabilidad de la fe cristiana el purificar constantemente la religión
de los cristianos partiendo de su centro interior, para que – no obstante la debilidad
del hombre – sea realmente instrumento de la paz de Dios en el mundo.
Si
bien una tipología fundamental de la violencia se funda hoy religiosamente, poniendo
con ello a las religiones frente a la cuestión sobre su naturaleza, y obligándonos
todos a una purificación, una segunda tipología de violencia de aspecto multiforme
tiene una motivación exactamente opuesta: es la consecuencia de la ausencia de Dios,
de su negación, que va a la par con la pérdida de humanidad. Los enemigos de la religión
– como hemos dicho – ven en ella una fuente primaria de violencia en la historia de
la humanidad, y pretenden por tanto la desaparición de la religión. Pero el «no» a
Dios ha producido una crueldad y una violencia sin medida, que ha sido posible sólo
porque el hombre ya no reconocía norma alguna ni juez alguno por encima de sí, sino
que tomaba como norma solamente a sí mismo. Los horrores de los campos de concentración
muestran con toda claridad las consecuencias de la ausencia de Dios.
Pero
no quisiera detenerme aquí sobre el ateísmo impuesto por el Estado; quisiera hablar
más bien de la «decadencia» del hombre, como consecuencia de la cual se produce de
manera silenciosa, y por tanto más peligrosa, un cambio del clima espiritual. La adoración
de Mamón, del tener y del poder, se revela una anti-religión, en la cual ya no cuenta
el hombre, sino únicamente el beneficio personal. El deseo de felicidad degenera,
por ejemplo, en un afán desenfrenado e inhumano, como se manifiesta en el sometimiento
a la droga en sus diversas formas. Hay algunos poderosos que hacen con ella sus negocios,
y después muchos otros seducidos y arruinados por ella, tanto en el cuerpo como en
el ánimo. La violencia se convierte en algo normal y amenaza con destruir nuestra
juventud en algunas partes del mundo. Puesto que la violencia llega a hacerse normal,
se destruye la paz y, en esta falta de paz, el hombre se destruye a sí mismo.
La
ausencia de Dios lleva al decaimiento del hombre y del humanismo. Pero, ¿dónde está
Dios? ¿Lo conocemos y lo podemos mostrar de nuevo a la humanidad para fundar una verdadera
paz? Resumamos ante todo brevemente las reflexiones que hemos hecho hasta ahora. He
dicho que hay una concepción y un uso de la religión por la que esta se convierte
en fuente de violencia, mientras que la orientación del hombre hacia Dios, vivido
rectamente, es una fuerza de paz. En este contexto me he referido a la necesidad del
diálogo, y he hablado de la purificación, siempre necesaria, de la religión vivida.
Por otro lado, he afirmado que la negación de Dios corrompe al hombre, le priva de
medidas y le lleva a la violencia.
Junto a estas dos formas de
religión y anti-religión, existe también en el mundo en expansión del agnosticismo
otra orientación de fondo: personas a las que no les ha sido dado el don de poder
creer y que, sin embargo, buscan la verdad, están en la búsqueda de Dios. Personas
como éstas no afirman simplemente: «No existe ningún Dios». Sufren a causa de su ausencia
y, buscando lo auténtico y lo bueno, están interiormente en camino hacia Él. Son «peregrinos
de la verdad, peregrinos de la paz». Plantean preguntas tanto a una como a la otra
parte. Despojan a los ateos combativos de su falsa certeza, con la cual pretenden
saber que no hay un Dios, y los invitan a que, en vez de polémicos, se conviertan
en personas en búsqueda, que no pierden la esperanza de que la verdad exista y que
nosotros podemos y debemos vivir en función de ella. Pero también llaman en causa
a los seguidores de las religiones, para que no consideren a Dios como una propiedad
que les pertenece a ellos hasta el punto de sentirse autorizados a la violencia respecto
a los demás. Estas personas buscan la verdad, buscan al verdadero Dios, cuya imagen
en las religiones, por el modo en que muchas veces se practican, queda frecuentemente
oculta. Que ellos no logren encontrar a Dios, depende también de los creyentes, con
su imagen reducida o deformada de Dios. Así, su lucha interior y su interrogarse es
también una llamada a los creyentes a purificar su propia fe, para que Dios – el verdadero
Dios – se haga accesible. Por eso he invitado de propósito a representantes de este
tercer grupo a nuestro encuentro en Asís, que no sólo reúne representantes de instituciones
religiosas. Se trata más bien del estar juntos en camino hacia la verdad, del compromiso
decidido por la dignidad del hombre y de hacerse cargo en común de la causa de la
paz, contra toda especie de violencia destructora del derecho. Para concluir, quisiera
aseguraros que la Iglesia católica no cejará en la lucha contra la violencia, en su
compromiso por la paz en el mundo. Estamos animados por el deseo común de ser «peregrinos
de la verdad, peregrinos de la paz».