Miércoles, 26 oct (RV).- Este miércoles a las 10.30 de la mañana en el Aula Pablo
VI del Vaticano inició el encuentro de Oración con la Celebración de la Palabra,
presidido por su Santidad Benedicto XVI en el marco de preparación al encuentro de
mañana, en Asís: “Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz” presidida por el
Pontífice.
El encuentro previsto a celebrarse en la Plaza de San Pedro, debido
al mal tiempo tuvo que ser trasladado al Aula Pablo VI y a la Basílica de San Pedro
a donde el Papa acudió antes de la celebración, para saludar a los fieles ahí congregados.
En
su saludo a los peregrinos congregados en la Basílica porque no encontraron lugar
en el Aula Pablo VI hablando en diversos idiomas el Papa dirigió su cordial bienvenida.
Esto lo que dijo en nuestro idioma a los fieles ahí reunidos:
Me es grato
recibiros en la Basílica de San Pedro y dar una cordial bienvenida a todos los que
no habéis podido acomodaros en el Aula Pablo VI. Uníos siempre a Cristo y dad testimonio
del Evangelio con alegría. Os imparto de corazón a todos mi Bendición
Al llegar
al Aula Pablo VI, Benedicto XVI fue recibido por el Cardenal Vicario Agostino Vallini
quien le dirigió un breve discurso: “Acogiendo su invitación la Diócesis de Roma
participa hoy en esta Liturgia de la Palabra para pedir al Señor que la “Jornada de
reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo”, por Usted convocada
mañana en Asís, sea fecunda de bienes espirituales para la entera humanidad.
Recordó
el Cardenal Vicario que a 25 años de la primera convocación, realizada por el Beato
Juan Pablo II, el Santo Padre ha querido invitar a la ciudad de San Francisco a los
representantes de las religiones mundiales, para que en el respeto de las diferencias
de credo, se sientan alentados a cumplir todo esfuerzo para promover la paz y la solidaridad
entre los pueblos. Recordando que en el encuentro participan algunos hombres que no
profesan alguna fe religiosa, en representación de cuantos están en búsqueda de la
Verdad. El anhelo por la Paz, y la justicia - dijo el Card. Vallini, al recibir al
Papa en el Aula Pablo VI- en efecto, presente en el corazón de cada ser humano no
puede prescindir de la común búsqueda de la verdad.
Audio y texto completo
de la homilía del Santo Padre
Queridos
hermanos y hermanas
Hoy la acostumbrada cita de la Audiencia general
asume un carácter particular, puesto que estamos en la víspera de la Jornada de reflexión,
diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, que tendrá lugar mañana en
Asís, veinticinco años después del primer histórico encuentro convocado por el Beato
Juan Pablo II. He querido dar a esta jornada el título de “Peregrinos de la verdad,
peregrinos de la paz”, para manifestar el compromiso que queremos renovar solemnemente,
junto con los miembros de diversas religiones, así como con personas no creyentes,
pero que buscan sinceramente la verdad, para la promoción del verdadero bien de la
humanidad y para la construcción de la paz. Como ya tuve la oportunidad de recordar,
“El que está en camino hacia Dios no puede no transmitir paz, el que construye la
paz no puede no acercarse a Dios”.
Como cristianos, estamos convencidos
de que la contribución más preciosa que podemos dar a la causa de la paz es la de
la oración. Por este motivo nos encontramos hoy, como Iglesia de Roma, junto con los
peregrinos presentes en la ciudad, en la escucha de la Palabra de Dios, para invocar
con fe el don de la paz. El Señor puede iluminar nuestra mente y nuestros corazones
y guiarnos a ser constructores de justicia y de reconciliación, en nuestras realidades
cotidianas y en el mundo.
En el trozo del profeta Zacarías, que acabamos
de escuchar, ha resonado un anuncio lleno de esperanza y de luz (cfr Zc 9,10). Dios
promete la salvación, invita a “alegrarse mucho” porque esta salvación está por concretizarse.
Se habla de un rey: “Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso” (v.
9), pero el que se anuncia no es un rey que se presenta con la potencia humana, la
fuerza de las armas; no es un rey que domina con el poder político y militar; es un
rey manso, que reina con la humildad y la mansedumbre ante Dios y ante los hombres,
un rey distinto con respecto a los grandes soberanos del mundo: “está montado sobre
un asno, sobre la cría de un asna”, dice el profeta (ibidem). Él se manifiesta cabalgando
el animal de la gente común, del pobre, en contraste con los carros de guerra de los
ejércitos de los poderosos de la tierra. Aún más, es un rey que hará desaparecer estos
carros, suprimirá los arcos de guerra y proclamará la paz a las naciones (cfr v. 10).
Pero
¿quién es este rey del que habla el profeta Zacarías? Vayamos, por un momento a Belén
y volvamos a escuchar lo que el Ángel les dice a los pastores que estaban velando
de noche para custodiar a sus rebaños. Él anuncia una alegría que será de todo el
pueblo, ligada a una señal pobre: un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado
en un pesebre (cfr Lc 2,8-12). Y la multitud celeste canta “¡Gloria a Dios en las
alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él” (v. 14). El nacimiento de
ese niño, que es Jesús, trae un anuncio de paz para todo el mundo. Pero, vayamos también
a los momentos finales de la vida de Cristo, cuando entra a Jerusalén acogido por
una multitud en fiesta. El anuncio del profeta Zacarías de la llegada de un rey humilde
y manso volvió al recuerdo de los discípulos de Jesús, en particular después de los
eventos de la pasión, muerte y resurrección, del Misterio pascual, cuando volvieron
con los ojos de la fe a ese gozoso ingreso del Maestro en la Ciudad Santa. Él cabalga
un asna, prestada (cfr Mt 21,2-7): no está sobre una rica carroza, no está montado
en un caballo como los grandes. No entra a Jerusalén acompañado por un poderoso ejército
de carros y de caballeros. Es un rey pobre, el rey de aquellos que son los pobres
de Dios. En el texto griego se emplea el término ‘praeîs’, que significa los mansos;
Jesús es el rey de los ‘anawim’, de aquellos que tienen el corazón libre del frenesí
de poder y de riqueza material, de la voluntad y del afán de dominio sobre los demás.
Jesús es el rey de cuantos tienen esa libertad interior que hace capaces de superar
la avidez y el egoísmo que hay en el mundo, y saben que sólo Dios es su riqueza. Jesús
es el rey pobre entre los pobres, manso entre los que quieren ser mansos. De este
modo, Él es el rey de la paz, gracias a la potencia de Dios, que es la potencia del
bien, la potencia del amor. Es un rey que hará desaparecer los carros y los caballos
de batalla, que destruirá los arcos de guerra; un rey que realiza la paz sobre la
Cruz, uniendo la tierra y el cielo y echando un puente fraterno entre todos los hombres.
La Cruz es el nuevo arco de paz, signo e instrumento de reconciliación, de perdón,
de comprensión, signo de que el amor es más fuerte que toda violencia y toda opresión,
más fuerte que la muerte: el mal se vence con el bien y con el amor.
Es
éste el nuevo reino de paz en el que Cristo es el rey; y es un reino que se extiende
sobre toda la tierra. El profeta Zacarías anuncia que este rey humilde, pacífico,
dominará “de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra” (Zc 9,10).
El reino que Cristo inaugura tiene dimensiones universales. El horizonte de este rey
pobre, pacífico no es aquel de un territorio, o de un Estado, sino que son los confines
del mundo; más allá de toda barrera de raza, de lengua, de cultura, Él crea comunión,
crea unidad. ¿Y dónde vemos realizarse en el hoy este anuncio? En la gran red de
las comunidades eucarísticas que se extiende sobre toda la tierra reemerge luminosa
la profecía de Zacarías. Es un gran mosaico de comunidades en las cuales se hace presente
el sacrificio de amor de este rey bueno y pacífico; es el gran mosaico que constituye
el “Reino de paz” de Jesús de mar a mar hasta los confines del mundo; es una multitud
de “islas de la paz”, que irradian paz. Por doquier, en cada realidad, en cada cultura,
desde las grandes ciudades con sus edificios, hasta las pequeñas aldeas con las humildes
moradas, desde las imponentes catedrales hasta las pequeñas capillas, Él viene, se
hace presente; y en el entrar en comunión con Él también los hombres están unidos
entre ellos en un único cuerpo, superando divisiones, rivalidades, rencores. El Señor
viene en la Eucaristía para arrebatarnos de nuestro individualismo, de nuestros particularismos
que excluyen a los demás, para formar de nosotros un sólo cuerpo, un sólo reino de
paz en un mundo dividido.
¿Pero cómo podemos construir este reino de
paz del cual Cristo es el rey? El mandamiento que Él deja a sus Apóstoles y, a través
de ellos, a todos nosotros es: “Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean
mis discípulos (...) Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo" (Mt 28,19). Como
Jesús, los mensajeros de paz de su reino deben ponerse en camino, deben responder
a su invitación. Deben caminar, pero no con la potencia de la guerra o con la fuerza
del poder. En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado Jesús envía setenta y dos
discípulos a la grande mies que es el mundo, invitándolos a orar al Señor de la mies
para que no falten obreros en su mies; pero no los envía con medios potentes, sino
"como corderos en medio de lobos”, sin bolsa, ni alforja, ni calzado. San Juan Crisóstomo,
en una de sus homilías, comenta “Siendo corderos, venceremos y, aunque estemos rodeados
de muchos lobos, conseguiremos superarlos”. Pero si nos hacemos lobos, seremos derrotados,
porque seremos privados de la ayuda del pastor”. Los cristianos no deben nunca caer
en la tentación de ser lobos entre los lobos; no es con el poder, con la fuerza, con
la violencia que el reino de paz de Cristo se extiende, sino con el don de sí, con
el amor llevado hasta el extremo, aún hacia los enemigos. Jesús no vence el mundo
con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la Cruz, que es la verdadera garantía
de la victoria. Y esto tiene como consecuencia para quien quiere ser discípulo del
Señor, su invitado, el estar también preparado a la pasión y al martirio, a perder
la propia vida por Él, para que en el mundo triunfen el bien, el amor, la paz. Es
ésta la condición para poder decir entrando en cada realidad “Paz sea a esta casa”
(Lc 10,5).
Frente a la Basílica de San Pedro, se encuentran
dos grandes estatuas de los santos Pedro y Pablo, fácilmente identificables: san Pedro
tiene en mano las llaves, san Pablo en cambio tiene en las manos una espada. Para
quien no conoce la historia de este último podría pensar que se trate de un gran caudillo
que ha guiado potentes ejércitos y con la espada ha sometido pueblos y naciones, procurándose
fama y riqueza con la sangre de otros. En cambio es exactamente al contrario: la espada
que tiene entre las manos es el instrumento con el que Pablo es sometido a muerte,
con que sufrió el martirio y derramó su sangre. Su batalla no fue aquella de la violencia
de la guerra, sino aquella del martirio por Cristo. Su única arma fue justamente el
anuncio de Jesucristo y Cristo crucificado. Su predicación no se basó en palabras
persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder. Dedicó
su vida a llevar el mensaje de reconciliación y de paz del Evangelio, gastando toda
su energía para hacerlo resonar hasta los confines de la tierra. Y esta ha sido su
fuerza: no buscó una vida tranquila, cómoda, lejana de las dificultades, de las contrariedades,
sino que se gastó por el Evangelio, dio todo sí mismo sin reservas, y así se convirtió
en el gran mensajero de la paz y de la reconciliación de Cristo. La espada que san
Pablo tiene en las manos evoca también la potencia de la verdad, que muchas veces
puede herir, puede hacer mal; el Apóstol permaneció fiel hasta el fondo en esta verdad,
la sirvió, sufrió por ella, entregó su vida por ella. Esta misma lógica vale también
para nosotros, si queremos ser portadores del reino de paz anunciado por el profeta
Zacarías y realizado por Cristo: debemos estar dispuestos a pagar de persona, a sufrir
en primera persona la incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del
conquistador que construye la paz, sino la espada del sufriente, de quien sabe donar
la propia vida.
Queridos hermanos y hermanas, como cristianos queremos
invocar de Dios el don de la paz, queremos rogarle que nos haga instrumentos de su
paz en un mundo todavía lacerado por el odio, por divisiones, por egoísmos, por guerras,
queremos pedirle que el encuentro de mañana en Asís favorezca el diálogo entre personas
de diversa pertenencia religiosa y traiga un rayo de luz capaz de iluminar la mente
y el corazón de todos los hombres, para que el rencor ceda lugar al perdón, la división
a la reconciliación, el odio al amor, la violencia a la mansedumbre, y en el mundo
reine la paz. Amen.
Traducción del italiano: Cecilia de Malak y Patricia
Jáuregui
Palabras del Papa a los peregrinos de lengua española