Carta Apostólica de Benedicto XVI con la que convoca el Año de la Fe
Lunes, 17 oct (RV).- Hoy se hizo pública la Carta Apostólica en forma de Motu proprio
Porta Fidei, del Sumo Pontífice que lleva la fecha del pasado 11 de octubre con
la que Benedicto XVI instituye el “Año de la Fe”, anunciado ayer en el marco de la
Celebración Eucarística en la conclusión del encuentro “Nuevos evangelizadores para
la Nueva Evangelización" celebrada este fin de semana en el Vaticano bajo el tema
‘La Palabra de Dios crece y se difunde”. El documento consta de 15 puntos.
«La
puerta de la fe» que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada
en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra
de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar
esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo,
con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso
de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el
don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él.
Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer
en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos
envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte
y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través
de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
En el punto dos
2 del Motu proprio Porta Fidei, Benedicto XVI destaca que desde el comienzo de su
ministerio como Sucesor de Pedro, ha recordado la exigencia de redescubrir el camino
de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado
del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado
decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse
en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida,
hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en
plenitud».
Sucede hoy con frecuencia -leemos- que los cristianos se preocupan
mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al
mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común.
De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia
es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario,
ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados
por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa
de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
En el punto 4, se
informa que el Año de la fe comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario
de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo,
Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012,
se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia
Católica, promulgado por el beato Papa Juan Pablo II, con la intención de ilustrar
a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del
Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985
como instrumento al servicio de la catequesis, realizándose mediante la colaboración
de todo el Episcopado de la Iglesia católica.
Este punto alude también a la
convocatoria del Papa para la celebración de la Asamblea General del Sínodo de los
Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para
la transmisión de la fe cristiana. El Papa reitera que “será una buena ocasión para
introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento
de la fe. Y recuerda que no es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar
un Año de la fe: el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar
el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo
testimonio. Y recuerda (punto 5) que en ciertos aspectos, su Venerado Predecesor
vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar», consciente de las
graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera
y a su recta interpretación. Por lo que explica: “He pensado que iniciar el Año de
la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede
ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los
Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor
ni su esplendor.
En el punto 6 del Motu proprio Porta Fidei, se alude
a que la renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por
la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están
llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús
nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba:
«Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha”, no conoció el pecado, sino que
vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a
los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin
cesar la conversión y la renovación.
En esta perspectiva, el Año de la fe
es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del
mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el
Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión
de los pecados. Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana
en la novedad radical de la resurrección.
Es el amor de Cristo el que llena
nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, Él nos envía por los
caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra. Con
su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo,
convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre
nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en
favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a
encontrar el entusiasmo de comunicar la fe.
El Motu proprio Porta Fidei, recuerda
que el compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento
cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, leemos, crece cuando se vive
como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia
y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar
un testimonio fecundo. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo»,
no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse,
en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre
como más grande porque tiene su origen en Dios.
El Papa invita además a los
hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de
gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe.
Queremos celebrar –expresa el Santo Padre- este Año de manera digna y fecunda. Habrá
que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo
a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento
de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo.
Deseamos – escribe
Benedicto XVI- que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe
con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión
propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular
en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también
la fuente de donde mana toda su fuerza». Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio
de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. No por casualidad, los cristianos
en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les
servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo.
El Papa indica un camino a seguir que sea útil para comprender no solo los
contenidos de la fe sino, con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente
y con plena libertad a Dios. El apóstol Pablo nos ayuda a adentrarnos en esta realidad
cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa». El corazón indica
que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia
que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
Profesar con la
boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El
cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse
a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con Él» nos lleva a comprender
las razones por las que se cree. El conocimiento de los contenidos de la fe es esencial
para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia
y la voluntad a lo que propone la Iglesia.
Para acceder a un conocimiento
sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia
Católica un subsidio precioso e indispensable. Precisamente en este horizonte, el
Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los
contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el
Catecismo de la Iglesia Católica que en su misma estructura, presenta el desarrollo
de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana y podrá ser en este
Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan
por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural.
En
efecto -prosigue el Motu proprio Porta Fidei-, la fe está sometida más que en el
pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que,
sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos
y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe
y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos
distintos, tienden a la verdad.
A lo largo de este “Año de la fe” a celebrarse
en octubre de 2012, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que
contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras
lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han
ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio
de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión,
con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante
este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra
fe»: en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La
alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del
perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte,
todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre,
de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de
su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente
los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de
salvación.
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un
sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente,
de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican
sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien
hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja
el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro
amor el rostro del Señor resucitado.
El último punto del Motu Proprio del
Papa concluye auspiciando «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada»):
que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues
sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico
y duradero. La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento.
Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también
en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora.
Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y
participar en los sufrimientos de Cristo. Confiemos a la Madre de Dios, proclamada
«bienaventurada porque ha creído», este tiempo de gracia. (PJR-R)
Texto
Completo de la Carta Apostólica
Carta apostólica en forma de
Motu proprio Porta fidei del Sumo Pontífice Benedicto XVI con
la que se convoca el Año de la fe 1. «La puerta de la fe» (cf. Hch
14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su
Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra
de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar
esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo
(cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se
concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor
Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos
creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu
Santo –equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre,
que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo,
que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo,
que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del
Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado
la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más
clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía
de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en
ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres
del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios,
hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud». Sucede hoy con frecuencia
que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y
políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un
presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece
como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era
posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia
al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya
así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta
a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz
permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre
actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús,
que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn
4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios,
transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento
a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza
de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que
perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La
pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros:
«¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos
la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado»
(Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar
de modo definitivo a la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar
un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario
de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo,
Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012,
se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia
Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, con la intención
de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico
fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos
de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis, realizándose mediante la colaboración
de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea
General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de
La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena
ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión
y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar
un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó
uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en
el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento
solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de
la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva,
libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca». Pensaba que de esa manera
toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla,
para purificarla, para confirmarla y para confesarla». Las grandes transformaciones
que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera
todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios, para
testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio
de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados
de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones
históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado
Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar», consciente
de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la
fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe
coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser
una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres
conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni
su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y
asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición
de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la
gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio
se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que
comienza». Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio
pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos
guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran
fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».
6. La renovación
de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes:
con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a
hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente
el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras
que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado
(cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf.
Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa
y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación.
La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de
los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva
(cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado
para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto
interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo
sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz». En
esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada
conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y
resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la
conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para
el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos
sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los
muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm
6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad
radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos
y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman
lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La
«fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento
y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3,
9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget
nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones
y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo
para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19).
Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo,
convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre
nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en
favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a
encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes
saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar.
La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y
se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha
el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el
corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar
su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen
creyendo». El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta
manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta
que su corazón encontró descanso en Dios. Sus numerosos escritos, en los que explica
la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio
de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar
el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece
y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia
vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor
que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.
8.
En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe
a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos
ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año
de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar
a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente
y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está
viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras
catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias,
para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las
generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas,
así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán
la manera de profesar públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año
suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada
convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar
la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía,
que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde
mana toda su fuerza». Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida
de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada,
celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree,
es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
No
por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender
de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar
el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de
profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli,
la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis
todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras
en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base
inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis
retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre
lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando
coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón».
10.
En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera
más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el
acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En
efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos
a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro
de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa»
(cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a
la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta
en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente.
Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar
el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón
para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra
la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos
que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de
la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad
y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.
Profesar con
la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público.
El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse
a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender
las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad,
exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de
Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar
a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para
la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La
misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto,
el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno
recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para
alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”:
Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en
su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos
en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”,
es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña
a decir: “creo”, “creemos”».
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos
de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse
plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento
de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento
que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el
misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y
da a conocer su misterio de amor.
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas
personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe,
buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y
del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las
personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre,
en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre». Esta
exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón
humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera
ya venido. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.
11. Para
acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar
en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable.
Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución
apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo
aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía:
«Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida
eclesial... Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento
válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial».
Precisamente en este
horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir
y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente
en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto
la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus
dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de
los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una
memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la
fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de
fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta
el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través
de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro
con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación
de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción
de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia,
pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo
modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido
cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues,
el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero
instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación
de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado
a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios
competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia
y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera
más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe
está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un
cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales
al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo
de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno,
porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.
13. A lo largo
de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que
contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras
lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han
ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio
de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión,
con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante
este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra
fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del
corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor,
la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío
de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse
hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el
poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan
plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra
historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó
en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc
1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas
que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor
dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7).
Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución
de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación
y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó
los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón
(cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo
para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe,
los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron
en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza
en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que
los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían
reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por
la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda
criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría
de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos
formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la
oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para
atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la
fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que
los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el
perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su
vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la
pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar.
Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para
hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los
oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe,
hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida
(cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de
seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos:
en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios
que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento
vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año
de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de
la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad,
estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras
aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De
qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso
salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario
y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo
necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras,
está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame
esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La
fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente
a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite
a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor
a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y
el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo
de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro
del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más
pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia
que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él
cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor
el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la
vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo,
aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2
P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol
Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la
misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación
como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe.
Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas
que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia
actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia
de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial
es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra
del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y
de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga
avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga
cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza
para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del
apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis,
aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad
de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego,
merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto
lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable
y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas»
(1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría
y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son
probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar
su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio
de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son
preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces
soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor
Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a
él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y
la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la
reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada
«bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado. Traducción:
Secretaria de Estado