Benedicto XVI en el Parlamento Federal: “Cuando el poder se enfrenta al derecho, el
Estado se convierte en una cuadrilla de bandidos que empuja al mundo al borde del
abismo”
RV - A las cuatro de la tarde el Papa salió de la Nunciatura Apostólica para trasladarse,
en automóvil, al Reichstag de Berlín para la Visita al Parlamento Federal. A su llegada,
el Pontífice fue acogido por el Presidente del Parlamento Federal, Sir. Norbert Lammert,
quien lo acompañó al primer piso, junto al Cardenal Secretario de Estado, Tarcisio
Bertone. Tras saludar a las principales autoridades federales, así como a los presidentes
de los grupos parlamentarios y miembros de la oficina de la presidencia del Bundestag,
Benedicto XVI fue acompañado al Aula del Parlamento Federal donde pronunció un denso
discurso.
Crónica desde Berlin de Raúl Cabrera
Al
respecto cabe destacar que este encuentro de Berlín es una etapa de la visita oficial
del Papa come Sucesor de Pedro, y también como Cabeza del Estado de la Ciudad del
Vaticano. De hecho, mediante el estado jurídico del Estado de la Ciudad del Vaticano,
la Iglesia tiene la posibilidad de mantener contactos oficiales con las estructuras
políticas, sociales, culturales internaciones y con las organizaciones y otros organismos
a fin de poder presentar la enseñanza social fundada en el Evangelio y en la visión
cristiana del hombre, como ser creado por Dios a su imagen y semejanza. Benedicto
XVI, de hecho, ha sido invitado a pronunciar su discurso al Reichstag, es decir al
Parlamento alemán.
En su alocución ante el Bundestag, el Papa ofreció algunas
reflexiones sobre los fundamentos del derecho. Tras manifestar el honor y la alegría
que representaron para el Santo Padre hablar ante esta Cámara alta, ante el Parlamento
de su Patria, que se reunió como representación del pueblo, elegida democráticamente,
para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania y de agradecer
las palabras que le dirigió previamente su, así como su invitación a pronunciar su
discurso, el Pontífice afirmó que se dirigía a todos ellos también como un connacional
que está vinculado de por vida, por sus orígenes, y sigue con particular atención
los acontecimientos de la Patria alemana.
Y añadió que la invitación a pronunciar
este discurso se le ha hecho también en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que
tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, dijo,
ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro
de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados. A la vez que agregó que desde su
responsabilidad internacional, deseaba proponerles algunas consideraciones sobre los
fundamentos del estado liberal de derecho.
“La política debe
ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz.
Naturalmente, un político buscará el éxito, que de por sí le abre la posibilidad a
la actividad política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia,
a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede
ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del
derecho, a la destrucción de la justicia”.
Tras afirmar que “servir al derecho
y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del
político, el Papa dijo:
“En un momento histórico,
en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se
convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir
el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos
y privar de su humanidad a otros seres humanos que sean hombres. ¿Cómo podemos reconocer
lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho
verdadero y el derecho sólo aparente?”
Y tras recordar que la petición salomónica
sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político
y la política misma, añadió textualmente:
“Para gran parte de
la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser
un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho,
en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio
de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable
debe buscar los criterios de su orientación”.
Después de mencionar que en
el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó la resistencia de los cristianos
a determinados ordenamientos jurídicos en vigor, Benedicto XVI dijo:
“Basados en esta convicción,
los combatientes de la resistencia han actuado contra el régimen nazi y contra otros
regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad.
Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad
una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente
la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente
justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo
que es justo, respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse
en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente
justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar
la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades,
dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil”.
Y al preguntarse ¿cómo se
reconoce lo que es justo?, Su Santidad afirmó:
“Contrariamente a
otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad
un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio,
se ha referido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se
ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo,
presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios”.
El
Santo Padre también recordó que en la primera mitad del segundo siglo precristiano,
se produjo un encuentro entre el derecho natural social desarrollado por los filósofos
estoicos y notorios maestros del derecho romano:
“De este contacto,
nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia
determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de este vínculo precristiano
entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana,
al desarrollo jurídico del Iluminismo, hasta la Declaración de los derechos humanos
y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949
“los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad
humana, de la paz y de la justicia en el mundo”.
Más adelante, recordando que
si con esto, hasta la época del Iluminismo, de la Declaración de los Derechos humanos,
después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental,
la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, el Papa dijo:
“En el último medio
siglo se dio un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera
hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir
fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del
término”.
E indicando brevemente cómo se llegó a esta situación, Benedicto
XVI prosiguió:
“Es fundamental, sobre
todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable.
Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente
distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista, adoptada hoy casi
generalmente, de naturaleza y razón”.
El Papa reafirmó a continuación que
una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza en modo
puramente funcional, como las ciencias naturales la explican, no puede crear ningún
puente hacia el Ethos y el derecho, sino suscitar nuevamente sólo respuestas funcionales.
“Sin embargo, lo mismo
vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la
única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra
en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión se deben
reducir al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en sentido estricto
de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es
en gran parte el caso de nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento
del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que
interesa a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención
esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella”.
Porque como dijo
el Papa, “el concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del
mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad
humana, a la cual de modo alguno debemos renunciar en ningún caso.
“Pero ella misma,
en su conjunto, no es una cultura que corresponda y sea suficiente al ser hombres
en toda su amplitud. Donde la razón positivista se retiene como la única cultura suficiente,
relegando todas las otras realidades culturales a la condición de subculturas, ésta
reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad”.
Y añadió que lo decía
especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente
el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho,
mientras que todas las otras convicciones y los otros valores de nuestra cultura quedan
reducidos al nivel de subcultura.
“Con esto, Europa
se sitúa, ante otras culturas del mundo, en una condición de falta de cultura y se
suscitan, al mismo tiempo, corrientes extremistas y radicales. La razón positivista,
que se presenta de modo exclusivista y que no es capaz de percibir nada más que aquello
que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los
que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, y sin querer recibir ya ambas
cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido
recurrimos en secreto igualmente a los “recursos” de Dios, que transformamos en productos
nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad
del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo”.
El
Santo Padre se preguntó ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada a
la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza
sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en
su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones?
“Recuerdo un fenómeno
de la historia política reciente, esperando no ser demasiado malentendido ni suscitar
excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista
en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto
las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que
no se puede ignorar ni relegar, porque se percibe en él demasiada irracionalidad.
Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo
que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino
que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones.
Es evidente que no hago propaganda por un determinado partido político, nada me es
más lejano de eso. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona,
entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados
a volver sobre la cuestión sobre los fundamentos de nuestra propia cultura”.
Y
pidió a los presentes que le permitieran detenerme un momento sobre este punto, dado
que la “importancia de la ecología es hoy indiscutible”. Debemos escuchar el lenguaje
de la naturaleza –dijo el Papa– y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera
afrontar todavía seriamente un punto que, tanto hoy como ayer, se ha olvidado demasiado:
existe también la ecología del hombre.
“También el hombre
posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo arbitrariamente.
El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se
crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es
justa cuando escucha la naturaleza, la respeta y cuando se acepta como lo que es,
y que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera
libertad humana”.
En consecuencia –prosiguió diciendo el Papa– la naturaleza
podría contener en sí normas sólo si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella.
Esto, por otra parte, supondría un Dios creador, cuya voluntad ha entrado en la naturaleza.
Y se preguntó si ¿carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva
que se manifiesta en la naturaleza no presuponga una razón creativa, un Espíritu Creador?
“A este punto, debería
venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción
sobre la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos
humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la consciencia de
la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la
responsabilidad de los hombres por su conducta”.
Benedicto XVI afirmó que estos
conocimientos de la razón “constituyen nuestra memoria cultural”. E ignorarla o considerarla
como mero pasado “sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría
de su totalidad”:
“La cultura de Europa
nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma – del encuentro entre la fe en
el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de
Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza
de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del
hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos
es nuestro deber en este momento histórico”.
DISCURSO COMPLETO (Berlín,
Reichstagsgebäude, 22 de septiembre de 2011) El corazón dócil Reflexiones
sobre los fundamentos del derecho Discurso ante el Bundestag
Ilustre
Señor Presidente Señor Presidente del Bundestag Señora Canciller
Federal Señor Presidente del Bundestag Señoras y Señores
Es
para mi un honor y una alegría hablar ante está Cámara alta, ante el Parlamento de
mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo, elegida democráticamente,
para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al
Señor Presidente del Bundestag su invitación a tener este discurso, así como también
sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo
en esté momento a ustedes, estimados señores y señoras, ciertamente también como un
connacional que está vinculado de por vida, por sus orígenes, y sigue con particular
atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a tener este
discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema
responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el
papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los
Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles
algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho. Permítanme
que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato
tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios
concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición.
¿Qué pedirá el joven soberano en este importante momento? ¿Éxito, riqueza, una larga
vida, la eliminación de los enemigos? Nada pide de todo esto. Suplica en cambio: “Concede
a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre
el bien y mal” (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que debe
ser importante en definitiva para un político. Su criterio último y la motivación
para su trabajo como político no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material.
La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas
para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, que de por sí le abre la
posibilidad a la actividad política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio
de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho.
El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación
del derecho, a la destrucción de la justicia. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué
distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín.
Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera
quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra
el derecho; cómo se ha pisoteado el derecho, de manera que el Estado se convirtió
en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla
de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y empujarlo hasta
el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y
sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual
el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte
en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo.
Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar
de su humanidad a otros seres humanos que sean hombres. ¿Cómo podemos reconocer lo
que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero
y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva
ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma. Para
gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría
puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales
del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad,
el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona
responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran
teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos
jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra
la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, con razón formaría por amor
a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, alianza con quienes sintieran como
él contra lo que aquellos tienen por ley…” Basados en esta convicción,
los combatientes de la resistencia han actuado contra el régimen nazi y contra otros
regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad.
Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad
una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente
la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente
justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo
que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse
en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente
justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar
la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades,
dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil. ¿Cómo se reconoce lo que
es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados
en modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide
aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones,
el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un
ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha referido a la naturaleza
y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre
razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas
estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron
a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado en el siglo II a. C. En
la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el
derecho natural social desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros
del derecho romano. De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha
sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la
humanidad. A partir de este vínculo precristiano entre derecho y filosofía inicia
el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico
del Iluminismo, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental
Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables
derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia
en el mundo”. Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la
humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra
el derecho religioso, requerido de la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte
de la filosofía, reconociendo la razón y la naturaleza en su mutua relación como fuente
jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su
Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel],
cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos… son ley para sí mismos. Esos
tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando
con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales
de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón
dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época
del Iluminismo, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la Segunda Guerra
mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos
de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se dio un cambio dramático
de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica
más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico,
de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término. Quisiera indicar
brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según
la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría
derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base
de dicha opinión es la concepción positivista, adoptada hoy casi generalmente, de
naturaleza y razón. Si se considera la naturaleza – con palabras de Hans Kelsen -
“un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos”,
entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que sea de modo
alguno de carácter ético. Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende
la naturaleza en modo puramente funcional, como las ciencias naturales la explican,
no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino suscitar nuevamente
sólo respuestas funcionales. Sin embargo, lo mismo vale también para la razón en una
visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella,
aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido
estricto. Por eso, el ethos y la religión se deben reducir al ámbito de lo subjetivo
y caen fuera del ámbito de la razón en sentido estricto de la palabra. Donde rige
el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de
nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del
derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que interesa a todos
y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este
discurso es invitar urgentemente a ella. El concepto positivista de naturaleza
y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del
conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual de modo alguno debemos renunciar
en ningún caso. Pero ella misma, en su conjunto, no es una cultura que corresponda
y sea suficiente al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista se
retiene como la única cultura suficiente, relegando todas las otras realidades culturales
a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad.
Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer
solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación
del derecho, mientras que todas las otras convicciones y los otros valores de nuestra
cultura quedan reducidos al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa, ante otras
culturas del mundo, en una condición de falta de cultura y se suscitan, al mismo tiempo,
corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo
exclusivista y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional,
se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima
y la luz por nosotros mismos, y sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo
de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo auto construido recurrimos
en secreto igualmente a los “recursos” de Dios, que transformamos en productos nuestros.
Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del
mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo. Pero
¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada a la inmensidad o la globalidad?
¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en la irracionalidad?
¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias
y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando
no ser demasiado malentendido ni suscitar excesivas polémicas unilaterales. Diría
que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los
años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo
un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni relegar, porque
se percibe en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras
relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es
solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad
y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda por
un determinado partido político, nada me es más lejano de eso. Cuando en nuestra relación
con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente
sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión sobre los
fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía un momento sobre
este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el
lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar
todavía seriamente un punto que, tanto hoy como ayer, se ha olvidado demasiado: existe
también la ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe
respetar y que no puede manipular a su antojo arbitrariamente. El hombre no es solamente
una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu
y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando escucha la naturaleza,
la respeta y cuando se acepta como lo que es, y que no se ha creado a sí mismo. Así,
y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana. Volvamos
a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales habíamos partido.
El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, a la edad de 84 años – en 1965 –
abandonó el dualismo de ser y de deber ser. Había dicho que las normas podían derivar
solamente de la voluntad. En consecuencia, la naturaleza podría contener en sí normas
sólo si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Esto, por otra parte, supondría
un Dios creador, cuya voluntad ha entrado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad
de esta fe es algo absolutamente vana”, afirma a este respecto. ¿Lo es verdaderamente?,
quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón
objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presuponga una razón creativa, un Creator
Spiritus? A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural
de Europa. Sobre la base de la convicción sobre la existencia de un Dios creador,
se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de
todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana
de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta.
Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o
considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto
y la privaría de su totalidad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén,
Atenas y Roma – del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica
de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura
la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante
Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro
ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento
histórico. Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió
lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular
una petición? ¿Qué pediríamos? En último término, pienso que, también hoy, no podríamos
desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal,
y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Gracias por
su atención.