Audiencia general: el Papa inicia un ciclo de catequesis dedicadas a los Salmos, oraciones
universales que hablan la lengua de Dios
Miércoles, 22 jun (RV).- Un extraordinario libro de oración, en el cual Dios mismo
nos enseña a todos los cristianos a dirigirnos a Él. Así Benedicto XVI describe
el Libro de los Salmos, al cual ha dedicado esta mañana, en la Audiencia General en
la plaza de San Pietro, la primera de una serie de catequesis, que en las próximas
semanas desarrollará en detalle, comentando y reflexionando algunos de los salmos
más célebres.
“En
los Salmos, se entrelazan y se expresar felicidad y sufrimiento, deseo de Dios y percepción
de la propia indignidad, felicidad y sensación de abandono, confianza en Dios y dolorosa
soledad, plenitud de vida y miedo a la muerte. Toda la realidad del creyente fluye
en aquellas oraciones que, el pueblo de Israel primero y luego la Iglesia han asumido
como mediación privilegiada de relación con el único Dios y respuesta apropiada a
su revelarse en la historia”.
“En estas oraciones -ha explicado el Santo
Padre- los Salmos son manifestaciones del alma y de la fe, en las que todos pueden
reconocerse y en las cuales se comunicar aquella experiencia de especial cercanía
a Dios a la que es llamado cada hombre. Y es toda la complejidad de la existencia
humana la que se concentra en la complejidad de las diferentes formas literarias de
los diversos salmos: himnos, lamentos y súplicas individuales y colectivas, cantos
de acción de gracias, salmos penitenciales, salmos sapienciales, y otros géneros que
se pueden encontrar en estos poemas.
“Igualmente
importantes y significativos son los modos y la frecuencia con las que las palabras
de los Salmos son tomadas por el Nuevo Testamento, asumiendo y subrayando aquel valor
profético sugerido por la conexión del Salterio con la figura mesiánica de David.
Las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de Él, nos hablan
del Hijo, imagen del Dios invisible (Col 1,15), que se revela cumplidamente el Rostro
del Padre. El cristiano, por lo tanto, rezando los salmos, reza al Padre en Cristo
y con Cristo, asumiendo aquellos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el
misterio pascual su última clave interpretativa. El horizonte del orante se abre así
a las realidades inesperadas, cada Salmo adquiere una luz nueva en Cristo y el salterio
puede brillar en toda su infinita riqueza”.
“Queridos hermanos y hermanas,
-ha sido la exhortación final del Papa-tomemos pues en las manos este libro santo,
dejémonos enseñar por Dios a dirigirnos a Él, hagamos del Salterio una guía que nos
ayude y nos acompañe cotidianamente en el camino de la oración. Y pidamos también
nosotros, como los discípulos de Jesús, “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1), abriendo
el corazón a acoger la oración del maestro, en el que todas las oraciones llegan a
su cumplimiento. Así, hechos hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios llamándole “Padre
Nuestro”.
Este ha sido el resumen que de su catequesis ha hecho el Santo Padre
en español para los peregrinos de nuestra lengua presentes en la Plaza de San Pedro:
Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy quisiera comentar el libro de oración por excelencia,
el libro de los Salmos. Los ciento cincuenta cantos que lo componen, con distintas
temáticas y géneros literarios, expresan la riqueza de la experiencia humana. Dos
ideas centrales pueden resumir esa amplia gama de sentimientos, la súplica y la alabanza,
ambas profundamente unidas. La súplica está animada por la certeza de que, ante el
sufrimiento o la contrición, Dios responderá y así, con la esperanza puesta en la
misericordia divina, se abre a la alabanza y a la acción de gracias; la alabanza nace
de una experiencia de salvación, que supone en sí misma el reconocimiento de nuestra
pequeñez y la necesidad de ayuda que la súplica expresa. En los Salmos aprendemos
a rezar con las palabras de Dios y del mismo modo que el niño aprende a expresar sus
sentimientos con palabras ajenas, que recoge de sus padres, repitiéndolas hasta hacerlas
suyas, así también nosotros nos apropiamos de las palabras que Dios nos ofrece en
este libro, para poderle alabar como Él quiere. Por último, en el Salterio, que el
Señor rezó cuando estaba en el mundo, se encuentran cumplidas las profecías que se
unían a la figura mesiánica de David, desvelando en Jesús su sentido más pleno y profundo.
Así el cristiano, rezando los Salmos, reza al Padre, en Cristo y con Cristo, asumiendo
estos cantos una dimensión nueva en el Misterio Pascual.
Saludo cordialmente
a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España,
Colombia, Venezuela y otros países latinoamericanos. Os invito a que aprendáis de
los Salmos a hablar con Dios y, repitiendo la súplica de los apóstoles, Señor, enséñanos
a orar, abráis el corazón para acoger la plegaria del Maestro, en la que toda oración
llega a su culmen. Muchas gracias.
Saludando a los peregrinos de lengua
polaca Benedicto XVI les ha recordado que mañana se celebra la solemnidad de Corpus
Christi. Durante la Santa Misa de manera particular viviremos el misterio de la transubstanciación
del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y lo recibiremos en la santa
comunión. Durante las celebraciones y las procesiones adoraremos Su realeza, presencia
sacramental entre nosotros. Que esta solemnidad inflame en nosotros el respeto y el
amor por la Eucaristía, fuente inagotable de gracia. ¡Que Dios os bendiga!
Como
siempre el Santo Padre al final de la audiencia ha saludado a los jóvenes a los enfermos
y a los recién casados. Que el ejemplo y la intercesión de San Luis Gonzaga, del que
hemos celebrado su memoria, solicite en vosotros, queridos jóvenes, valorizar la virtud
de la pureza evangélica; que os ayude a vosotros, queridos enfermos, a afrontar el
sufrimiento encontrando consuelo en Cristo crucificado; que os conduzca a vosotros,
queridos recién casados, hacia un amor cada vez más profundo hacia Dios y entre vosotros.
Audio
introducción del Papa Audiencia General seguida por lectura de Salmo 86:
Audio
previo a la Catequesis del Papa en nuestro idioma con la presentación de los grupos
de fieles de lengua española provenientes del Continente Americano, el Caribe, y España:
TEXTO
COMPLETO DE LA CATEQUESIS (texto corregido 23.06.11) Queridos hermanos
y hermanas, en las catequesis anteriores, nos hemos detenido en algunas
figuras del Antiguo Testamento que son particularmente significativas para nuestra
reflexión sobre la oración. Hablé sobre Abraham que intercede por las ciudades extranjeras;
Jacob que en la lucha nocturna recibe la bendición; sobre Moisés, que pide perdón
para su pueblo; sobre Elías que reza por la conversión de Israel. Con la catequesis
de hoy, comenzamos un nuevo tramo del recorrido: en lugar de comentar los episodios
particulares de los personajes en oración, entraremos en el "libro de oración" por
excelencia, el libro de los Salmos. En las próximas catequesis leeremos y meditaremos
sobre algunos de los Salmos más hermosos y más queridos por la tradición orante de
la Iglesia. Hoy me gustaría introducirlos hablando sobre el libro de los Salmos en
su conjunto.
El Salterio se presenta como un "formulario" de oraciones,
una recolección de ciento cincuenta salmos que la tradición bíblica dona al pueblo
de los creyentes para se conviertan en su y nuestra oración, nuestro modo de dirigirnos
a Dios y de relacionarse con Él. En este libro encuentra expresión toda la experiencia
humana con sus múltiples facetas, y toda la gama de sentimientos que acompañan la
existencia del hombre.
En los Salmos, se entrelazan y se expresan alegría
y sufrimiento, deseo de Dios y percepción de la propia indignidad, felicidad y sensación
de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a la muerte.
Toda la realidad del creyente confluye en aquellas oraciones que, el pueblo de Israel
primero y la Iglesia después han asumido como mediación privilegiada de relación con
el único Dios y respuesta adecuada a su revelarse en la historia. En cuanto oración,
los Salmos son manifestaciones del animo y de la fe, en las que todos pueden reconocerse
y en las cuales se comunica aquella experiencia de especial cercanía a Dios, a la
que es llamado cada hombre. Y es toda la complejidad de la existencia humana la que
se concentra en la complejidad de las diferentes formas literarias de los diversos
salmos: himnos, lamentaciones y súplicas individuales y colectivas, cantos de acción
de gracias, salmos penitenciales, salmos sapienciales, y otros géneros que se pueden
encontrar en estas composiciones poéticas.
A pesar de esta multiplicidad
expresiva, pueden ser identificadas dos áreas principales que sintetizan la oración
de los Salmos: la súplica, conectada al lamento, y la alabanza, dos dimensiones correlativas
y casi inseparables. Debido a que la súplica está animada por la certeza de que Dios
va a responder, y esto abre a la alabanza y acción de gracias; y la alabanza y la
acción de gracias brotan de la experiencia de una salvación recibida, que supone la
necesidad de ayuda que la oración expresa.
En la súplica, el orante
se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación, o – como
en los Salmos penitenciales, confesa su culpa, su pecado, rogando ser perdonado. Él
expone al Señor su estado de necesidad, con la confianza de que ser escuchado, y esto
implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y “amante la vida”
(cfr Sab 11,26), pronto a ayudar, salvar, perdonar. Así por ejemplo, reza el Salmista
en el Salmo 31: “En ti, Señor, me refugio, no quede yo nunca desfraudado…. Sácame
de la red que me han tendido, por eres tu mi protector” (vv. 2.5). Ya en el lamento,
puede emerger algo de la alabanza, que se preanuncia en la esperanza de la intervención
divina y se hace luego explícita cuando la salvación divina se hace realidad. De forma
análoga, en los Salmos de acción de gracias y de alabanza, haciendo memoria del don
recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también
la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que es la base de la súplica. Se
confiesa así a Dios la propia condición de criatura inevitablemente marcada por la
muerte, y sin embargo portadora de un anhelo radical de vida. Por ello el Salmista
exclama, en el Salmo 86: “Gracias te doy de todo corazón, Señor Dios mío, daré gloria
a tu nombre para siempre, pues grande es tu amor para conmigo, tú has librado mi alma
del abismo profundo” (vv. 12-13). De tal modo, en la oración de los Salmos, la súplica
y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna
del Señor que se abaja ante nuestra fragilidad.
Precisamente para permitir
al pueblo de los creyentes unirse a este canto, el Libro del Salterio ha sido dado
a Israel y a la Iglesia. Los Salmos, en efecto, enseñan a orar. En ellos, la Palabra
de Dios se convierte en palabra de oración –y son las palabras del salmista inspirado-
que se convierte también en palabra del orante que reza los Salmos. Esta es la belleza
y la particularidad de este libro bíblico: las oraciones contenidas en ellos, a diferencia
de otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura, no están inseridas en
una trama narrativa que especifica el sentido y la función. Los Salmos se dan al creyente
como texto de oración, que tiene como único fin aquel de convertirse en la oración
de quien las asume y con ellos se dirige a Dios. Porque son Palabra de Dios quien
reza los Salmos habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha donado. Así rezando
los Salmos se aprende a rezar. Son una escuela de la oración.
Una cosa
semejante ocurre cuando el niño comienza a hablar, aprende a expresar sus propias
sensaciones, emociones y necesidades, con palabras que no le pertenecen de manera
innata, pero que aprende de sus padres y de aquellos que viven junto a él. Aquello
que el niño quiere expresar es su propia experiencia, pero el modo de expresarse es
de los otros; y él poco a poco se apropia, las palabras recibidas de sus padres se
convierten en palabras suyas y a través de estas palabras aprende también un modo
de pensar y de sentir, accede a un entero mundo de conceptos, y con ello crece, se
relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres se
ha convertido en la suya, él habla con palabras recibidas de los otros que ya se han
convertido en sus palabras. Así ocurre con la oración de los salmos. Nos han sido
donados para que nosotros aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con Él, a
hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con
Dios. Y, a través de aquellas palabras, será posible también conocer y acoger los
criterios de su actuar, y acercarnos al misterio de sus pensamientos y de sus caminos
(cfr Is 55,8-9), para crecer cada vez más en la fe y en el amor. Como nuestras palabras
no son solo palabra, sino que nos enseñan en modo real y conceptual, así también estas
oraciones nos enseñan el corazón de Dios, por lo cual no solo podemos hablar con Dios,
sino que podemos aprender quién es Dios y, aprendiendo como hablar con Él, aprendemos
el ser hombres, a ser nosotros mismos.
A este propósito, aparece significativo
el título que la tradición judía ha dado al Salterio. Se llama Tehillim, un término
judío que quiere decir “alabanza”, de la raíz verbal que encontramos en la expresión
“Halleluyah”, es decir, literalmente: “alabad al Señor”. Este libro de oraciones,
por lo tanto, también multiforme y complejo, con sus diversos géneros literarios y
con sus articulaciones entre alabanzas y súplicas, es en definitiva un libro de alabanzas,
que enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza
de sus obras y a glorificar su Nombre santo. Es ésta es la respuesta más adecuada
ante la manifestación del Señor y a la experiencia de su bondad. Enseñándonos a rezar,
los salmos nos enseñan que también en la desolación, en el dolor, la presencia de
Dios permanece fuente de maravilla y de consolación; se puede llorar, suplicar, interceder,
lamentarse, pero con la conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la
alabanza podrá ser definitiva. Como nos enseña el Salmo 36: “Porque en ti está la
fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz”. (Sal 36,10).
Pero además
de este título general del libro, la tradición judía ha puesto en muchos Salmos títulos
específicos, atribuyéndolos, en gran parte, al rey David. Figura de notable densidad
humana y teológica, David es un personaje complejo, que ha atravesado las más variadas
experiencias fundamentales del vivir. Joven pastor de la grey paterna, pasando por
alternativas y a veces dramáticas vicisitudes, se convierte en rey de Israel, pastor
del pueblo de Dios. Hombre de paz, ha combatido muchas guerras; incansable y tenaz
buscador de Dios, ha traicionado el amor; y esto es característico: siempre permaneció
buscador de Dios, también si muchas veces pecó gravemente, humilde penitente, ha acogido
el perdón divino y ha aceptado un destino marcado por el dolor. David, con todas sus
debilidades, ha sido un rey “según el corazón de Dios” (cfr 1Sam 13,14), un orante
apasionado, un hombre que sabía qué cosa quería decir suplicar y alabar. La relación
de los Salmos con este insigne rey de Israel es por lo tanto importante, porque él
es figura mesiánica, Ungido por el Señor, en el que de alguna manera se vislumbra
el misterio de Cristo.
Igualmente importante y significativos son los
modos y la frecuencia con las que las palabras de los Salmos son tomadas por el Nuevo
Testamento, asumiendo y subrayando aquel valor profético sugerido por la conexión
del Salterio con la figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su vida terrena
ha orado con los Salmos, en ello encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su
sentido más pleno y profundo. Las oraciones del salterio, con las que se habla a Dios,
nos hablan de Él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (Col 1,15), que nos
revela cumplidamente el Rostro del Padre. El cristiano, por lo tanto, rezando los
salmos, reza al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo aquellos cantos en una perspectiva
nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave interpretativa. El horizonte
del orante se abre así a las realidades inesperadas, cada Salmo adquiere una luz nueva
en Cristo y el salterio puede brillar en toda su infinita riqueza.
Queridos
hermanos y hermanas, tomemos pues en las manos este libro santo, dejándonos enseñar
por Dios a dirigirnos a Él, hagamos del Salterio una guía que nos ayude y nos acompañe
cotidianamente en el camino de la oración. Y pidamos también nosotros, como los discípulos
de Jesús, “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1), abriendo el corazón a recibir la oración
del maestro, en el que todas las oraciones lleguen a su cumplimiento. Así, hechos
hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios llamándole “Padre Nuestro”. ¡Gracias!
Traducción
del italiano: Rafael Álvarez, Eduardo Rubió - RV