2011-06-15 14:58:29

Audiencia general: Benedicto XVI dedica la catequesis al profeta Elías y subraya que “donde desaparece Dios, el hombre se convierte en esclavo” del nihilismo y de regimenes totalitarios


Miércoles, 15 jun (RV).- “Donde desaparece Dios el hombre se convierte en esclavo” de ideologías y nihilismo. Benedicto XVI en la Audiencia General habla del profeta Elías y afirma que “la verdadera adoración de Dios es dar Dios a los hombres”. El Papa también ha invitado «a pedir al Señor que nos haga capaces de ser auténticos mediadores ante nuestros hermanos y así indicar el camino de la fe del único Dios, que “es amor, que renueva, transforma y no destruye».

“Que el creyente responsa a lo absoluto de Dios con un amor total”. Esta es la vibrante exhortación que ha hecho Benedicto XVI en la Audiencia General de esta mañana en la plaza de san Pedro, cuya catequesis ha dedicado a la figura del profeta Elías.

El Papa ha recordado que, en un tiempo en que “Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría”, Elías puso al pueblo delante de la propia verdad, conduciéndolo así a la salvación. El Santo Padre hablando del enfrentamiento entre el profeta y los seguidores del ídolo Baal, ha explicado que también hoy, como hace tres mil años, cuando el hombre se aparta de Dios se convierte en esclavo.

RealAudioMP3 Donde desaparece Dios el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han mostrado en nuestro tiempo los regímenes totalitarios con su esclavitud de idolatrías y como muestran también diversas formas de nihilismo, que vuelven al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías y lo esclavizan.

El Pontífice ha señalado como en tiempos de Elías “se había creado una situación de abierto sincretismo. Al lado del Señor, la gente adoraba a Baal, el ídolo del que se creía viniera el don de la lluvia”. Fue precisamente para desenmascarar la necedad engañadora de esta actitud, ha observado Benedicto XVI, que Elías reunió al pueblo de Israel en el Monte Carmelo y lo puso delante de la necesidad de elegir entre el Señor o Baal.


RealAudioMP3 El culto al ídolo en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación liberalizadora que le permita salir del estrecho espacio de su propio egoísmo para acceder a las dimensiones del amor y de la mutua entrega, encierra a la persona en el círculo exclusivo y desesperado de la búsqueda de sí mismo. Y el engaño es tal que, adorando el ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el intento ilusorio de someterlo a su voluntad.

Otra actitud de oración bien distinta, tiene en cambio, Elías, que invita a la gente a acercarse, la implica en sus acciones y en su propia súplica.

RealAudioMP3 El objetivo del reto dirigido por él a los profetas de Baal era el de volver a llevar a Dios el pueblo que se había perdido siguiendo a los ídolos; por eso quiere que Israel se una a él, convirtiéndose en partícipe y protagonista de su oración y de lo que está sucediendo.

El Santo Padre, ha confirmado, con el ejemplo del profeta Elías, cuál es el auténtico objetivo de la oración.

RealAudioMP3 El objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios que trasforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios y así de vivir según Dios y de vivir para el prójimo.

Como es tradicional, el Papa ha resumido su catequesis en otras lenguas y ha invitado, también en español, a redescubrir el poder de intercesión de la oración. Este ha sido el resumen que de su catequesis ha hecho el Santo Padre en español: RealAudioMP3

Queridos hermanos y hermanas:
Con Elías descubrimos la verdadera fuerza intercesora de la oración que evoca la grandeza del amor de Dios. Cuando el Profeta se enfrenta con los secuaces de Baal, en el monte Carmelo, se produce una confrontación entre el Señor de Israel, Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin conciencia que nada puede hacer. Los profetas de Baal y sus inútiles ofrendas revelan el engaño del ídolo que encierra a la persona en la búsqueda exclusiva de sí misma. Elías, en cambio, prepara el sacrificio y ora, invita al pueblo a unirse en la acción y en la súplica, haciéndole partícipe y protagonista de la oración y de cuanto está acaeciendo. Con su intercesión, Elías pide a Dios aquello que Dios mismo desea hacer, esto es, manifestarse con toda su misericordia, fiel a la propia realidad de Señor de la vida que perdona y transforma. El verdadero Dios se revela con el fuego que consume la ofrenda y el Profeta implora la conversión de su pueblo, para que éste pueda responder así con un amor absoluto que comprometa toda su vida, su fuerza y su corazón. Hoy no es el fuego que consume el holocausto lo que indica la presencia del Señor en el mundo. Su plena y definitiva manifestación es la cruz de Jesús, que ha venido para bautizar “en Espíritu Santo y fuego” y “destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo”.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a pedir al Señor que nos haga capaces de ser auténticos mediadores ante nuestros hermanos, y así indicar el camino de la fe del único Dios, que quiere revelarse a todos los hombres para convertirlos y llevarlos a la salvación. Muchas gracias.

ERT

TEXTO COMPLETO DE LA CATEQUESIS

Queridos hermanos y hermanas,

En la historia religiosa del antiguo Israel, los profetas tenían gran relevancia con su enseñanza y sus predicaciones. Entre ellos, destaca la figura de Elías, inspirado por Dios para llevar el pueblo a la conversión. Su nombre significa "el Señor es mi Dios" y es en relación a este nombre que corre su vida, toda ella consagrada a incitar al pueblo para que reconociera al Señor como el único Dios. De Elías dice el Libro del Eclesiástico: "Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, y su palabra ardía como una antorcha"(Sir 48,1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia Dios. En su ministerio, Elías reza: invoca al Señor para de nuevo vuelva a la vida el hijo de una viuda que le había alojado (cf. 1 Re 17,17-24), clama a Dios por su fatiga y su ansiedad, mientras huye al desierto perseguido a muerte por la reina Jezabel (cf. 1 Re 19,1-4), pero es especialmente en el Monte Carmelo, que se muestra en todo su poder para interceder cuando, delante de todo Israel, reza al Señor para que se manifieste y convierta los corazones de la gente. Este es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer Libro de los Reyes, en el que hoy nos centramos.

Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en la época del rey Acab, en un momento en que en Israel se había creado una situación de abierto sincretismo. Al lado del Señor, la gente adoraba a Baal, el ídolo del que se creía viniera el don de la lluvia, y que por tanto se le atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y al ganado. Aún siguiendo al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba también refugio y seguridad en un dios comprensible y predecible, del que pensaba poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la constante tentación del creyente, creyendo poder "servir a dos señores» (Mt 6,24, Lc 16:13), suavizando los caminos ásperos de la fe en el Todopoderoso, al poner la propia confianza en un dios impotente hecho por los hombres.

Fue precisamente para desenmascarar la necedad engañadora de esta actitud, que Elías reunió al pueblo de Israel en el Monte Carmelo y lo puso delante de la necesidad de tomar una decisión: "Si el Señor es Dios, seguidle. Si, lo es Baal, seguidle a él"(1 Reyes 18, 21). Pero el profeta, portador del amor de Dios, no deja a su pueblo solo ante esta elección, sino que lo ayuda indicando el signo que revelará la verdad: tanto él, como los profetas de Baal preparan sendos sacrificios y oraciones. El verdadero Dios se manifestará respondiendo con el fuego que consumirá la oferta. Así comienza la confrontación entre el profeta Elías y los seguidores de Baal, que en realidad, es el enfrentamiento entre el Señor de Israel, el Dios de la salvación y de la vida, y el ídolo mudo, sin consistencia, que nada puede hacer, ni el bien ni el mal. También se muestra aquí, las dos formas completamente diferentes de dirigirse a Dios y orar.

Los profetas de Baal, de hecho, gritan agitados, bailan, saltan, entrar en un estado de excitación y llegan a herirse en el propio cuerpo, “con espadas y lanzas hasta mancharse de sangre" (1 Reyes 18.28). Usan su propia persona para llamar a su dios, confiando en sus capacidades para provocar la respuesta. Se revela, así la realidad engañosa del ídolo: pensado por el hombre como algo que puesto a su disposición, que puede ser administrado con las propias fuerzas, al que se puede acceder desde uno mismo y desde la propia fuerza vital. El culto al ídolo en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación liberalizadora que le permita salir del estrecho espacio de su propio egoísmo para acceder a las dimensiones del amor y de la mutua entrega, encierra a la persona en el círculo exclusivo y desesperado de la búsqueda de sí mismo. Y el engaño es tal que, adorando el ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el intento ilusorio de someterlo a su voluntad. Por eso los profetas de Baal llegan incluso a hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo, en un gesto dramáticamente irónico: para tener una respuesta, una señal de vida de su dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente de muerte.

Otra actitud de oración tiene, en cambio, Elías. El profeta invita a la gente a acercarse, la implica en sus acciones y en su propia súplica. El objetivo del reto dirigido por él a los profetas de Baal era el de volver a llevar a Dios el pueblo que se había perdido siguiendo a los ídolos; por eso quiere que Israel se una a él, convirtiéndose en partícipe y protagonista de su oración y de lo que está sucediendo. Luego, el profeta erige un altar, utilizando, como dice el texto, "doce piedras, una por cada una de las tribus de los hijos de Jacob, al cual el Señor había dicho:" Israel será tu nombre "(v. 31). Aquellas piedras representan a todo Israel y son la memoria tangible de la historia de la elección, de la predilección y la salvación de todo el pueblo. El gesto litúrgico de Elías tiene un efecto decisivo; el altar es el lugar sagrado que indica la presencia del Señor, pero las piedras que lo componen representan el pueblo, que ahora, a través de la mediación del profeta, es colocado simbólicamente delante de Dios, se convierte en "altar", un lugar de ofrenda y del sacrificio.

Pero es necesario que el símbolo se vuelva realidad, que Israel reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su propia identidad de pueblo del Señor. Por ello, Elías le pide a Dios que se manifieste y esas doce piedras, que le debían recordar a Israel su verdad, sirven también para recordar al Señor su fidelidad, a la cual se apela asimismo el profeta. Las palabras de su invocación son densas de significado y de fe: «Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor y que por orden tuya he ejecutado todas estas cosas ¡Respóndeme, Señor, respóndeme, y que todo este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios que conviertes sus corazones!». ( 37; cfr Gen 32, 36-37). Elías se dirige al Señor llamándolo Dios de los Padres, haciendo así memoria implícita de las promesas divinas y de la historia de elección y de alianza que unió indisolublemente al Señor con su pueblo. La implicación de Dios en la historia de los hombres es tal que ya su Nombre está enlazado inseparablemente con el de los Patriarcas y el profeta pronuncia aquel nombre santo para que Dios recuerde y se muestre fiel, pero también para que Israel se sienta llamado por su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad. La invocación divina pronunciada por Elías parece en efecto algo sorprendente. En lugar de usar la fórmula acostumbrada, “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, utiliza un apelativo menos común: «Dios de Abraham, de Isaac y de Israel». La sustitución del nombre “Jacob” con “Israel” evoca la lucha de Jacob en el vado de Yabboq, con el cambio de nombre al que el narrador se refiere explícitamente (cfr Gen 32,31) y del que hablé en una de las pasadas catequesis. Esta sustitución adquiere un significado pleno en la invocación de Elías. El profeta está rezando por el pueblo de reino del Norte, que se llamaba precisamente Israel, distinto de Judá, que indicaba el reino del Sur. Y ahora, este pueblo, que parecer haber olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el Señor, se siente llamar por su nombre, mientras viene pronunciado el Nombre de Dios, Dios del Patriarca y Dios del pueblo: «Señor, Dios […] de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel».

El pueblo por el que Elías reza es colocado nuevamente ante su propia verdad. Y el profeta pide que también la verdad del Señor se manifieste y que Él intervenga para convertir a Israel y alejarlo del engaño de la idolatría, conduciéndolo así a la salvación. Su ruego es que el pueblo finalmente sepa, conozca en plenitud quién es verdaderamente su Dios y cumpla la opción decisiva de seguirlo sólo al Él. Porque sólo así Dios es reconocido por lo que es - Absoluto y Trascendente - sin posibilidad alguna de poner a su lado a otros dioses, que lo negarían como absoluto, relativizándolo. Ésta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en el texto tan conocido del ‘Shema‘ Israel: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, sólo el Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza » (Dt 6,4-5). A lo absoluto de Dios, el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que comprometa toda su vida, su fuerza y su corazón. Y es precisamente para el corazón de su pueblo que el profeta, con su oración, está implorando conversión: «¡que todo este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios que conviertes sus corazones!» (1Re 18,37). Elías, con su intercesión, le pide a Dios lo que Dios mismo anhela hacer, manifestarse en toda la su misericordia, fiel a su propia realidad de Señor de la vida que perdona, convierte y trasforma.

Y es lo que sucede: «Cayó el fuego del Señor que devoró el holocausto y la leña, y lamió el agua de las zanjas. Temió todo el pueblo y cayeron sobre su rostro y dijeron: “El Señor es Dios, el Señor es Dios”» (vv. 38-39). El fuego, este elemento al mismo tiempo necesario y terrible, ligado a las manifestaciones divinas de la zarza ardiente y del Sinaí, ahora sirve para señalar el amor de Dios que responde a la oración y se revela a su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no había respondido a las invocaciones de sus profetas; sin embargo, el Señor responde, y de forma inequívoca, no sólo quemando el holocausto, sino llegando incluso a secar toda el agua que se había derramado alrededor del altar. Israel ya no puede dudar; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus dudas, de su falta de fe. Ahora, Baal, el ídolo vano, ha sido vencido, y el pueblo, que parecía perdido, ha vuelto a encontrar el camino de la verdad y se ha vuelto a encontrar a sí mismo.

Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dice esta historia del pasado? ¿Cuál es el presente de esta historia? Ante todo, se cuestiona la prioridad del primer mandamiento «adorar sólo a Dios ». Y donde desaparece Dios el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han mostrado en nuestro tiempo los regímenes totalitarios con su esclavitud de idolatrías y como muestran también diversas formas de nihilismo, que vuelven al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías y lo esclavizan.

En segundo lugar, el objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios que trasforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios y así, de vivir según Dios y de vivir para el prójimo. En tercer lugar, los padres nos dicen que también esta historia de un profeta es profética. Es decir, nos hablan del futuro Cristo. Es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen ‘volvamos a ver el verdadero fuego de Dios, el amor que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí’. La verdadera adoración de Dios es entregarse a sí mismo a Dios y a los hombres. La verdadera adoración es el amor; la verdadera adoración de Dios no destruye, sino que renueva y trasforma. Es cierto que el fuego de Dios, el fuego del amor quema, trasforma, purifica. Pero no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser y reaviva nuestro corazón. Y, así, realmente vivos por la gracia del fuego, del Espíritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores en espíritu y en verdad ¡Gracias!

ERT/CM







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