Vía Crucis: Benedicto XVI alienta a fijar nuestra mirada en Jesús crucificado, para
percibir la verdadera fuerza del perdón, de la misericordia y su invitación a la amistad
Sábado, 23 abr (RV).- La Cruz es el signo luminoso de la inmensidad del amor de Dios.
Benedicto XVI alentó anoche a fijar nuestra mirada en Jesús crucificado, para percibir
la verdadera fuerza del perdón y de la misericordia y su invitación a la amistad con
el Padre y el Espíritu Santo. Eran las palabras del Santo Padre al final del Vía Crucis
en el Coliseo de Roma, después de haber acompañado en la fe a Jesús en el recorrido
del último trecho de su camino terrenal, el más doloroso, el del Calvario.
«Esta
noche hemos revivido, en el profundo de nuestro corazón, el drama de Jesús, cargado
del dolor, del mal y del pecado del hombre», señaló el Papa, tras evocar el clamor
de la muchedumbre, las palabras de condena, las burlas de los soldados, el llanto
de la Virgen María y de las mujeres, quedando sumidos en el silencio de la noche del
Viernes Santo, en el silencio de la cruz, de la muerte, que lleva consigo el peso
del dolor del hombre rechazado, oprimido y aplastado; el peso del pecado que le desfigura
el rostro, el peso del mal.
Ante el Crucifijo, ante la Cruz elevada sobre
el Gólgota - «una Cruz que parece señalar la derrota definitiva de Aquel que había
traído la luz a quien estaba sumido en la oscuridad, de Aquel que había hablado de
la fuerza del perdón y de la misericordia, que había invitado a creer en el amor infinito
de Dios por cada persona humana», Benedicto XVI invitó a contemplar profundamente
al Señor Crucificado, para percibir su luz y su amor divino e infinito:
«Pero miremos bien
a este hombre crucificado entre la tierra y el cielo, contemplémosle con una mirada
más profunda, y descubriremos que la Cruz no es el signo de la victoria de la muerte,
del pecado y del mal, sino el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del
amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios
se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de
nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para llevarnos hasta él.
La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, a creer que en cada situación
de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios es capaz de vencer la muerte, el
pecado, el mal, y darnos una vida nueva, resucitada. En la muerte en cruz del Hijo
de Dios, está el germen de una nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro
de la tierra».
En la noche «cargada de silencio» y al mismo tiempo de
«esperanza», el Papa hizo resonar, con las palabras de san Agustín «la invitación
que Dios nos dirige:
«Tened fe. Vosotros
vendréis a mí y gustareis los bienes de mi mesa, así como yo no he rechazado saborear
los males de la vuestra… Os he prometido la vida… Como anticipo os he dado mi muerte,
como si os dijera: “Mirad, yo os invito a participar en mi vida… Una vida donde nadie
muere, una vida verdaderamente feliz, donde el alimento no perece, repara las fuerzas
y nunca se agota. Ved a qué os invito… A la amistad con el Padre y el Espíritu Santo,
a la cena eterna, a ser hermanos míos..., a participar en mi vida”» (cf. Sermón 231,
5). Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos en la oración: Ilumina,
Señor, nuestro corazón, para que podamos seguirte por el camino de la Cruz; haz morir
en nosotros el «hombre viejo», atado al egoísmo, al mal, al pecado, y haznos «hombres
nuevos», hombres y mujeres santos, transformados y animados por tu amor».
Como
es tradicional, el Vía Crucis presidido por el Obispo de Roma, fue retransmitido en
directo por nuestra emisora y en mundo visión. Este año, fueron dos niños - Diletta
de 10 años y Michele de 12 - hermanos, los que leyeron en italiano la descripción
de las catorce estaciones.
Por encargo del Pontífice la autora de las meditaciones
y oraciones de la ‘Vía dolorosa’ fue la Madre María Rita Piccione, directora de la
Federación de las Hermanas Agustinas. Así como sor Elena Manganelli, también religiosa
agustina, fue la que realizó las imágenes que ilustraron las estaciones tanto en televisión
como en el librito con los textos, que se repartió entre los numerosos fieles que
participaron.
Llevaron la cruz, a lo largo de la sucesivas estaciones, el
Vicario del Papa para la diócesis de Roma, cardenal Agostino Vallini, una familia
romana, una de Etiopía, dos religiosas agustinas, un franciscano y una joven, ambos
de Egipto, un enfermo en silla de ruedas acompañado por un miembro y una hermana
de la Unión italiana de voluntarios que acompañan a los enfermos en las peregrinaciones
a los santuarios, y dos frailes franciscanos de la Custodia de Tierra Santa.
TEXTO
COMPLETO Queridos hermanos y hermanas
Esta noche hemos
acompañado en la fe a Jesús en el recorrido del último trecho de su camino terrenal,
el más doloroso, el del Calvario. Hemos escuchados el clamor de la muchedumbre, las
palabras de condena, las burlas de los soldados, el llanto de la Virgen María y de
las mujeres. Ahora estamos sumidos en el silencio de esta noche, en el silencio de
la cruz, en el silencio de la muerte. Es un silencio que lleva consigo el peso del
dolor del hombre rechazado, oprimido y aplastado; el peso del pecado que le desfigura
el rostro, el peso del mal. Esta noche hemos revivido, en el profundo de nuestro corazón,
el drama de Jesús, cargado del dolor, del mal y del pecado del hombre. ¿Que queda ahora ante nuestros ojos? Queda un Crucifijo, una Cruz elevada
sobre el Gólgota, una Cruz que parece señalar la derrota definitiva de Aquel que había
traído la luz a quien estaba sumido en la oscuridad, de Aquel que había hablado de
la fuerza del perdón y de la misericordia, que había invitado a creer en el amor infinito
de Dios por cada persona humana. Despreciado y rechazado por los hombres, está ante
nosotros el «hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, despreciado y evitado
de los hombres, ante el cual se ocultaban los rostros» (Is 53, 3).
Pero
miremos bien a este hombre crucificado entre la tierra y el cielo, contemplémosle
con una mirada más profunda, y descubriremos que la Cruz no es el signo de la victoria
de la muerte, del pecado y del mal, sino el signo luminoso del amor, más aún, de la
inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar
o esperar: Dios se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón
más oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para llevarnos
hasta él. La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, a creer que en cada
situación de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios es capaz de vencer la muerte,
el pecado, el mal, y darnos una vida nueva, resucitada. En la muerte en cruz del Hijo
de Dios, está el germen de una nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro
de la tierra. En esta noche cargada de silencio, cargada de
esperanza, resuena la invitación que Dios nos dirige a través de las palabras de san
Agustín: «Tened fe. Vosotros vendréis a mí y gustareis los bienes de mi mesa, así
como yo no he rechazado saborear los males de la vuestra… Os he prometido la vida…
Como anticipo os he dado mi muerte, como si os dijera: “Mirad, yo os invito a participar
en mi vida… Una vida donde nadie muere, una vida verdaderamente feliz, donde el alimento
no perece, repara las fuerzas y nunca se agota. Ved a qué os invito… A la amistad
con el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos..., a participar
en mi vida”» (cf. Sermón 231, 5). Fijemos nuestra mirada en
Jesús crucificado y pidamos en la oración: Ilumina, Señor, nuestro corazón, para que
podamos seguirte por el camino de la Cruz; haz morir en nosotros el «hombre viejo»,
atado al egoísmo, al mal, al pecado, y haznos «hombres nuevos», hombres y mujeres
santos, transformados y animados por tu amor.