Benedicto XVI preside la Santa Misa Crismal en la Basílica Vaticana. En su homilía
el Papa recuerda que “no obstante toda la vergüenza por nuestros errores, no debemos
olvidar que también hoy existen ejemplos luminosos de fe”
Jueves, 21 abr (RV).- Esta mañana a las 9,30 el Santo Padre Benedicto XVI presidió
en la Basílica Vaticana la Santa Misa Crismal, liturgia que se celebra en todas las
Iglesias Catedrales en este día del Jueves Santo. Concelebraron con el Papa los Cardenales
y Obispos junto a unos 1.600 Presbíteros del clero secular y religioso de la Diócesis
de Roma y de los Colegios romanos, los cuales renovaron sus promesas sacerdotales.
En el curso de la Celebración Eucarística fueron bendecidos los Óleos de los
Catecúmenos y de los Enfermos así como el Crisma. El aceite para la celebración de
esta Misa del Crisma fue donado este año por la cooperativa “Arte y Alimentación SL”
de Castelseras, España, y por la Comunidad C.A.S.A. “Don Tonino Bello” de Ruvo de
Apulia, en Italia. El servicio en esta liturgia corrió a cargo de los estudiantes
del Pontificio Colegio Irlandés, mientras en la Columna de la Confesión se colocó
una estatua de madera de la Virgen con el Niño del siglo XVI, que se conserva en el
Museo de la Basílica romana de Santa Sabina.
En su homilía, el Papa dijo:
Queridos
hermanos:
En el centro de la liturgia de esta mañana está la bendición de
los santos óleos, el óleo para la unción de los catecúmenos, el de la unción de los
enfermos y el crisma para los grandes sacramentos que confieren el Espíritu Santo:
Confirmación, Ordenación sacerdotal y Ordenación episcopal. En los sacramentos, el
Señor nos toca por medio de los elementos de la creación. La unidad entre creación
y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra
fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre entero. El pan y el vino son frutos de la
tierra y del trabajo del hombre. El Señor los ha elegido como portadores de su presencia.
El aceite es símbolo del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, nos recuerda a Cristo:
la palabra "Cristo" (Mesías) significa "el Ungido". La humanidad de Jesús está insertada,
mediante la unidad del Hijo con el Padre, en la comunión con el Espíritu Santo y,
así, es "ungida" de una manera única, y penetrada por el Espíritu Santo. Lo que había
sucedido en los reyes y sacerdotes del Antiguo Testamento de modo simbólico en la
unción con aceite, con la que se les establecía en su ministerio, sucede en Jesús
en toda su realidad: su humanidad es penetrada por la fuerza del Espíritu Santo. Cuanto
más nos unimos a Cristo, más somos colmados por su Espíritu, por el Espíritu Santo.
Nos llamamos "cristianos", "ungidos", personas que pertenecen a Cristo y por eso participan
en su unción, son tocadas por su Espíritu. No quiero sólo llamarme cristiano, sino
que quiero serlo, decía san Ignacio de Antioquía. Dejemos que precisamente estos santos
óleos, que ahora son consagrados, nos recuerden esta tarea inherente a la palabra
"cristiano", y pidamos al Señor para que no sólo nos llamemos cristianos, sino que
lo seamos verdaderamente cada vez más.
En la liturgia de este día se bendicen,
como hemos dicho, tres óleos. En esta triada se expresan tres dimensiones esenciales
de la existencia cristiana, sobre las que ahora queremos reflexionar. Tenemos en primer
lugar el óleo de los catecúmenos. Este óleo muestra como un primer modo de ser tocados
por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el cual el Señor atrae a las personas
junto a Él. Mediante esta unción, que se recibe antes incluso del Bautismo, nuestra
mirada se dirige por tanto a las personas que se ponen en camino hacia Cristo - a
las personas que están buscando la fe, buscando a Dios. El óleo de los catecúmenos
nos dice: no sólo los hombres buscan a Dios. Dios mismo se ha puesto a buscarnos.
El que Él mismo se haya hecho hombre y haya bajado a los abismos de la existencia
humana, hasta la noche de la muerte, nos muestra lo mucho que Dios ama al hombre,
su criatura. Impulsado por su amor, Dios se ha encaminado hacia nosotros. "Buscándome
te sentaste cansado… que tanto esfuerzo no sea en vano", rezamos en el Dies irae.
Dios está buscándome. ¿Quiero reconocerlo? ¿Quiero que me conozca, que me encuentre?
Dios ama a los hombres. Sale al encuentro de la inquietud de nuestro corazón, de la
inquietud de nuestro preguntar y buscar, con la inquietud de su mismo corazón, que
lo induce a cumplir por nosotros el gesto extremo. No se debe apagar en nosotros la
inquietud en relación con Dios, el estar en camino hacia Él, para conocerlo mejor,
para amarlo mejor. En este sentido, deberíamos permanecer siempre catecúmenos. "Buscad
siempre su rostro", dice un salmo (105,4). Sobre esto, Agustín comenta: Dios es tan
grande que supera siempre infinitamente todo nuestro conocimiento y todo nuestro ser.
El conocer a Dios no se acaba nunca. Por toda la eternidad podemos, con una alegría
creciente, continuar a buscarlo, para conocerlo cada vez más y amarlo cada vez más.
"Nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti", dice Agustín al inicio
de sus Confesiones. Sí, el hombre está inquieto, porque todo lo que es temporal es
demasiado poco. Pero ¿es auténtica nuestra inquietud por Él? ¿No nos hemos resignado,
tal vez, a su ausencia y tratamos de ser autosuficientes? No permitamos semejante
reduccionismo de nuestro ser humanos. Permanezcamos continuamente en camino hacia
Él, en su añoranza, en la acogida siempre nueva de conocimiento y de amor.
Después
está el óleo de los enfermos. Tenemos ante nosotros la multitud de las personas que
sufren: los hambrientos y los sedientos, las víctimas de la violencia en todos los
continentes, los enfermos con todos sus dolores, sus esperanzas y desalientos, los
perseguidos y los oprimidos, las personas con el corazón desgarrado. A propósito de
los primeros discípulos enviados por Jesús, san Lucas nos dice: "Los envió a proclamar
el reino de Dios y a curar a los enfermos" (9, 2). El curar es un encargo primordial
que Jesús ha confiado a la Iglesia, según el ejemplo que Él mismo nos ha dado, al
ir por los caminos sanando a los enfermos. Cierto, la tarea principal de la Iglesia
es el anuncio del Reino de Dios. Pero precisamente este mismo anuncio debe ser un
proceso de curación: "…para curar los corazones desgarrados", nos dice hoy la primera
lectura del profeta Isaías (61,1). El anuncio del Reino de Dios, de la infinita bondad
de Dios, debe suscitar ante todo esto: curar el corazón herido de los hombres. El
hombre por su misma esencia es un ser en relación. Pero, si se trastorna la relación
fundamental, la relación con Dios, también se trastorna todo lo demás. Si se deteriora
nuestra relación con Dios, si la orientación fundamental de nuestro ser está equivocada,
tampoco podemos curarnos de verdad ni en el cuerpo ni en el alma. Por eso, la primera
y fundamental curación sucede en el encuentro con Cristo que nos reconcilia con Dios
y sana nuestro corazón desgarrado. Pero además de esta tarea central, también forma
parte de la misión esencial de la Iglesia la curación concreta de la enfermedad y
del sufrimiento. El óleo para la Unción de los enfermos es expresión sacramental visible
de esta misión. Desde los inicios maduró en la Iglesia la llamada a curar, maduró
el amor cuidadoso a quien está afligido en el cuerpo y en el alma. Ésta es también
una ocasión para agradecer al menos una vez a las hermanas y hermanos que llevan este
amor curativo a los hombres por todo el mundo, sin mirar a su condición o confesión
religiosa. Desde Isabel de Turingia, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, Camilo de
Lellis hasta la Madre Teresa -por recordar sólo algunos nombres- atraviesa el mundo
una estela luminosa de personas, que tiene origen en el amor de Jesús por los que
sufren y los enfermos. Demos gracias ahora por esto al Señor. Demos gracias por esto
a todos aquellos que, en virtud de la fe y del amor, se ponen al lado de los que sufren,
dando así, en definitiva, un testimonio de la bondad de Dios. El óleo para la Unción
de los enfermos es signo de este óleo de la bondad del corazón, que estas personas
-junto con su competencia profesional- llevan a los que sufren. Sin hablar de Cristo,
lo manifiestan.
En tercer lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos
eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Es el
óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza con las grandes tradiciones
de las unciones del Antiguo Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo
para la unción en la Confirmación y en las sagradas Órdenes. La liturgia de hoy vincula
con este óleo las palabras de promesa del profeta Isaías: "Vosotros os llamaréis 'sacerdotes
del Señor', dirán de vosotros: 'Ministros de nuestro Dios'" (61, 6). El profeta retoma
con esto la gran palabra de tarea y de promesa que Dios había dirigido a Israel en
el Sinaí: "Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex 19, 6). En
el mundo entero y para todo él, que en gran parte no conocía a Dios, Israel debía
ser como un santuario de Dios para la totalidad, debía ejercitar una función sacerdotal
para el mundo. Debía llevar el mundo hacia Dios, abrirlo a Él. San Pedro, en su gran
catequesis bautismal, ha aplicado dicho privilegio y cometido de Israel a toda la
comunidad de los bautizados, proclamando: "Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido,
un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis
las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes
erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos. Ahora
sois objeto de compasión." (1 P 2, 9-10). El Bautismo y la Confirmación constituyen
el ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo
y en la Confirmación es una unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para
la humanidad. Los cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberían hacer
visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Cuando hablamos de
nuestra tarea común, como bautizados, no hay razón para alardear. Eso es más bien
una cuestión que nos alegra y, al mismo tiempo, nos inquieta: ¿Somos verdaderamente
el santuario de Dios en el mundo y para el mundo? ¿Abrimos a los hombres el acceso
a Dios o, por el contrario, se lo escondemos? Nosotros -el Pueblo de Dios- ¿acaso
no nos hemos convertido en un pueblo de incredulidad y de lejanía de Dios? ¿No es
verdad que el Occidente, que los países centrales del cristianismo están cansados
de su fe y, aburridos de su propia historia y cultura, ya no quieren conocer la fe
en Jesucristo? Tenemos motivos para gritar en esta hora a Dios: "No permitas que nos
convirtamos en no-pueblo. Haz que te reconozcamos de nuevo. Sí, nos has ungido con
tu amor, has infundido tu Espíritu Santo sobre nosotros. Haz que la fuerza de tu Espíritu
se haga nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de tu mensaje con
alegría.
No obstante toda la vergüenza por nuestros errores, no debemos olvidar
que también hoy existen ejemplos luminosos de fe; que también hoy hay personas que,
mediante su fe y su amor, dan esperanza al mundo. Cuando sea beatificado, el próximo
uno de mayo, el Papa Juan Pablo II, pensaremos en él llenos de gratitud como un gran
testigo de Dios y de Jesucristo en nuestro tiempo, como un hombre lleno del Espíritu
Santo. Junto a él pensemos al gran número de aquellos que él ha beatificado y canonizado,
y que nos dan la certeza de que también hoy la promesa de Dios y su encomienda no
caen en saco roto.
Me dirijo finalmente a vosotros, queridos hermanos en el
ministerio sacerdotal. El Jueves Santo es nuestro día de un modo particular. En la
hora de la Última Cena el Señor ha instituido el sacerdocio de la Nueva Alianza. "Santifícalos
en la verdad" (Jn 17, 17), ha pedido al Padre para los Apóstoles y para los sacerdotes
de todos los tiempos. Con enorme gratitud por la vocación y con humildad por nuestras
insuficiencias, dirijamos en esta hora nuestro "sí" a la llamada del Señor: Sí, quiero
unirme íntimamente al Señor Jesús, renunciando a mí mismo… impulsado por el amor de
Cristo. Amén.