Domingo de Ramos: “Peregrinación a la Altura de Dios”
Domingo, 17 abr (RV).- Esta mañana la Plaza de San Pedro se vistíó de luz, de cantos
de alegría y de miles de fieles se congregaron en torno al Sucesor de Pedro para
participar desde las 9,30 de la mañana en la solemne celebración litúrgica del Domingo
de Ramos y de la Pasión de Señor con la bendición de palmas y ramos de olivo, la procesión
y la celebración de la Santa Misa de la Pasión del Señor que nos abre a la Semana
Mayor.
Una onda de vivaz alegría ha sido aportada por los numerosos jóvenes
que también se han unido a la celebración de esta mañana en el marco de la fiesta
diocesana de la Jornada Mundial de la Juventud, “Arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe" (Col 2, 7), que para la diócesis de Roma como para otras diócesis
que han participado se considera el preludio de la celebración internacional de la
Jornada Mundial de la Juventud, a las puertas el próximo verano del 16 al 21 de agosto
en Madrid, España.
Después de la proclamación de la Pasión del Señor del Evangelio
de Mateo, Benedicto XVI dijo en su homilía
Como cada año, en el Domingo
de Ramos, nos conmueve subir junto a Jesús al monte, hacia santuario, acompañarlo
a lo largo de su camino hacia lo alto. En este día, por toda la faz de la tierra y
a través de todos los siglos, jóvenes y gente de todas las edades lo aclaman gritando:
“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor
Benedicto
XVI preguntó qué es lo que realmente hacemos cuando nos unimos a la procesión de aquellos
que junto con Jesús subían a Jerusalén y lo aclamaban como rey de Israel y si es algo
más que una ceremonia, que una bella usanza, si acaso tiene algo que ver con la verdadera
realidad de nuestra vida, de nuestro mundo para explicarnos que, para encontrar la
respuesta, es necesario aclarar ante todo qué es lo que ha querido y ha hecho Jesús
mismo.
Es un camino hacia el templo en la Ciudad Santa, hacia aquel lugar
que aseguraba de modo particular a Israel la cercanía de Dios a su pueblo. Es un camino
hacia la fiesta común de la Pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de
la esperanza en la liberación definitiva. Él sabe que le espera una nueva Pascua,
y que él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose así mismo
en la cruz
El
Santo Padre explicó que Nuestra procesión de hoy quiere ser imagen de algo más profundo,
imagen del hecho que, junto con Jesús, nos encaminamos en la peregrinación: por el
camino alto hacia el Dios vivo. Se trata de esta subida. Es el camino al que Jesús
nos invita. Pero, ¿cómo podemos nosotros mantener el paso en esta subida? ¿No sobrepasa
quizás nuestras fuerzas?
Sí, está por encima de nuestras propias posibilidades.
Desde siempre los hombres están llenos – y hoy más que nunca – del deseo de “ser como
Dios”, de alcanzar ellos mismos la altura de Dios. En todas las invenciones del espíritu
humano se busca en último término obtener alas, para poderse elevar a la altura del
Ser, para llegara a ser independiente, totalmente libre, como lo es Dios. Son tantas
las cosas que ha podido realizar la humanidad: tenemos la capacidad de volar. Podemos
vernos, escucharnos y hablar de un extremo al otro del mundo. Sin embargo, la fuerza
de gravedad que nos tira hacía abajo es poderosa. Junto con nuestras capacidades,
no ha crecido solamente el bien
Explicó
que los Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto de intersección
entre dos campos de gravedad y ante todo está la fuerza de gravedad que le atrae
hacia abajo – hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el mal; la gravedad que nos
abaja y nos aleja de la altura de Dios. Por otro lado, está la fuerza de gravedad
del amor de Dios: el ser amados de Dios y la respuesta de nuestro amor que nos atrae
hacia lo alto.
El hombre se encuentra en medio de esta doble fuerza de
gravedad, y todo depende del poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres
de dejarse atraer totalmente por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos,
nos eleva, nos da la verdadera libertad
Explicó
que tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística durante la
cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la invitación: “Sursum
corda – levantemos el corazón”: Según la concepción bíblica y la visión de los Santos
Padres, el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad
y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo
y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen
en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado.
Pero
repito: nosotros solos somos demasiado débiles para elevar nuestro corazón hasta
la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo solos
nos tira hacia abajo y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo
que Cristo inició en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la existencia
humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Se ha hecho humilde, nos dice
la segunda lectura. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la humildad
de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde atrae hacia lo alto
Aludiendo
al salmo procesional número 24 que la Iglesia nos propone como “canto de subida” para
la liturgia de hoy, indica algunos elementos concretos que forman parte de nuestra
subida, y sin los cuales no podemos ser levantados en alto:
Las manos inocentes,
el corazón puro, el rechazo de la mentira, la búsqueda del rostro de Dios. Las grandes
conquistas de la técnica nos hacen libres y son elementos del progreso de la humanidad
sólo si están unidas a estas actitudes; si nuestras manos llegan a ser inocentes y
nuestro corazón puro; si estamos en busca de la verdad, en busca de Dios mismo, y
nos dejamos tocar e interpelar por su amor. Todos estos elementos de la subida son
eficaces sólo si reconocemos humildemente que debemos ser atraídos hacia lo alto;
si abandonamos la soberbia de querer hacernos Dios a nosotros mismos
En
su homilía de este Domingo de Ramos de la Santa Misa de la Pasión del Señor, Benedicto
XVI explicó que la cuestión de cómo el hombre pueda llegar a lo alto, llegar a ser
totalmente él mismo y verdaderamente semejante a Dios, ha cuestionado siempre a la
humanidad. Ha sido discutida apasionadamente por los filósofos platónicos del tercer
y cuarto siglo. San Agustín, en su búsqueda del camino recto, al final, tuvo que reconocer
que su respuesta no era suficiente, que con sus métodos no habría alcanzado realmente
a Dios. Jesucristo que, desde Dios, ha bajado hasta nosotros, y en su amor crucificado,
nos toma de la mano y nos lleva hacia lo alto.
Nosotros subimos con el
Señor en peregrinación hacia lo alto. Estamos en búsqueda del corazón puro y las manos
inocentes, estamos en búsqueda de la verdad, buscamos el rostro de Dios. Manifestemos
al Señor nuestro deseo de llegar a ser justos y le pedimos: ¡Llévanos Tú hacia lo
alto! ¡Haznos puros! Haz que nos sirva la Palabra que cantamos con el Salmo procesional;
que podamos pertenecer a la generación que busca a Dios “que busca tu rostro, Dios
de Jacob” Amén
Texto
Completo
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI DOMINGO DE
RAMOS Plaza de San Pedro, 17 de abril de 2011
Peregrinación a la
Altura de Dios
Queridos hermanos y hermanas, queridos
jóvenes:
Como cada año, en el Domingo de Ramos, nos conmueve subir
junto a Jesús al monte, hacia santuario, acompañarlo a lo largo de su camino hacia
lo alto. En este día, por toda la faz de la tierra y a través de todos los siglos,
jóvenes y gente de todas las edades lo aclaman gritando: “¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».
Pero, ¿qué hacemos realmente
cuando nos unimos a la procesión, al cortejo de aquellos que junto con Jesús subían
a Jerusalén y lo aclamaban como rey de Israel? ¿Es algo más que una ceremonia, que
una bella usanza? ¿Tiene quizás algo que ver con la verdadera realidad de nuestra
vida, de nuestro mundo? Para encontrar la respuesta, debemos clarificar ante todo
qué es lo que en realidad ha querido y ha hecho Jesús mismo. Tras la profesión de
fe, que Pedro había realizado en Cesarea de Filipo, en el extremo norte de la Tierra
Santa, Jesús se había dirigido como peregrino hacia Jerusalén para la fiesta de la
Pascua. Es un camino hacia el templo en la Ciudad Santa, hacia aquel lugar que aseguraba
de modo particular a Israel la cercanía de Dios a su pueblo. Es un camino hacia la
fiesta común de la Pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de la esperanza
en la liberación definitiva. Él sabe que le espera una nueva Pascua, y que él mismo
ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose así mismo en la cruz. Sabe
que, en los dones misteriosos del pan y del vino, se entregará para siempre a los
suyos, les abrirá la puerta hacia un nuevo camino de liberación, hacia la comunión
con el Dios vivo. Es un camino hacia la altura de la Cruz, hacia el momento del amor
que se dona. El último término de su peregrinación es la altura de Dios mismo, a la
cual Él quiere elevar al ser humano.
Nuestra procesión de hoy por tanto
quiere ser imagen de algo más profundo, imagen del hecho que, junto con Jesús, nos
encaminamos en la peregrinación: por el camino alto hacia el Dios vivo. Se trata de
esta subida. Es el camino al que Jesús nos invita. Pero, ¿cómo podemos nosotros mantener
el paso en esta subida? ¿No sobrepasa quizás nuestras fuerzas? Sí, está por encima
de nuestras propias posibilidades. Desde siempre los hombres están llenos – y hoy
más que nunca – del deseo de “ser como Dios”, de alcanzar ellos mismos la altura de
Dios. En todas las invenciones del espíritu humano se busca en último término obtener
alas, para poderse elevar a la altura del Ser, para llegara a ser independiente, totalmente
libre, como lo es Dios. Son tantas las cosas que ha podido realizar la humanidad:
tenemos la capacidad de volar. Podemos vernos, escucharnos y hablar de un extremo
al otro del mundo. Sin embargo, la fuerza de gravedad que nos tira hacía abajo es
poderosa. Junto con nuestras capacidades, no ha crecido solamente el bien. También
han aumentado las posibilidades del mal que se presentan como tempestades amenazadoras
sobre la historia. También permanecen nuestros límites: basta pensar en las catástrofes
que en estos meses han afligido y siguen afligiendo a la humanidad.
Los
Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto de intersección entre
dos campos de gravedad. Ante todo, está la fuerza de gravedad que le atrae hacia abajo
– hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el mal; la gravedad que nos abaja y nos
aleja de la altura de Dios. Por otro lado, está la fuerza de gravedad del amor de
Dios: el ser amados de Dios y la respuesta de nuestro amor que nos atrae hacia lo
alto. El hombre se encuentra en medio de esta doble fuerza de gravedad, y todo depende
del poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres de dejarse atraer totalmente
por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos, nos eleva, nos da la verdadera
libertad.
Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría
eucarística durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige
la invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción bíblica
y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del hombre en el que se
unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en
el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad,
sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este
“corazón” debe ser elevado. Pero repito: nosotros solos somos demasiado débiles para
elevar nuestro corazón hasta la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la
soberbia de querer hacerlo solos nos tira hacia abajo y nos aleja de Dios. Dios mismo
debe elevarnos, y esto es lo que Cristo inició en la cruz. Él ha descendido hasta
la extrema bajeza de la existencia humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios
vivo. Se ha hecho humilde, nos dice la segunda lectura. Solamente así nuestra soberbia
podía ser superada: la humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor
humilde atrae hacia lo alto.
El salmo procesional número 24, que la
Iglesia nos propone como “canto de subida” para la liturgia de hoy, indica algunos
elementos concretos que forman parte de nuestra subida, y sin los cuales no podemos
ser levantados en alto: las manos inocentes, el corazón puro, el rechazo de la mentira,
la búsqueda del rostro de Dios. Las grandes conquistas de la técnica nos hacen libres
y son elementos del progreso de la humanidad sólo si están unidas a estas actitudes;
si nuestras manos llegan a ser inocentes y nuestro corazón puro; si estamos en busca
de la verdad, en busca de Dios mismo, y nos dejamos tocar e interpelar por su amor.
Todos estos elementos de la subida son eficaces sólo si reconocemos humildemente que
debemos ser atraídos hacia lo alto; si abandonamos la soberbia de querer hacernos
Dios a nosotros mismos. Tenemos necesidad de Él: Él nos atrae hacia lo alto, sosteniéndonos
en sus manos – es decir, en la fe – nos da la justa orientación y la fuerza interior
que nos eleva. Tenemos necesidad de la humildad de la fe que busca el rostro de Dios
y se confía a la verdad de su amor.
La cuestión de cómo el hombre pueda
llegar a lo alto, llegar a ser totalmente él mismo y verdaderamente semejante a Dios,
ha cuestionado siempre a la humanidad. Ha sido discutida apasionadamente por los filósofos
platónicos del tercer y cuarto siglo. Su pregunta central era cómo encontrar medios
de purificación, mediante los cuales el hombre pudiese liberarse del grave peso que
lo abaja y poder ascender a la altura de su verdadero ser, a la altura de su divinidad.
San Agustín, en su búsqueda del camino recto, buscó por algún tiempo apoyo en aquellas
filosofías. Pero, al final, tuvo que reconocer que su respuesta no era suficiente,
que con sus métodos no habría alcanzado realmente a Dios. Dijo a sus representantes:
reconoced por tanto que la fuerza del hombre y de todas sus purificaciones no bastan
para llevarlo realmente a la altura de lo divino, a la altura adecuada a Él. Y dijo
que habría desesperado por sí mismo y por la existencia humana, si no hubiese encontrado
a Aquel que hace aquello que nosotros mismos no podemos hacer; Aquel que nos eleva
a la altura de Dios, a pesar de todas nuestras miserias: Jesucristo que, desde Dios,
ha bajado hasta nosotros, y en su amor crucificado, nos toma de la mano y nos lleva
hacia lo alto.
Nosotros subimos con el Señor en peregrinación hacia
lo alto. Estamos en búsqueda del corazón puro y las manos inocentes, estamos en búsqueda
de la verdad, buscamos el rostro de Dios. Manifestemos al Señor nuestro deseo de llegar
a ser justos y le pedimos: ¡Llévanos Tú hacia lo alto! ¡Haznos puros! Haz que nos
sirva la Palabra que cantamos con el Salmo procesional; que podamos pertenecer a la
generación que busca a Dios “que busca tu rostro, Dios de Jacob” (Sal 23, 6). Amén.