Frente a la avidez de dinero y el afán de poseer que provoca violencia, prevaricación
y muerte, Benedicto XVI recuerda la práctica de la limosna, la capacidad de compartir
Martes, 22 feb (RV).- Benedicto XVI empieza su Mensaje cuaresmal de este año, titulado
«Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis resucitado» (cf.
Col 2, 12), recordando que «la Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Santa
Pascua, es para la Iglesia un tiempo litúrgico muy valioso e importante», con vistas
al cual le alegra dirigir «unas palabras específicas para que lo vivamos con el debido
compromiso». Pues «la Comunidad eclesial, asidua en la oración y en la caridad operosa,
mientras mira hacia el encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica
su camino de purificación en el espíritu, para obtener con más abundancia del Misterio
de la redención la vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma)».
Tras
hacer hincapié en que «un nexo particular vincula al Bautismo con la Cuaresma como
momento favorable para experimentar la Gracia que salva», el Papa recorre el itinerario
cuaresmal y señala que el primer domingo «subraya nuestra condición de hombre en esta
tierra. La batalla victoriosa contra las tentaciones, que da inicio a la misión de
Jesús, es una invitación a tomar conciencia de la propia fragilidad para acoger la
gracia que libera del pecado e infunde nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y vida
(cf. Ordo Initiationis Christianae Adultorum, n. 25). Es una llamada decidida a recordar
que la fe cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una
lucha «contra los Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el diablo
actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor:
Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos
a vencer las seducciones del mal».
Una vez más, Benedicto XVI reitera que «en
Cristo, Dios se ha revelado como Amor (cf. 1 Jn 4, 7-10). La Cruz de Cristo, la «palabra
de la Cruz» manifiesta el poder salvífico de Dios (cf. 1 Co 1, 18), que se da para
levantar al hombre y traerle la salvación: amor en su forma más radical (cf. Enc.
Deus caritas est, 12)». Y añade que «mediante las prácticas tradicionales del ayuno,
la limosna y la oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa
a vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo».
«Dios ha creado al
hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica
y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social,
a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo
acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza», escribe el Santo
Padre, añadiendo luego que para el cristiano «el ayuno abre mayormente a Dios y a
las necesidades de los hombres, y hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo
(cf. Mc 12, 31).
Ante la tentación del tener, de la avidez de dinero, que insidia
el primado de Dios en nuestra vida, ante el afán de poseer que provoca violencia,
prevaricación y muerte, Benedicto XVI señala que la Iglesia - especialmente en el
tiempo cuaresmal - recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir.
Pues «la idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja
al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque
sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida».
Al
concluir su Mensaje, subrayando nuevamente que «mediante el encuentro personal con
nuestro Redentor y mediante el ayuno, la limosna y la oración, el camino de conversión
hacia la Pascua nos lleva a redescubrir nuestro Bautismo», el Santo Padre invita a
renovar en esta Cuaresma «la acogida de la Gracia que Dios nos dio en ese momento,
para que ilumine y guíe todas nuestras acciones. Y recordando que «lo que el Sacramento
significa y realiza estamos llamados a vivirlo cada día siguiendo a Cristo de modo
cada vez más generoso y auténtico», Benedicto XVI exhorta a encomendar «nuestro itinerario
a la Virgen María, que engendró al Verbo de Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos
como ella en la muerte y resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida eterna».
MENSAJE
COMPLETO
«Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con
él también habéis resucitado» (cf. Col 2, 12)
Queridos hermanos y hermanas: La
Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Santa Pascua, es para la Iglesia un
tiempo litúrgico muy valioso e importante, con vistas al cual me alegra
dirigiros unas palabras específicas para que lo vivamos con el debido compromiso.
La Comunidad eclesial, asidua en la oración y en la caridad operosa, mientras
mira hacia el encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica
su camino de purificación en el espíritu, para obtener con más abundancia
del Misterio de la redención la vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma).
1.
Esta misma vida ya se nos transmitió el día del Bautismo, cuando «al participar de
la muerte y resurrección de Cristo» comenzó para nosotros «la aventura gozosa
y entusiasmante del discípulo» (Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor,
10 de enero de 2010). San Pablo, en sus Cartas, insiste repetidamente en
la comunión singular con el Hijo de Dios que se realiza en este lavacro.
El hecho de que en la mayoría de los casos el Bautismo se reciba en la infancia pone
de relieve que se trata de un don de Dios: nadie merece la vida eterna con sus fuerzas.
La misericordia de Dios, que borra el pecado y permite vivir en la propia
existencia «los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2, 5) se comunica
al hombre gratuitamente.
El Apóstol de los gentiles, en la Carta a los
Filipenses, expresa el sentido de la transformación que tiene lugar al participar
en la muerte y resurrección de Cristo, indicando su meta: que yo pueda «conocerle
a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta
hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de
entre los muertos» (Flp 3, 10-11). El Bautismo, por tanto, no es un rito del pasado
sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado,
le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida
por la Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo.
Un
nexo particular vincula al Bautismo con la Cuaresma como momento favorable para experimentar
la Gracia que salva. Los Padres del Concilio Vaticano II exhortaron a todos los Pastores
de la Iglesia a utilizar «con mayor abundancia los elementos bautismales propios de la
liturgia cuaresmal» (Sacrosanctum Concilium, 109). En efecto, desde siempre, la Iglesia asocia
la Vigilia Pascual a la celebración del Bautismo: en este Sacramento se realiza el
gran misterio por el cual el hombre muere al pecado, participa de la vida
nueva en Jesucristo Resucitado y recibe el mismo espíritu de Dios que resucitó
a Jesús de entre los muertos (cf. Rm 8, 11). Este don gratuito debe ser
reavivado en cada uno de nosotros y la Cuaresma nos ofrece un recorrido
análogo al catecumenado, que para los cristianos de la Iglesia antigua, así como para
los catecúmenos de hoy, es una escuela insustituible de fe y de vida cristiana: viven realmente
el Bautismo como un acto decisivo para toda su existencia.
2. Para emprender
seriamente el camino hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la Resurrección
del Señor —la fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico—, ¿qué puede
haber de más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios? Por esto la Iglesia,
en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro
especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del
camino de la iniciación cristiana: para los catecúmenos, en la perspectiva
de recibir el Sacramento del renacimiento, y para quien está bautizado,
con vistas a nuevos y decisivos pasos en el seguimiento de Cristo y en la entrega
más plena a él.
El primer domingo del itinerario cuaresmal
subraya nuestra condición de hombre en esta tierra. La batalla victoriosa
contra las tentaciones, que da inicio a la misión de Jesús, es una invitación
a tomar conciencia de la propia fragilidad para acoger la Gracia que libera del pecado e
infunde nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y vida (cf. Ordo Initiationis Christianae Adultorum,
n. 25). Es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana implica, siguiendo
el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha «contra los Dominadores
de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y no se
cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo
sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos
a vencer las seducciones del mal.
El Evangelio de la Transfiguración
del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa
la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana
toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a
un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo,
el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco;
escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria
para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día,
una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde
discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor.
La
petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del
tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón
el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del Espíritu Santo,
que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y
en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y
de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del
alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres
palabras de san Agustín.
El domingo del ciego de nacimiento presenta
a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros:
«¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma
con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la
curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada
interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer
en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida
y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».
Cuando, en el quinto
domingo, se proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos frente al
misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees
esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el momento de volver
a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de Nazaret:
«Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a
venir al mundo» (v. 27). La comunión con Cristo en esta vida nos prepara
a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección
de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al
sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección
y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la
historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a
la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba
encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.
El recorrido
cuaresmal encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en la
Gran Vigilia de la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que
Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando
renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro
firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.
3.
Nuestro sumergirnos en la muerte y resurrección de Cristo mediante el sacramento del Bautismo,
nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de un
vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar disponibles
y abiertos a Dios y al prójimo. En Cristo, Dios se ha revelado como Amor
(cf. 1 Jn 4, 7-10). La Cruz de Cristo, la «palabra de la Cruz» manifiesta
el poder salvífico de Dios (cf. 1 Co 1, 18), que se da para levantar al
hombre y traerle la salvación: amor en su forma más radical (cf. Enc. Deus caritas
est, 12). Mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, expresiones
del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a vivir de modo cada vez más radical
el amor de Cristo. El ayuno, que puede tener distintas motivaciones, adquiere para
el cristiano un significado profundamente religioso: haciendo más pobre
nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del
don y del amor; soportando la privación de alguna cosa —y no sólo de lo
superfluo— aprendemos a apartar la mirada de nuestro «yo», para descubrir
a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos.
Para el cristiano el ayuno no tiene nada de intimista, sino que abre mayormente a Dios
y a las necesidades de los hombres, y hace que el amor a Dios sea también amor al
prójimo (cf. Mc 12, 31).
En nuestro camino también nos encontramos
ante la tentación del tener, de la avidez de dinero, que insidia el primado
de Dios en nuestra vida. El afán de poseer provoca violencia, prevaricación
y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica
de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en
cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz,
lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas
materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender
la bondad paterna de Dios si el corazón está lleno de uno mismo y de los
propios proyectos, con los cuales nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro?
La tentación es pensar, como el rico de la parábola: «Alma, tienes muchos bienes en reserva
para muchos años... Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma”»
(Lc 12, 19-20). La práctica de la limosna nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia
los demás, para redescubrir a nuestro Padre bueno y recibir su misericordia.
En
todo el período cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular abundancia la Palabra
de Dios. Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos
una forma preciosa e insustituible de oración, porque la escucha atenta
de Dios, que sigue hablando a nuestro corazón, alimenta el camino de fe
que iniciamos en el día del Bautismo. La oración nos permite también adquirir
una nueva concepción del tiempo: de hecho, sin la perspectiva de la eternidad y
de la trascendencia, simplemente marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene
futuro. En la oración encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer
que «sus palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima
comunión con él que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre
a la esperanza que no falla, a la vida eterna.
En síntesis, el itinerario
cuaresmal, en el cual se nos invita a contemplar el Misterio de la cruz,
es «hacerme semejante a él en su muerte» (Flp 3, 10), para llevar a cabo una conversión profunda
de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo, como san Pablo
en el camino de Damasco; orientar con decisión nuestra existencia según la voluntad
de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el instinto de dominio
sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo. El período cuaresmal
es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad, acoger, con una
sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia
y caminar con decisión hacia Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, mediante
el encuentro personal con nuestro Redentor y mediante el ayuno, la limosna
y la oración, el camino de conversión hacia la Pascua nos lleva a redescubrir
nuestro Bautismo. Renovemos en esta Cuaresma la acogida de la Gracia que Dios nos
dio en ese momento, para que ilumine y guíe todas nuestras acciones. Lo que el Sacramento significa
y realiza estamos llamados a vivirlo cada día siguiendo a Cristo de modo cada vez
más generoso y auténtico. Encomendamos nuestro itinerario a la Virgen María,
que engendró al Verbo de Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos como
ella en la muerte y resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida eterna.
Vaticano,
4 de noviembre de 2010 BENEDICTUS PP XVI