Cuba: conferencia laicidad del Estado y libertad religiosa
Viernes, 18 jun (RV).- El secretario para las Relaciones con los Estados de la Santa
Sede, Mons. Dominique Mamberti, se encuentra en Cuba donde llegó el pasado martes.
Una visita que tiene como objetivo conmemorar los 75 años de relaciones entre el Estado
Vaticano y la República de Cuba, y participar en la X Semana Social Católica. Precisamente
inaugurando este encuentro, que tiene entre sus finalidades corroborar la vocación
y la misión del laicado, en el Aula Magna del Colegio Universitario San Jerónimo,
el prelado disertó con una conferencia magistral reflexionando sobre el tema de la
laicidad del Estado y la libertad religiosa.
“Para los cristianos -dijo Mons.
Mamberti, recordando a Benedicto XVI- ha sido siempre claro que la religión y la fe
no están en la esfera política. La política, el Estado no es una religión sino una
realidad profana con una misión específica. Las dos realidades deben estar abiertas
una a la otra”. Aunque señaló los Estados “tienen que actuar como garantía de la libertad
religiosa”. En efecto, señaló el arzobispo, “cuando se pretende subordinar la libertad
religiosa a cualquier otro principio, la laicidad tiende a transformarse en laicismo,
la neutralidad en agnosticismo y la separación en hostilidad”.
“En tal caso
-señaló el arzobispo-, paradójicamente el Estado pasa a ser un Estado confesional
y no más auténticamente laico, porque haría de la laicidad su valor supremo, la ideología
determinante; justamente una especie de religión, hasta con sus ritos y liturgias
civiles. Para un Estado el decirse laico no puede significar querer marginar o rechazar
la dimensión religiosa o la presencia social de las confesiones religiosas. Al contrario,
debería ser tarea del Estado reconocer el rol central de la libertad religiosa y promoverlo
positivamente”.
Fue precisamente en Cuba -explicó el secretario para las Relaciones
con los Estados de la Santa Sede- donde Juan Pablo II confirmó que “el Estado, lejos
de todo fanatismo o secularismo extremo, debe promover un clima social sereno y una
legislación adecuada, que permita a toda persona y a toda confesión religiosa vivir
libremente su propia fe, expresarla en los ámbitos de la vida pública y poder contar
con los medios y espacios suficientes para ofrecer a la vida de la Nación sus propias
riquezas espirituales, morales y cívicas”. Al respecto, ha de reafirmarse la concepción
plena del derecho a la libertad religiosa. Ya que, respetarlo no significa simplemente
no ejercer coacción o permitir la adhesión personal e interior a la fe.
Retomando
la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, Su Santidad Benedicto
XVI ha recordado que “el hombre se presenta frente al Estado también con su dimensión
religiosa, que ‘consiste ante todo en actos internos voluntarios y libres, por los
cuales el hombre se ordena directamente a Dios’. Esto implica que el Estado principalmente
no procure impedir este movimiento de la persona hacia su Creador. Se trata, entonces,
de coordinar rectamente laicidad y libertad religiosa, tomando la primera como un
medio importante pero no exhaustivo para respetar la segunda; la cual, a su vez, va
asumida con todas sus dimensiones, sin reduccionismos que terminan traduciéndose en
su negación.
¿Qué cosa la laicidad requiere de los cristianos?, se preguntó
más adelante el arzobispo Mambertí. “Ante todo, el respeto del principio de laicidad
exige a los católicos reconocer la justa autonomía de las realidades temporales, entre
las cuales se encuentra la comunidad política. Se trata de una doctrina expuesta en
la Constitución pastoral “Gaudium et Spes” del Concilio Vaticano II y recordada por
Benedicto XVI, por la cual “las realidades temporales se rigen según sus normas propias,
pero sin excluir las referencias éticas que tienen su fundamento último en la religión.
La autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias
superiores y complejas que derivan de una visión integral del hombre y de su destino
eterno”.
“La misión de los laicos -acabó diciendo el prelado de la Santa Sede,
es de compromiso, de testimonio, de diálogo, de animación dentro de la sociedad y
de sus articulaciones, y en contacto con todos los demás ciudadanos. Lo recordaba
Juan Pablo II a los jóvenes cubanos durante su memorable visita en esta Isla: “No
hay verdadero compromiso con la Patria sin el cumplimiento de los propios deberes
y obligaciones. No puede haber compromiso con la fe sin una presencia activa y audaz
en todos los ambientes de la sociedad en los que Cristo y la Iglesia se encarnan”.
Se trata de una misión, la que le aguarda a los fieles laicos, que requiere fundarse
sobre una profunda vida espiritual y sobre una sólida formación doctrinal, especialmente
en lo que se refiere a la Doctrina social de la Iglesia, y no menos sobre la adquisición
de las capacidades que el rol, la posición y la profesión exigen.
TEXTO
COMPLETO
LA LAICIDAD DEL ESTADO:
ALGUNAS
CONSIDERACIONES
1. INTRODUCCIÓN
La
cortés invitación para abrir los trabajos de esta X Semana Social me ofrece la agradable
ocasión de encontrarme con ustedes: Autoridades de la República de Cuba, Embajadores
acreditados en La Habana, Autoridades de la Iglesia Católica en Cuba y fieles laicos
que participan en estas sesiones. A cada uno les llegue mi más cordial saludo.
Pienso
de manera especial en ustedes, queridos fieles aquí presentes, que representan los
diversos y más capacitados sectores de la Iglesia en la Isla. Un encuentro como éste
tiene entre sus finalidades principales corroborar la vocación y la misión del laicado.
En efecto, las Semanas Sociales que se desarrollan también en otros Países, “constituyen
un lugar cualificado de expresión y crecimiento de los fieles laicos, capaz de promover,
a alto nivel, su contribución específica a la renovación del orden temporal”.
Pero
sobre todo, deseo hacerles llegar la cercanía paterna del Papa y la afectuosa bendición
que Su Santidad Benedicto XVI me ha confiado para ustedes. Come él mismo escribió
hace ya dos años a los Obispos de Cuba: “ustedes saben bien que pueden contar con
la cercanía del Papa, y con la fraterna oración y colaboración de las otras Iglesias
Particulares diseminadas por todo el mundo”.
Estoy seguro que mi presencia
en estos días podrá contribuir a reforzar los vínculos de comunión entre los Obispos
y los fieles de las Diócesis cubanas con el Sucesor del Apóstol San Pedro, principio
y fundamento visible de la unidad de la Iglesia Católica.
Agradezco
al Episcopado cubano y a los organizadores de esta Semana Social por haberme dado
también la posibilidad de compartir algunas reflexiones sobre el tema de la laicidad
del Estado. Se trata de un argumento sumamente amplio y de gran actualidad con el
cual se encuentran relacionados temas muy importantes. Además, requiere tomar en consideración
el plurisecular recorrido de la comunidad humana y de la Iglesia Católica. Tampoco
se puede dejar de lado que a través de las distintas épocas de la historia y también
en diversos Países y áreas culturales la cuestión de la laicidad del Estado ha sido
tratada, también hoy, con contenidos y modalidades diferentes. Esto resulta suficiente
para comprender que sería ilusorio pensar agotar el argumento en el breve espacio
de una prolusión. Me limitaré, por tanto, a algunas consideraciones que me parecen
significativas en el contexto de una Semana Social con la esperanza de que puedan
servirles de estímulo para la reflexión que llevarán a cabo y, luego, para la acción.
2.
LAICIDAD Y CRISTIANISMO
Se ha de observar que, aunque el término “laicidad”
tanto en el pasado como en el presente se refiere ante todo a la realidad del Estado
y asume no pocas veces un matiz o acepción en contraposición a la Iglesia y al cristianismo,
no existiría si no fuera por el mismo cristianismo.
Y esto vale tanto
para la realidad en sí misma como para el término en cuestión.
En efecto,
sin el Evangelio de Cristo no habría entrado en la historia de la humanidad la distinción
fundamental entre lo que el hombre debe a Dios y aquello que debe al César; es decir,
a la sociedad civil (cfr. Lc. 20, 25). Si pensamos en el contexto histórico en el
cual tuvo lugar la Encarnación del Hijo de Dios, sea en lo que se refiere al imperio
romano como a la misma comunidad de Israel, no se puede dejar de evidenciar cuanto
era lejana de la mentalidad común de la época el nuevo planteamiento que Jesucristo
hace del rol de la autoridad del Estado en relación a la conciencia del hombre, especialmente
en lo que se refiere a su relación con el Trascendente. Por ello, se puede afirmar
-como lo ha señalado el Papa Benedicto XVI-, que “la laicidad, de por sí, no está
en contradicción con la fe. Es más, diría que es un fruto de la fe, porque el cristianismo
fue, desde sus comienzos, una religión universal y, por tanto, no identificable con
un Estado; presente en todos los Estados y distinta de cada uno de ellos. Para los
cristianos ha sido siempre claro que la religión y la fe no están en la esfera política
sino en otra esfera de la realidad humana… La política, el Estado no es una religión
sino una realidad profana con una misión específica. Las dos realidades deben estar
abiertas una a la otra”.
Aún el mismo término “laicidad”, derivado de
la palabra “laico”, tiene su primer origen en el ámbito eclesial. En efecto, “nació
como una indicación de la condición del simple fiel cristiano, no perteneciente al
clero ni al estado religioso”. También hoy en la Iglesia nosotros reconocemos esta
bipartición fundamental creada por el Sacramento del Orden entre los bautizados, por
el cual los que lo han recibido son clérigos y los demás laicos; de estos dos estados
provienen quienes profesan los tres consejos evangélicos en los Institutos de Vida
Consagrada.
El laico es, entonces, aquel “que no es clérigo”; aunque,
obviamente, esto no agota el contenido de la vocación específica de esta categoría
de bautizados. Ésta es la primera acepción, que resulta totalmente intraeclesial,
del término “laicidad”.
También la segunda etapa de la evolución de
su significado permanece en el ámbito interno de la Iglesia. En este nuevo significado
el término no designa más una categoría de fieles sino que describe el tipo de relación
que se instaura entre las Autoridades de la Iglesia y aquellas civiles: en efecto,
“durante la Edad Media revistió el significado de oposición entre los poderes civiles
y las jerarquías eclesiásticas”. Observemos, sin embargo, que en esta época hubo sí
una confrontación y contraste entre estas dos Autoridades, pero siempre al interno
de una realidad social que se reconocía totalmente cristiana. “El ‘Regnum’ (el Sacro
imperio), inserido en la ‘Ecclesia’ [Iglesia], marcado por la sacralidad, ejercitaba
un papel no sólo de protección; la Iglesia, a su vez, estaba llamada a tareas también
temporales y fuertemente inserida en las estructuras mismas del ‘Regnum’”. Los soberanos,
que reivindicaban una no sujeción al Papa, no por esto se consideraban fuera de la
Iglesia; cuanto más, deseaban ejercer un rol de control y de organización de la misma
Iglesia, pero no había ninguna voluntad de separarse de ella o su exclusión de la
sociedad.
Es a partir del Iluminismo y luego de manera dramática durante
la Revolución francesa que el término “laicidad” llega a designar su contrario: una
completa alteridad; es más, una oposición neta entre el ámbito de la vida civil y
aquel religioso y eclesial. Como hacía ver Benedicto XVI, “en los tiempos modernos
ha tenido el significado de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida
pública mediante su confinamiento al ámbito privado y de la conciencia individual”.
Y observaba: “Así, ha sucedido que al término ‘laicidad’ se le ha atribuido una acepción
ideológica opuesta a la que tenía en su origen”.
Este breve esbozo sobre
la evolución del término “laicidad” nos permite observar que cada uno de los significados
asumidos en las etapas fundamentales de tal desarrollo no ha sido superado y anulado
por la etapa sucesiva: en efecto, “laicidad” todavía designa:
tanto
la condición eclesial de los bautizados que no son clérigos ni religiosos,
como
la distinción entre la Autoridad eclesial y aquella civil,
como el comportamiento
que lleva a excluir la dimensión religiosa del conjunto de la vida social.
Además,
podemos observar que estas tres diversas acepciones del término “laicidad” se encuentran
estrechamente emparentadas e interdependientes, y ello aparecerá aún más claramente
al final de nuestra exposición.
Pero sobre todo comprendemos que, aunque
la laicidad es invocada hoy y utilizada no raras veces para obstaculizar la vida y
la actividad de la Iglesia, en su realidad profunda y positiva ella no se hubiera
ni siquiera dado sin el cristianismo. Es lo que ha sucedido también con otros valores
que hoy son considerados típicos de la modernidad y frecuentemente invocados para
criticar a la Iglesia o, en general, a la religión, como el respeto de la dignidad
de la persona, el derecho a la libertad, la igualdad, etc.: que son en gran parte
fruto de la profunda influencia del Evangelio en diversas culturas, aún cuando más
tarde fueron separados y hasta contrapuestos a sus orígenes cristianos.
3.
LAICIDAD Y LIBERTAD RELIGIOSA
A esta primera consideración de carácter
más bien histórico quisiera agregar una segunda, que nos coloca más en el presente.
Me refiero al hecho de que en muchas legislaciones estatales se afirma que la laicidad
es uno de sus principios fundamentales; obviamente, sobre todo en lo que se refiere
a la relación del Estado con la dimensión religiosa del hombre.
Podemos
preguntarnos si es totalmente aceptable un enfoque que coloca en primer lugar la laicidad
y, a partir de él, plantea la actitud que el Estado debe asumir frente al credo religioso
de sus ciudadanos. Al respecto, no se puede olvidar que de hecho, en nombre de esta
concepción, algunas veces son tomadas decisiones o emanadas normas que objetivamente
afectan el ejercicio personal y comunitario del derecho fundamental a la libertad
religiosa.
Si partimos de un concepto adecuado del derecho a la libertad
religiosa, que se funda en la inviolable dignidad de la persona, tenemos que decir
que “la neutralidad, la laicidad o la separación no pueden ser los principios que
definen en modo fundamental la posición del Estado frente a la religión”. Principios
como el de la laicidad, “tienen una valencia práctica puramente negativa, de no interferencia…
del Estado en las opciones religiosas de los ciudadanos; la libertad religiosa, en
cambio, aunque se exprese como incompetencia del Estado en estas opciones, le exige
-además- una actividad positiva a fin de defender, tutelar y promover con justicia
los contenidos concretos, no de la religión sino de sus manifestaciones con relevancia
social”.
La laicidad, la neutralidad o la separación son, entonces,
por sí mismos insuficientes para definir de modo completo la actitud que el Estado
debe tener en relación con el credo de sus ciudadanos. Más bien, los Estados “tienen
que actuar como garantía de la libertad religiosa y si no se refieren a ella dejan
de tener sentido o se transforman en manifestación de estatismo”. Podemos
notar que la falta de una subordinación lógica y ontológica de la laicidad respecto
al pleno respeto de la libertad religiosa constituye para esta última una posible
y también real amenaza. En efecto, “cuando se pretende subordinar la libertad religiosa
a cualquier otro principio, la laicidad tiende a transformarse en laicismo, la neutralidad
en agnosticismo y la separación en hostilidad”. En tal caso, paradójicamente el Estado
pasa a ser un Estado confesional y no más auténticamente laico, porque haría de la
laicidad su valor supremo, la ideología determinante; justamente una especie de religión,
hasta con sus ritos y liturgias civiles.
Para un Estado el decirse laico
no puede significar querer marginar o rechazar la dimensión religiosa o la presencia
social de las confesiones religiosas. Al contrario, debería ser tarea del Estado reconocer
el rol central de la libertad religiosa y promoverlo positivamente. Fue precisamente
en Cuba donde Juan Pablo II confirmó que “el Estado, lejos de todo fanatismo o secularismo
extremo, debe promover un clima social sereno y una legislación adecuada, que permita
a toda persona y a toda confesión religiosa vivir libremente su propia fe, expresarla
en los ámbitos de la vida pública y poder contar con los medios y espacios suficientes
para ofrecer a la vida de la Nación sus propias riquezas espirituales, morales y cívicas”.
Al
respecto, ha de reafirmarse la concepción plena del derecho a la libertad religiosa.
Ya que, respetarlo no significa simplemente no ejercer coacción o permitir la adhesión
personal e interior a la fe. Retomando la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre
la libertad religiosa, Su Santidad Benedicto XVI ha recordado que el “cuidado de la
comunidad civil en relación al bien de los ciudadanos no puede limitarse a algunas
dimensiones de la persona, como la salud física, el bienestar económico, la formación
intelectual o las relaciones sociales. El hombre se presenta frente al Estado también
con su dimensión religiosa, que ‘consiste ante todo en actos internos voluntarios
y libres, por los cuales el hombre se ordena directamente a Dios’ (Dignitatis humanae,
3). Esto implica que el Estado principalmente no procure impedir este movimiento de
la persona hacia su Creador: “Esos actos ‘no pueden ser mandados ni prohibidos’ por
la autoridad humana; la cual, por el contrario, tiene el deber de respetar y promover
esta dimensión: como enseñó con autoridad el Concilio Vaticano II a propósito del
derecho a la libertad religiosa, nadie puede ser obligado ‘a actuar contra su conciencia’
y no se le puede ‘impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa’”.
Si bien el respeto del acto personal de fe es fundamental, no agota la actitud del
Estado en relación a la dimensión religiosa, porque ésta -como la persona humana-
tiene necesidad de exteriorizarse en el mundo y de ser vivida no sólo personalmente,
sino también comunitariamente. “Ahora bien, sería reductivo -continúa el Santo Padre-
considerar suficientemente garantizado el derecho a la libertad religiosa cuando no
se hace violencia, no se interviene sobre las convicciones personales o se limita
a respetar la manifestación de la fe en el ámbito del lugar de culto. En efecto, no
se debe olvidar que ‘la misma naturaleza social del hombre exige que éste exprese
externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia
religiosa y que profese de modo comunitario su religión’ (Ibid.). Así pues, la libertad
religiosa no sólo es un derecho del individuo, sino también de la familia, de los
grupos religiosos y de la Iglesia misma (cfr. Dignitatis humanae, 4-5. 13), y el ejercicio
de este derecho influye en los múltiples ámbitos y situaciones donde el creyente se
encuentra y actúa”.
Se trata, entonces, de coordinar rectamente laicidad
y libertad religiosa, tomando la primera como un medio importante pero no exhaustivo
para respetar la segunda; la cual, a su vez, va asumida con todas sus dimensiones,
sin reduccionismos que terminan traduciéndose en su negación.
Permítanme
abrir brevemente un paréntesis. Un discurso análogo al de la laicidad en relación
con el derecho a la libertad religiosa se podría hacer sobre la relación existente
entre el principio de la igualdad y el de la libertad. No se puede en nombre de una
igualdad teórica, que no percibe las diversas realidades, equiparar todas las situaciones
jurídicas sin tener cuenta de sus diferencias de hecho. En efecto, “tratar… en modo
igual relaciones jurídicas distintas es tan injusto cuanto el tratar de modo desigual
relaciones jurídicas idénticas”. También sobre este particular concierne el derecho
a la libertad religiosa; justicia no es dar a todos lo mismo, sino lo que a cada uno
le corresponde. Es contrario al principio de igualdad tanto discriminar o privilegiar
cuanto uniformar e impedir aquel pluralismo que de hecho existe entre las confesiones
religiosas en sus manifestaciones vitales en la sociedad.
4.
¿QUÉ COSA LA LAICIDAD REQUIERE DE LOS CRISTIANOS?
Normalmente cuando
se trata el tema de la laicidad, la atención se concentra en aquello que comporta
para el Estado, sus Autoridades, sus estructuras y normas. Sin embargo, no se debe
olvidar que aquella que ya Pío XII definió como “legítima y sana laicidad” sirve a
tutelar y a promover la libertad religiosa pero también interpela a los creyentes.
Tratándose ésta de una Semana Social, pienso que es oportuno detenerme un poco más
ampliamente sobre este aspecto.
a) Legítima autonomía del Estado
Ante
todo, el respeto del principio de laicidad exige a los católicos reconocer la justa
autonomía de las realidades temporales, entre las cuales se encuentra la comunidad
política. Se trata de una doctrina expuesta en la Constitución pastoral “Gaudium et
Spes” del Concilio Vaticano II y recordada por Benedicto XVI, por la cual “las realidades
temporales se rigen según sus normas propias, pero sin excluir las referencias éticas
que tienen su fundamento último en la religión. La autonomía de la esfera temporal
no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que derivan
de una visión integral del hombre y de su destino eterno”. Una de las “normas propias”
de esta realidad temporal que es el Estado es justamente la laicidad; que, sin embargo,
se debe siempre comprender y practicar a la luz de una visión integral de la persona
humana, de la cual descienden precisamente claras exigencias éticas.
De
esto deriva que para los creyentes “la promoción según conciencia del bien común de
la sociedad política” -como lo afirma un documento de la Congregación para la Doctrina
de la Fe sobre el compromiso y el comportamiento de los católicos en la vida política-
“nada tiene que ver con el ‘confesionalismo’ o con la intolerancia religiosa”. Estas
dos últimas maneras de pensar y de actuar no sólo son incompatibles con la justa laicidad,
sino que pueden llegar a ser una amenaza para la libertad religiosa. Juan Pablo II,
al respecto, ha advertido que: “identificar la ley religiosa con aquella civil puede
efectivamente sofocar la libertad religiosa y, hasta limitar o negar otros derechos
humanos inalienables”.
Podemos, entonces, decir de modo negativo que
la laicidad requiere del creyente que evite cualquier tipo de confusión entre la esfera
religiosa y aquella política.
b) Orden justo y purificación de la razón
Pero,
como hemos dicho, el respeto de la autonomía de la realidad temporal “Estado”, en
la visión cristiana, no significa una autonomía ética, por la cual estaría desconectado
e independiente de cualquier norma moral. La historia da testimonio, lamentablemente
con abundantes ejemplos, de las consecuencias nefastas de formas de gobierno y de
estado que se han considerado superiores a las leyes y a los valores morales; es decir,
que no han buscado la justicia, que es el respeto de los derechos y de cada uno. “Una
atención inadecuada a la dimensión moral conduce a la deshumanización de la vida asociada
y de las instituciones sociales y políticas, consolidando las ‘estructuras de pecado’”.
Pero
¿dónde encuentra el Estado las instancias éticas a las cuales puede hacer referencia?
Reprendiendo la visión católica de las relaciones entre fe y razón, Su Santidad Benedicto
XVI en la encíclica “Deus caritas est” afirma que la razón humana por sí misma puede
reconocer las instancias morales de referencia. Pero aclara que si para realizar esta
tarea la razón cuenta solamente con sus fuerzas le resultará sumamente difícil lograrlo:
“la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de
la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca
se puede descartar totalmente”. Consecuentemente, por un lado, en el terreno del uso
recto de la razón los cristianos pueden encontrar amplias convergencias también con
quienes pertenecen a otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad a
fin de comprometerse en favor de la dignidad de la persona humana. Por otro lado,
la presencia de los cristianos en las cuestiones temporales mantiene alto el impulso
de la sociedad en su búsqueda del auténtico bien común. Se coloca aquí, por ejemplo,
la obra de formación que realiza la Iglesia sobre todo de los jóvenes.
Concretamente,
esta purificación de la razón humana, que es el servicio que la Iglesia y sus miembros
ofrecen a la sociedad, se da a través de la propuesta de su Doctrina social. En efecto,
“la Doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural; es
decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano” y “quiere
servir a la formación de las conciencias en la política así como contribuir a que
crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo,
la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste
con situaciones de intereses personales”.
Por lo tanto, las recurrentes
acusaciones de injerencia que se esgrimen hoy son todo un pretexto cuando los Pastores
de la Iglesia recuerdan a los fieles y a todos los hombres de buena voluntad aquellos
“valores y principios antropológicos y éticos radicados en la naturaleza del ser humano,
reconocibles a través del recto uso de la razón”. Como recuerda el Santo Padre:“La
Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar
la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco
puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella
a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin
las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni
prosperar”.
c) La misión de los laicos
En el Cuerpo Místico
de Cristo que es la Iglesia los diversos miembros tienen vocaciones y misiones distintas
en la Iglesia y en la sociedad, y esto vale también en relación con la realización
de cuanto la laicidad del Estado exige de los cristianos. De este modo, al Magisterio
le compete un rol distinto de aquel que le corresponde a los laicos: mientras a los
Pastores de la Iglesia les toca iluminar las conciencias con la enseñanza, “el deber
inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad” -como afirma Benedicto
XVI en su encíclica sobre la caridad- “es …. propio de los fieles laicos”, que lo
realizan “cooperando con los demás ciudadanos”.
Esto es una consecuencia
de la especificidad de la vocación laical, que el Concilio Vaticano II ha individuado
en el “carácter secular”: “A los laicos pertenece por propia vocación buscar el Reino
de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo,
es decir, en todas y en cada una de las actividades y profesiones, así como en las
condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está
como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose
por el espíritu evangélico; de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde
dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás,
brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad. A ellos,
muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los
que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según
el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del
Redentor”.
La misión de los laicos, entonces, es de compromiso, de
testimonio, de diálogo, de animación dentro de la sociedad y de sus articulaciones,
y en contacto con todos los demás ciudadanos. Lo recordaba Juan Pablo II a los jóvenes
cubanos durante su memorable visita en esta Isla: “No hay verdadero compromiso con
la Patria sin el cumplimiento de los propios deberes y obligaciones en la familia,
en la universidad, en la fábrica o en el campo, en el mundo de la cultura y el deporte,
en los diversos ambientes donde la Nación se hace realidad y la sociedad civil entreteje
la progresiva creatividad de la persona humana. No puede haber compromiso con la fe
sin una presencia activa y audaz en todos los ambientes de la sociedad en los que
Cristo y la Iglesia se encarnan”.
Se trata de una misión, la que le
aguarda a los fieles laicos, que requiere fundarse sobre una profunda vida espiritual
y sobre una sólida formación doctrinal, especialmente en lo que se refiere a la Doctrina
social de la Iglesia, y no menos sobre la adquisición de las capacidades que el rol,
la posición y la profesión exigen.
5. CONCLUSIÓN
Con
estas consideraciones sobre la vocación laical hemos regresado a la primera y originaria
acepción, del todo intraeclesial, del término “laico/laicidad”, a la que he hecho
referencia anteriormente. Me parece que ahora puede resultar más claro cómo este significado
de “laicidad” se encuentre por sí mismo conectado con los otros dos que ha asumido
a lo largo de la bimilenaria historia de la Iglesia en su relación con la sociedad:
laicidad del Estado, que, lejos de ser marginación de la dimensión religiosa y de
la comunidad de los creyentes de la vida social en todas sus componentes (laicidad
en el sentido de laicismo) pasa a ser respeto y colaboración entre la sociedad civil
y aquella eclesial para el verdadero bien del hombre y de la familia humana (sana
laicidad o laicidad positiva).
Hemos así trazado a grandes rasgos las
líneas generales de la visión cristiana del tema de la laicidad del Estado. Como antes
les decía, en la vida de toda comunidad estatal estas líneas deben encontrar su correspondiente
actuación en la historia, la cultura, la organización del País y, sobre todo, deben
tener una concretización práctica concreta y cotidiana.
No me queda,
entonces, que confiarles estas fragmentarias consideraciones mías a la reflexión de
esta Semana Social que entra en el vivo de sus trabajos y a la cual le deseo que llegue
a ofrecer impulsos positivos sobre cuestiones tan importantes -como las que se tratarán-
para el compromiso de la Iglesia en Cuba.