El Papa elogia el testimonio de los cristianos en Oriente Medio, “manifestación elocuente
del Evangelio de la paz” y del inquebrantable compromiso de la Iglesia en favor del
diálogo y la reconciliación
Sábado, 5 jun (RV).- Benedicto XVI ha celebrado esta tarde la Santa Misa con los sacerdotes,
religiosos, diáconos, catequistas y movimientos eclesiales de Chipre en la iglesia
de la Santa Cruz de Nicosia. Y precisamente en la cruz se ha centrado toda la homilía
del Papa, en una profunda y hermosa reflexión en la que ha explicado a quienes se
preguntan por qué los cristianos celebramos un instrumento de tortura, un signo de
sufrimiento, fracaso y derrota, que también representa el triunfo definitivo del amor
de Dios sobre todos los males del mundo.
Partiendo de la antigua tradición
que cuenta que el madero de la cruz se tomó de un árbol plantado por Set, el hijo
de Adán, en el lugar donde éste último fue enterrado, Benedicto XVI ha recorrido,
en una serie de secuencias totalmente relacionadas, distintos episodios bíblicos,
para volver a llegar de nuevo al madero de la cruz, como instrumento de redención,
“igual que el árbol del que había sido extraído dio origen a la caída de nuestros
progenitores”.
“El sufrimiento y la muerte, consecuencias del pecado, se transformaron
precisamente en el medio por el que el pecado fue derrotado. El Cordero inocente fue
sacrificado en el altar de la cruz y, sin embargo, de la inmolación de la víctima
brotó vida nueva: el poder del Maligno fue destruido por el poder del amor que se
autosacrifica. La cruz, por tanto, es algo más grande y misterioso de lo que puede
parecer a primera vista. Indudablemente, es un instrumento de tortura, de sufrimiento
y derrota, pero al mismo tiempo muestra la completa transformación, la victoria definitiva
sobre estos males, y esto la convierte en el símbolo más elocuente de la esperanza
que el mundo haya visto jamás. Habla a todos los que sufren -los oprimidos, los enfermos,
los pobres, los marginados, las víctimas de la violencia- y les ofrece la esperanza
de que Dios puede convertir su dolor en alegría, su aislamiento en comunión, su muerte
en vida. Ofrece esperanza ilimitada a nuestro mundo caído”.
El Pontífice ha
subrayado la necesidad que el mundo tiene de la cruz, que “no es simplemente un símbolo
privado de devoción, ni un distintivo de pertenencia a un grupo dentro de la sociedad”
sino que “habla de la victoria de la no violencia sobre la opresión, habla de Dios
que ensalza a los humildes, da fuerza a los débiles, logra superar las divisiones
y vencer el odio con el amor”. “Un mundo sin cruz –ha dicho el Papa- sería un mundo
sin esperanza, un mundo en el que la tortura y la brutalidad no tendrían límite, donde
el débil sería subyugado y la codicia tendría la última palabra. La inhumanidad del
hombre hacia el hombre se manifestaría de modo todavía más horrible, y el círculo
vicioso de la violencia no tendría fin. Sólo la cruz puede poner fin a todo ello”,
porque ningún poder terreno puede salvarnos de las consecuencias de nuestro pecado,
y ninguna potencia terrena puede derrotar la injusticia en su origen”.
Dirigiéndose
a sacerdotes, religiosos y catequistas, Benedicto XVI les ha dicho que “cuando proclamamos
a Cristo crucificado, no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Él. No ofrecemos
nuestra propia sabiduría al mundo, no proclamamos ninguno de nuestros méritos, sino
que actuamos como instrumentos de su sabiduría, de su amor y de méritos redentores”.
“Sabemos que somos simplemente vasijas de barro –ha proseguido el Santo Padre-
y, sin embargo, hemos sido sorprendentemente elegidos para ser mensajeros de la verdad
redentora que el mundo necesita escuchar”. En este contexto el Papa ha exhortado a
un esfuerzo continuo para nunca poner en entredicho la credibilidad de nuestro testimonio
con nuestros errores y caídas.
En este Año Sacerdotal el pensamiento y la oración
de Benedicto XVI se dirigen de forma especial a muchos sacerdotes y religiosos de
Oriente Medio que están sintiendo en estos momentos una llamada especial a configurar
su vida con el misterio de la cruz del Señor.
“Donde los cristianos son minoría,
donde sufren dificultades por tensiones religiosas y étnicas, muchas familias toman
la decisión de huir, y también los pastores tienen la tentación de hacer lo mismo.
En situaciones de este tipo, sin embargo, un sacerdote, una comunidad religiosa, una
parroquia que se mantiene firme y continúa dando testimonio de Cristo es un signo
extraordinario de esperanza, no sólo para los cristianos sino también para todos los
que viven en la región. Su sola presencia es una manifestación elocuente del Evangelio
de la paz, de la voluntad del Buen Pastor de cuidar de todas las ovejas, del inquebrantable
compromiso de la Iglesia en favor del diálogo, la reconciliación y la aceptación amorosa
del prójimo”.
Crónica
HOMILÍA
COMPLETA
Queridos hermanos y hermanas en Cristo
El
Hijo del Hombre tiene que ser elevado, para que todo el que cree en él tenga vida
eterna (cf. Jn 3,14-15). En esta Misa votiva adoramos y alabamos a Nuestro Señor Jesucristo,
que con su santa cruz ha redimido al mundo. Con su muerte y resurrección ha abierto
las puertas del cielo y nos ha preparado un sitio, para que nosotros, sus discípulos,
podamos participar de su gloria.
Con el gozo de la victoria redentora
de Cristo, os saludo a todos, reunidos en la Iglesia de la Santa Cruz, y os agradezco
vuestra presencia. Aprecio mucho la cordialidad con la que me habéis acogido. Doy
las gracias, de modo particular, a Su Beatitud el Patriarca Latino de Jerusalén, por
sus palabras de bienvenida al comienzo de la Misa, y por la presencia del Padre Custodio
de Tierra Santa. He venido a Chipre, primer puerto de destino de los viajes misioneros
de san Pablo por el Mediterráneo, siguiendo las huellas de aquel gran Apóstol, para
confirmaros en vuestra fe cristiana y para predicar el Evangelio que da vida y esperanza
al mundo.
El centro de la celebración de hoy es la cruz de Cristo. Muchos
podrían tener la tentación de preguntar por qué nosotros, los cristianos, celebramos
un instrumento de tortura, un signo de sufrimiento, de fracaso y derrota. Es verdad
que la cruz expresa todos estos significados. Y, sin embargo, a causa del que ha sido
elevado en la cruz por nuestra salvación, representa también el triunfo definitivo
del amor de Dios sobre todos los males del mundo.
Una antigua tradición
cuenta que el madero de la cruz se tomó de un árbol plantado por Set, el hijo de Adán,
en el lugar donde Adán fue enterrado. En aquel mismo lugar, conocido como el Gólgota,
el lugar de la calavera, Set plantó una semilla del árbol del conocimiento del bien
y del mal, el árbol que estaba en medio del jardín de Edén. Gracias a la providencia
divina, la obra del Maligno habría sido aniquilada usando contra él sus mismas armas.
Engañado
por la serpiente, Adán se apartó de la confianza filial en Dios y pecó comiendo del
fruto del único árbol del jardín que le había sido prohibido. Como consecuencia de
aquel pecado entró en el mundo el sufrimiento y la muerte. Los efectos trágicos del
pecado, es decir, el sufrimiento y la muerte, se hicieron del todo patentes en la
historia de los descendientes de Adán. Lo hemos escuchado en la primera lectura de
hoy, que evoca la caída y prefigura la redención de Cristo.
Como castigo
por sus pecados, el pueblo de Israel, extenuado en el desierto, fue mordido por serpientes,
y sólo pudo salvarse de la muerte volviendo su mirada hacia el símbolo que Moisés
había elevado, prefigurando la cruz que pondría fin al pecado y a la muerte de una
vez por todas. Vemos claramente que el hombre no puede salvarse por sí mismo de las
consecuencias de su pecado. No puede salvarse por sí mismo de la muerte. Sólo Dios
puede librarlo de su esclavitud moral y física. Y tanto amó Dios al mundo, que envió
a su Hijo unigénito, no para condenar al mundo, como requería la justicia, sino para
que el mundo se salve por Él. El Hijo unigénito de Dios ha tenido que ser elevado,
como Moisés elevó la serpiente en el desierto, para que cuantos lo miren con fe tengan
la vida.
El madero de la cruz se transforma en el instrumento de nuestra
redención, igual que el árbol del que había sido extraído dio origen a la caída de
nuestros progenitores. El sufrimiento y la muerte, consecuencias del pecado, se transformaron
precisamente en el medio por el que el pecado fue derrotado. El Cordero inocente fue
sacrificado en el altar de la cruz y, sin embargo, de la inmolación de la víctima
brotó vida nueva: el poder del Maligno fue destruido por el poder del amor que se
autosacrifica.
La cruz, por tanto, es algo más grande y misterioso
de lo que puede parecer a primera vista. Indudablemente, es un instrumento de tortura,
de sufrimiento y derrota, pero al mismo tiempo muestra la completa transformación,
la victoria definitiva sobre estos males, y esto la convierte en el símbolo más elocuente
de la esperanza que el mundo haya visto jamás. Habla a todos los que sufren -los oprimidos,
los enfermos, los pobres, los marginados, las víctimas de la violencia- y les ofrece
la esperanza de que Dios puede convertir su dolor en alegría, su aislamiento en comunión,
su muerte en vida. Ofrece esperanza ilimitada a nuestro mundo caído.
Por
eso, el mundo necesita la cruz. No es simplemente un símbolo privado de devoción,
no es un distintivo de pertenencia a un grupo dentro de la sociedad, y su significado
más profundo no tiene nada que ver con la imposición forzada de un credo o de una
filosofía. Habla de esperanza, habla de amor, habla de la victoria de la no violencia
sobre la opresión, habla de Dios que ensalza a los humildes, da fuerza a los débiles,
logra superar las divisiones y vencer el odio con el amor. Un mundo sin cruz sería
un mundo sin esperanza, un mundo en el que la tortura y la brutalidad no tendrían
límite, donde el débil sería subyugado y la codicia tendría la última palabra. La
inhumanidad del hombre hacia el hombre se manifestaría de modo todavía más horrible,
y el círculo vicioso de la violencia no tendría fin. Sólo la cruz puede poner fin
a todo ello. Mientras que ningún poder terreno puede salvarnos de las consecuencias
de nuestro pecado, y ninguna potencia terrena puede derrotar la injusticia en su origen,
la intervención redentora de Dios Amor puede transformar radicalmente la realidad
del pecado y la muerte. Esto es lo que celebramos cuando nos gloriamos en la cruz
del Redentor. San Andrés de Creta describe con razón la cruz como “el más excelente
de todos los bienes… por el cual y para el cual culmina nuestra salvación y se nos
restituye a nuestro estado de justicia original” (Sermón 10: PG 97, 1018-1019).
Queridos
hermanos sacerdotes, queridos religiosos, queridos catequistas, se nos ha confiado
el mensaje de la cruz para que podamos ofrecer esperanza al mundo. Cuando proclamamos
a Cristo crucificado, no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Él. No ofrecemos
nuestra propia sabiduría al mundo, no proclamamos ninguno de nuestros méritos, sino
que actuamos como instrumentos de su sabiduría, de su amor y de méritos redentores.
Sabemos que somos simplemente vasijas de barro y, sin embargo, hemos sido sorprendentemente
elegidos para ser mensajeros de la verdad redentora que el mundo necesita escuchar.
Jamás nos cansemos de admirarnos ante la gracia extraordinaria que se nos ha dado,
nunca dejemos de reconocer nuestra indignidad, pero, al mismo tiempo, esforcémonos
siempre para ser menos indignos de nuestra noble llamada, de manera que no pongamos
en entredicho la credibilidad de nuestro testimonio con nuestros errores y caídas.
En
este Año Sacerdotal, permitidme que me dirija de modo especial a los presbíteros aquí
presentes, y a quienes se preparan para la ordenación. Meditad las palabras que el
Obispo dirige al ordenando cuando le hace entrega del cáliz y la patena: “Considera
lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la
cruz del Señor”. A la vez que proclamamos la cruz de Cristo, esforcémonos siempre
por imitar el amor gratuito de quien se ofreció a sí mismo por nosotros en el altar
de la cruz, de quien es al mismo tiempo sacerdote y víctima, de aquel en cuyo nombre
hablamos y actuamos cuando ejercemos el ministerio que hemos recibido. Mientras pensamos
en nuestras faltas, tanto individual como comunitariamente, reconozcamos humildemente
que hemos merecido el castigo que Él, Cordero inocente, ha sufrido por nosotros. Y
si, en consonancia con cuanto nos merecemos, participamos en el sufrimiento de Cristo,
alegrémonos porque tendremos una felicidad mucho más grande cuando se revele su gloria.
En
mi pensamiento y oración, me acuerdo particularmente de muchos sacerdotes y religiosos
de Medio Oriente que están sintiendo en estos momentos una llamada especial a configurar
su vida con el misterio de la cruz del Señor. Donde los cristianos son minoría, donde
sufren dificultades por tensiones religiosas y étnicas, muchas familias toman la decisión
de huir, y también los pastores tienen la tentación de hacer lo mismo. En situaciones
de este tipo, sin embargo, un sacerdote, una comunidad religiosa, una parroquia que
se mantiene firme y continúa dando testimonio de Cristo es un signo extraordinario
de esperanza, no sólo para los cristianos sino también para todos los que viven en
la región. Su sola presencia es una manifestación elocuente del Evangelio de la paz,
de la voluntad del Buen Pastor de cuidar de todas las ovejas, del inquebrantable compromiso
de la Iglesia en favor del diálogo, la reconciliación y la aceptación amorosa del
prójimo. Abrazando la cruz que se les presenta, los sacerdotes y religiosos de Oriente
Medio pueden irradiar realmente la esperanza que está en el centro del misterio que
celebramos en la liturgia de hoy.
Que nos consuelen las palabras de
la segunda lectura de hoy, que expresan magníficamente el triunfo reservado a Cristo
después de su muerte en cruz, triunfo que estamos invitados a compartir: «Por eso
Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “Nombre-sobre-todo- nombre”; de modo
que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo»
(Flp 2,9-10).
Sí, amados hermanos y hermanas en Cristo, alejémonos
de aquella gloria que no sea la de Nuestro Señor Jesucristo (cf. Ga 6,14). Él es nuestra
vida, nuestra salvación y nuestra resurrección. Él nos ha salvado y liberado.