“La unidad de la iglesia aspira a cruzar todas las fronteras humanas”, el Papa en
la Solemnidad de Pentecostés
Domingo, 23 may (RV).- En esta solemnidad de Pentecostés, Benedicto XVI ha comenzado
su homilía exhortando a invocar el don del Espíritu Santo, que Jesús pide continuamente
al Padre para todos nosotros, intercediendo en favor del Pueblo de Dios y de la humanidad:
Queridos
hermanos y hermanas: en la celebración solemne de Pentecostés se nos invita a profesar
nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo y a invocar su efusión
sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero ¡Hagamos nuestra, pues, y
con especial intensidad, la invocación de la misma Iglesia: Ven, Espíritu Santo! Invocación
tan simple e inmediata y, al mismo tiempo, extraordinariamente profunda, brotada ante
todo del corazón de Cristo. El Espíritu, en efecto, es el don que Jesús pidió y sigue
pidiendo al Padre para sus amigos. El primer y principal don que nos ha obtenido con
su Resurrección y Ascensión al Cielo
«Si me amáis,
guardaréis mis mandamientos. Y yo pediré al Padre, y os dará otro Paráclito para
que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-16). Evocando, con el Evangelio de
san Juan, estas palabras de Jesús a sus discípulos - que desvelan su corazón orante,
filial y fraterno - el Papa ha señalado que Cristo vive su sacerdocio de intercesión,
que culmina y se cumple en la cruz, sellando su entrega por amor del Padre y de la
humanidad.
Con la narración de Pentecostés, de los Hechos de los Apóstoles,
que presenta ‘el nuevo curso’ de la obra de Dios, que comenzó con la resurrección
de Cristo y que abraza al hombre, la historia y el cosmos, Benedicto XVI ha reiterado
que del Hijo de Dios - muerto y resucitado y que regresó al Padre – sopla ahora sobre
la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo:
Y
¿qué produce esta nueva y potente auto-comunicación de Dios? Allí donde hay laceraciones
y divisiones, crea unidad y comprensión. Se inserta un proceso de reunificación entre
las partes de la familia humana, divididas y dispersas. Las personas, a menudo reducidas
a individuos en competición o en conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de
Cristo se abren a la experiencia de la comunión, que puede implicarlas hasta hacer
de ellas un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia
Iglesia universal
en la unidad, por efecto de la obra de Dios, como vemos lo largo de la historia, ha
reiterado el Papa, añadiendo que la Iglesia universal precede a las particulares y
éstas deben conformarse con ella, según un criterio de unidad, catolicidad y universalidad.
Unidad entre Occidente y Oriente:
La Iglesia no queda nunca prisionera de
confines políticos, raciales y culturales. No se puede confundir con los estados y
tampoco con las federaciones de estados, porque su unidad es de un género distinto
y aspira a cruzar todas las fronteras humanas
Cuando una persona
o comunidad se encierra en su propio modo de pensar y actuar, quiere decir que se
ha alejado del Espíritu Santo, ha explicado Benedicto XVI, haciendo hincapié que la
Iglesia es una y católica. Unidad que no quiere decir igualitarismo, sino – gracias
al Espíritu Santo - comprender el mensaje cristiano cada uno en su propio idioma.
Mensaje salvador que es para toda la humanidad:
Esta apertura de horizontes
confirma ulteriormente la novedad de Cristo en la dimensión del espacio humano, de
la historia de las gentes: el Espíritu Santo abrazó a hombres y pueblos y, a través
de ellos, supera muros y barreras
El Papa ha recordado
también que en Pentecostés, el Espíritu Santo se manifiesta como fuego, llama divina
que los Apóstoles y los fieles de las diversas comunidades han llevado hasta los extremos
confines de la Tierra y han abierto un camino luminoso para la familia humana:
Y
han colaborado con Dios, que con su fuego quiere renovar la faz de la tierra ¡Qué
distinto es este fuego del de las guerras y de las bombas! ¡Qué distinto es el incendio
de Cristo, propagado por la Iglesia, con respecto a los encendidos por los dictadores
de toda época, también del siglo pasado, que dejan tierra arrasada. El fuego de Dios,
el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que se enciende sin quemar. Una llama
que arde, pero no destruye. Aún más, hace emerger la parte mejor y verdadera del hombre.
Como en una fusión, hace emerger su forma interior, su vocación al verdad y al amor
El
fuego divino, purifica de las escorias y no quema. Por lo que el Santo Padre ha alentado
a perseverar en la fe. Y, señalando que muchas personas admiran la figura de Jesucristo,
pero temen las exigencias de la fe, ha exhortado a dejarnos transformar por el Dios
del amor, de la vida y de la paz:
Queridos hermanos y hermanas, tenemos
siempre necesidad de escuchar que el Señor Jesús nos dice lo que solía repetir a sus
amigos: ‘¡No tengáis miedo!’. Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia
y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a las debilidades humanas.
Debemos saber reconocer que perder algo, aún más, perdernos a nosotros mismos por
el verdadero Dios – el Dios del amor y de la vida – es en realidad una ganancia. Es
encontrarnos plenamente. El que confía en Jesús, experimenta - ya en esta vida –
la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar y que tampoco puede quitar,
una vez que Dios nos las ha donado ¡Por lo que, vale la pena dejarse tocar por el
fuego del Espíritu Santo!
Texto completo: Homilía
Benedicto XVI – Solemnidad de Pentecostés 23-05-2010
Queridos hermanos
y hermanas: En la celebración solemne de Pentecostés estamos invitados a profesar
nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo, y a invocar su efusión
sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Hacemos nuestra entonces
con particular intensidad, la invocación de la Iglesia misma: Ven Espíritu Santo Una
invocación tan simple e inmediata, pero a la vez extraordinariamente profunda, que
brota primero de todo, del corazón de Cristo. El Espíritu, de hecho, es el don que
Jesús ha pedido y continuamente pide al Padre para sus amigos; es el primer y principal
don que nos ha obtenido con su Resurrección y Ascensión al Cielo.
De esta oración
de Cristo nos habla el fragmento del evangelio de hoy, que tiene como contexto la
Última Cena. El Señor Jesús dice a sus discípulos: "Si Uds. me aman cumplirán mis
mandamientos. Y yo rogaré al Padre y él les dará otro Paráclito para que esté siempre
con Uds." (Jn. 14,15-16) Aquí se revela el corazón orante de Jesús, su corazón filial
y fraterno. Esta oración alcanza su culmen y su cumplimiento sobre la cruz, donde
la invocación de Cristo es una sola cosa con el don total que él hace de sí mismo,
y así su oración se transforma en él, por así decir, en el sello mismo de su donarse
en plenitud por amor del Padre y de la humanidad: invocación y donación del Espíritu
Santo se encuentran, se compenetran, llegan a ser una única realidad. "Yo rogaré al
Padre y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con Uds." En realidad al
oración de Jesús - aquella de la última Cena y aquella sobre la cruz -es una oración
que continúa también en el Cielo, donde Cristo esta sentado a la derecha del Padre.
Jesús, de hecho, vive siempre su sacerdocio de intercesión a favor del pueblo de
Dios y de la humanidad y reza por nosotros pidiendo al Padre el don del Espíritu Santo.
El
relato de Pentecostés en el libro de Los Hechos de los Apóstoles -lo hemos escuchado
en la primera lectura (cfr. Hechos 2, 1-11)- presenta el 'nuevo curso' de la obra
de Dios iniciado con la resurrección de Cristo, obra que involucra al hombre, la historia
y el cosmos. El Hijo de Dios muerto y resucitado y vuelto al Padre sopla ahora sobre
la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo. Y ¿qué cosa
produce esta nueva y potente auto-comunicación de Dios? Allí donde hay laceraciones
y donde son extraños entre sí, ésta crea unidad y comprensión. Se acciona un proceso
de reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas; las
personas, muchas veces reducidas a individuos en competición o en conflicto entre
ellos, alcanzadas del Espíritu de Cristo, se abren a la experiencia de la comunión,
que puede involucrarlos a un punto tal de hacer de ellos un nuevo organismo; un nuevo
sujeto: la Iglesia. Este es el efecto de la obra de Dios: La unidad. Por esto la unidad
es el signo de reconocimiento, la 'tarjeta de presentación' de la iglesia en el curso
de su historia universal. Desde el inicio, desde el día de Pentecostés ella habla
todas las lenguas. La Iglesia universal precede a las iglesias particulares, y estas
deben siempre conformarse a aquella, según un criterio de unidad y de universalidad.
La Iglesia no permanece jamás prisionera de los confines políticos, raciales y culturales;
no se puede confundir con los Estados ni tampoco con las Federaciones de Estados,
porque su unidad es de género diverso y aspira a atravesar todas las fronteras humanas.
De
esto, queridos hermanos, deriva un criterio práctico de discernimiento para la vida
cristiana: cuando una persona, o una comunidad, se cierra en el propio modo de pensar
y de obrar, es signo de que se ha alejado del Espíritu Santo. El camino de los cristianos
y de las Iglesias particulares debe siempre confrontarse con aquel de la Iglesia una
y católica, y armonizarse con él. Esto no significa que la unidad creada del Espíritu
Santo sea una especie de igualitarismo. Al contrario, esto es mas bien el modelo de
Babel, o sea la imposición de una cultura de la unidad que podríamos definir 'técnica'.
La Biblia de hecho, nos dice (Cfr. Gen 11, 1-9) que en Babel algunos querían imponer
a todos una sola lengua. En Pentecostés, en cambio, los Apóstoles hablan lenguas distintas
pero de modo que cada uno comprende el mensaje en su propio idioma. La unidad del
Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión. La Iglesia es en su naturaleza
una y múltiple, destinada como es a vivir en todas las naciones, todos los pueblos,
y en los mas diversos contextos sociales. Ella responde a su vocación de ser signo
e instrumento de unidad de todo el género humano. (Cfr. Lumen Gentium, 1) sólo si
permanece autónoma de cada Estado y de cada cultura particular. Siempre y en cada
lugar la Iglesia debe ser verdaderamente católica y universal, la casa de todos que
cada uno siente suya.
El relato de los Hechos de los apóstoles nos ofrece también
otro principio muy concreto. La universalidad de la Iglesia viene expresada en la
lista de pueblos, según la antigua tradición "Somos Partos, Medos, Elamitas..." etc.
Se puede observar aquí que San Lucas va más allá del número 12, que ya expresa siempre
una universalidad. El mira más allá, los horizontes del Asia y del África nord-occidentales,
y alcanza otros tres elementos: los 'Romanos', esto es el mundo occidental; los "judíos
y prosélitos", comprendiendo en modo nuevo la unidad entre Israel y el mundo; y, en
fin, "Cretenses y Árabes" que representan Occidente y Oriente, islas y tierra firme.
Esta apertura de horizontes confirma ulteriormente la novedad de Cristo en la dimensión
del espacio humano, de la historia de las gentes: el Espíritu Santo involucra hombres
y pueblos y, a través de ellos, supera muros y barreras.
En Pentecostés el
Espíritu Santo se manifiesta como fuego. Su llama descendió sobre los discípulos reunidos,
se encendió en ellos y les donó el nuevo ardor de Dios. Se realiza así lo que había
predicho el Señor Jesús: "He venido a traer fuego a la tierra y !cómo quisiera que
ya estuviera ardiendo!" (Lucas 12,49) Los Apóstoles junto a los fieles de las diversas
comunidades, han llevado esta llama divina hasta los extremos confines de la Tierra;
abrieron así un camino para la humanidad, un camino luminoso, y han colaborado con
Dios que con su fuego quiere renovar la faz de la tierra. !Qué distinto es este fuego,
de aquel de las guerras y de las bombas! Que distinto es el incendio de Cristo, propagado
por la Iglesia, respecto de aquellos encendidos por los dictadores de cada época,
también en el siglo pasado, que dejan detrás de si tierra quemada. El fuego de Dios,
el fuego del Espíritu Santo, es aquel de la zarza que arde sin consumirse (Cfr. Éxodo
3,2) Es una llama que arde, pero no destruye; que, por el contario, ardiendo hace
emerger la parte mejor y más verdadera del hombre, como en una fusión hace sobresalir
su forma interior, su vocación a la verdad y al amor.
Un padre de la Iglesia,
Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, reporta un dicho atribuido a Jesús,
no contenido en las sagradas escrituras pero quizá autentico, que recita así: "Quien
está junto a mi está junto al fuego" (Homilía sobre Jeremías L.I (III). En Cristo,
de hecho, habita la plenitud de Dios, que en la Biblia es parangonado al Fuego. Hemos
observado hace poco que la llama del espíritu arde pero no quema. Y todavía ella opera
una transformación, y por esto debe consumir alguna cosa en el hombre: las escorias
que lo corrompen y los obstáculos en su relación con Dios y con el prójimo. Pero este
efecto del fuego divino nos asusta. Tenemos miedo de ser 'quemados'. Preferiríamos
permanecer así como somos. Esto depende del hecho de que muchas veces nuestra vida
es planeada según la lógica del tener, del poseer y no del donarse. Muchas personas
creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide perder alguna
cosa de si mismos, entonces, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la
fe. Está el temor de tener que renunciar a alguna cosa bella, a la que estamos apegados;
el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias,
de una parte de nosotros mismos. Por una parte queremos estar con Jesús, seguirlo
de cerca, y por otra parte tenemos miedo de las exigencias que eso comporta.
Queridos
hermanos y hermanas, tenemos siempre necesidad de sentirnos decir del Señor Jesús
aquello que seguido repetía a sus amigos: " No tengan miedo". Como Simon Pedro y los
otros, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre
sujeto a la debilidad humana. Debemos saber reconocer que perder alguna cosa, es más,
a nosotros mismos por el verdadero Dios, el Dios del amor y de la vida, es en realidad
ganar, reencontrarse más plenamente. Quien se confía a Jesús experimenta ya en esta
vida la paz y la gloria del corazón, que el mundo no puede dar, y no puede tampoco
quitar, una vez que Dios nos las ha donado. ¡Vale por tanto la pena dejarse tocar
del Espíritu Santo! El dolor que nos provoca es necesario a nuestra transformación.
Es la realidad de la cruz. No por nada en el lenguaje de Jesús el 'fuego' es sobre
todo una representación del misterio de la cruz, sin la cual no existe el cristianismo.
Por eso iluminados y confortados de esta palabra de vida, elevamos nuestra invocación:
¡Ven Espíritu Santo! Enciende en nosotros el fuego de tu amor. Sabemos que esta es
una oración audaz, con la cual pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos
sobre todo que esta llama - y solo ella- tiene el poder de salvarnos. No queremos,
por defender nuestra vida, perder aquella eterna que Dios nos quiere dar. Tenemos
necesidad del fuego del Espíritu Santo, porque solo el amor redime. Amén. Traducción
del italiano: Guillermo Ortiz SJ - RV