Santa Misa en Oporto: Benedicto XVI recuerda a los cristianos que son, en la Iglesia
y con la Iglesia, misioneros de Cristo enviados al mundo, y que debemos vencer la
tentación de limitarnos a lo que aún tenemos o creemos tener
Viernes, 14 may (RV).- La cuarta y última jornada de Benedicto XVI en tierras portuguesas
ha transcurrido en Oporto, donde llegó a las 9 y media de la mañana en helicóptero
procedente de Fátima. El Papa fue recibido por Mons. Manuel Macario do Nascimiento
Clemente, obispo de la diócesis de Oporto, junto al alcalde de esta ciudad y el Jefe
del Estado Mayor del Ejército portugués. Desde el helipuerto del cuartel de Serra
do Pilar, el Santo Padre se dirigió en papamóvil al palacio municipal de la capital,
en cuya plaza de la “Avenida de los Aliados” celebró la última Misa.
La homilía
de Benedicto XVI se puede leer como un mensaje no sólo a esta Iglesia particular sino
como un mensaje del Sucesor de Pedro a los católicos, a toda la Iglesia universal.
El Papa ha retomado el encuentro de los discípulos reunidos en el Cenáculo después
de la Ascensión de Jesús para elegir al sustituto de Judas. Fue elegido Matías, quien
había sido testigo de la vida pública de Jesús y de su triunfo sobre la muerte, permaneciéndole
fiel hasta el final, a pesar del abandono de muchos.
“La ‘desproporción’
entre las fuerzas en campo que hoy nos asusta, hace ya dos mil años sorprendía a quienes
veían y escuchaban a Cristo. Estaba sólo Él, desde la orilla del Lago de Galilea hasta
las plazas de Jerusalén, solo o casi solo en los momentos decisivos: Él en unión con
el Padre, Él en la fuerza del Espíritu. Y sin embargo, al final, sucedió que del mismo
amor que ha creado el mundo, se produjo la novedad del Reino como pequeña semilla
que germina de la tierra, como chispa de luz que irrumpe en las tinieblas, como alba
de un día sin ocaso: Es Cristo resucitado. Y se apareció a sus amigos, mostrándoles
la necesidad de la cruz para llegar a la resurrección”.
Tras destacar las
palabras de Pedro: “Conviene, pues, que uno sea constituido testigo con nosotros de
su resurrección”, Benedicto XVI ha explicado que él, en su papel de actual Sucesor
de Pedro, repite a cada uno de ellos lo mismo: “Hermanos y hermanas
míos, es necesario que seáis conmigo testigos de la resurrección de Jesús. En efecto,
si vosotros no seréis sus testigos en vuestro ambiente, ¿quién lo será en vuestro
lugar? El cristiano es, en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado
al mundo. Ésta es la misión improrrogable de cada comunidad eclesial: recibir de Dios
y ofrecer al mundo a Cristo resucitado, a fin de que toda situación de debilitamiento
y de muerte sea transformada, mediante el Espíritu Santo, en ocasión de crecimiento
y de vida".
El Papa ha afirmado asimismo: “nada imponemos, pero siempre
proponemos -tal como recomienda Pedro en una de sus cartas. Dad culto al Señor en
vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida la razón
de vuestra esperanza”. Y todos, al final, nos la piden, incluso los que parecen no
pedirla. “Por experiencia personal -ha proseguido Benedicto XVI- sabemos bien que
es Jesús aquel a quien todos esperan.
“En efecto -ha dicho el Papa- las más
profundas expectativas del mundo y las grandes certezas del Evangelio se cruzan en
la irrecusable misión que nos compete, porque sin Dios el hombre no sabe adónde ir
y ni siquiera logra comprender quién es. Frente a los enormes problemas del desarrollo
de los pueblos que casi nos impulsan al desaliento y a la rendición, nos viene en
ayuda la palabra del Señor Jesucristo, que nos hace conscientes de que: “Separados
de Él no podemos hacer nada”.
Después de recordar que esta certeza nos consuela
y tranquiliza, el Papa ha dicho también que “no nos exime de salir al encuentro de
los demás”. Por eso ha afirmado que “debemos vencer la tentación de limitarnos a lo
que aún tenemos, o creemos tener”, porque sería un “morir a plazos, en cuanto la presencia
de Iglesia en el mundo, la cual, por otra parte, sólo puede ser misionera en el movimiento
difusivo del Espíritu.
“En estos últimos
años, ha cambiado el marco antropológico, cultural, social y religioso de la humanidad.
Hoy la Iglesia está llamada a afrontar nuevos desafíos y está dispuesta a dialogar
con culturas y religiones diversas, tratando de construir, junto a toda persona de
buena voluntad, la pacífica convivencia de los pueblos. El campo de la misión ad gentes
se presenta hoy notablemente ampliado y no definible sólo en base a consideraciones
geográficas; en efecto nos esperan, no sólo los pueblos no cristianos y las tierras
lejanas, sino también los ambientes socio-culturales y, sobre todo, los corazones,
que son los verdaderos destinatarios de la acción misionera del pueblo de Dios".
El
Santo Padre ha concluido la homilía de su última misa celebrada esta mañana en Oporto
con las siguientes palabras: "Queridos hermanos
y amigos de Oporto, elevad los ojos hacia Aquella que habéis elegido como patrona
de la ciudad, la Inmaculada Concepción. El Ángel de la anunciación saludó a María
como “llena de gracia”, significando con esta expresión que su corazón y su vida estaban
totalmente abiertos a Dios y, por tanto, completamente imbuidos de su gracia. Que
Ella os ayude a hacer de vosotros mismos un “sí” libre y pleno a la gracia de Dios,
a fin de que seáis renovados y podáis renovar a la humanidad a través de la luz y
alegría del Espíritu Santo".
Durante la misa, el Papa ha dirigido un cordial
saludo a todos los fieles, la jerarquía eclesiástica y las autoridades presentes,
con un pensamiento particular hacia cuantos están implicados en el “dinamismo” de
la misión diocesana. Luego, el Santo Padre ha regresado a la Sacristía en el Palacio
del Municipio de Oporto y asomándose al balcón principal ha saludado a los fieles.
“Me siento feliz
de encontrarme entre vosotros y os agradezco el recibimiento festivo y cordial que
me habéis dispensando en Porto, la “Ciudad de la Virgen”. Confío a su protección materna
vuestras vidas y vuestras familias, vuestras comunidades e instituciones al servicio
del bien común, en particular, las universidades de esta ciudad cuyos estudiantes
se han reunido aquí conmigo y me han manifestado su gratitud y su adhesión al magisterio
del Sucesor de Pedro. Gracias por vuestra presencia y por el testimonio de vuestra
fe”. HOMILÍA COMPLETA Queridos Hermanos y Hermanas “En
el libro de los Salmos está escrito: […] «que su cargo lo ocupe otro». Hace falta,
por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección” (Hch 1, 20-22).
Así habló Pedro, leyendo e interpretando la palabra de Dios en medio de sus hermanos,
reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión de Jesús a los cielos. El elegido
fue Matías, que había sido testigo de la vida pública de Jesús y de su triunfo sobre
la muerte, permaneciendo fiel hasta el final, a pesar del abandono de muchos. La “desproporción”
de fuerzas en acción, que hoy nos asusta, impresionaba ya hace dos mil años a los
que veían y escuchaban a Jesús. Desde las playas del lago de Galilea hasta las plazas
de Jerusalén, Jesús se encontraba prácticamente solo en los momentos decisivos; eso
sí, en unión con el Padre, guiado por la fuerza del Espíritu. Y con todo, el mismo
amor que un día creó el mundo hizo que surgiese la novedad del Reino como una pequeña
semilla que brota en la tierra, como un destello de luz que irrumpe en las tinieblas,
como aurora de un día sin ocaso: es Cristo resucitado. Y apareció a sus amigos mostrándoles
la necesidad de la cruz para llegar a la resurrección. Aquel día Pedro buscaba
un testigo de todas estas cosas. De los dos que presentaron, y el cielo designó a
Matías, y “lo asociaron a los once apóstoles” (Hch 1, 26). Hoy celebramos su gloriosa
memoria en esta “Ciudad invicta”, que se ha vestido de fiesta para acoger al Sucesor
de Pedro. Doy gracias a Dios por haberme traído hasta vosotros, y encontraros en torno
al altar. Os saludo cordialmente, hermanos y amigos de la ciudad y diócesis de Porto,
así como a los que habéis venido de la provincia eclesiástica del norte de Portugal
y también de la vecina España, y a cuantos se encuentran en comunión física o espiritual
con nuestra asamblea litúrgica. Saludo al Obispo de Porto, Mons. Manuel Clemente,
que deseaba con mucha solicitud mi visita, y me ha recibido con gran afecto, haciéndose
intérprete de vuestros sentimientos al comienzo de esta Eucaristía. Saludo a sus predecesores
y a los demás hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, los consagrados y las consagradas,
y a los fieles laicos, especialmente a todos aquellos que están comprometidos activamente
en la Misión diocesana y, más en concreto, en la preparación de mi visita. Sé que
han podido contar con la colaboración efectiva del Alcalde de Porto y de otras autoridades
públicas, muchas de las cuales me honran hoy con su presencia; aprovecho este momento
para saludarles y asegurarles, a ellos y a cuantos representan y sirven, los mejores
éxitos para el bien de todos. “Hace falta, por tanto, que uno se asocie
a nosotros como testigo de la resurrección de Jesús”, decía Pedro. Y su Sucesor actual
repite a cada uno de vosotros: Hermanos y hermanas míos, hace falta que os asociéis
a mí como testigos de la resurrección de Jesús. En efecto, si vosotros no sois sus
testigos en vuestros ambientes, ¿quién lo hará por vosotros? El cristiano es, en la
Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado al mundo. Ésta es la misión
apremiante de toda comunidad eclesial: recibir de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo
al mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen,
por el Espíritu, en ocasiones de crecimiento y vida. Para eso debemos escuchar más
atentamente la Palabra de Cristo y saborear asiduamente el Pan de su presencia en
las celebraciones eucarísticas. Esto nos convertirá en testigos y, aún más, en portadores
de Jesús resucitado en el mundo, haciéndolo presente en los diversos ámbitos de la
sociedad y a cuantos viven y trabajan en ellos, difundiendo esa vida “abundante” (cf.
Jn 10, 10) que ha ganado con su cruz y resurrección y que sacia las más legítimas
aspiraciones del corazón humano. Sin imponer nada, proponiendo siempre,
como Pedro nos recomienda en una de sus cartas: “Glorificad en vuestros corazones
a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo
el que os la pidiere” (1 P 3, 15). Y todos, al final, nos la piden, incluso los que
parece que no lo hacen. Por experiencia personal y común, sabemos bien que es a Jesús
a quien todos esperan. De hecho, los anhelos más profundos del mundo y las grandes
certezas del Evangelio se unen en la inexcusable misión que nos compete, puesto que
“sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los
grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego
y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace
saber: ‘Sin mí no podéis hacer nada’ (Jn 15, 5). Y nos anima: ‘Yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el final del mundo’ (Mt 28, 20)” (Enc. Caritas in veritate,
78). Aunque esta certeza nos conforte y nos dé paz, no nos exime de salir
al encuentro de los demás. Debemos vencer la tentación de limitarnos a lo que ya tenemos,
o creemos tener, como propio y seguro: sería una muerte anunciada, por lo que se refiere
a la presencia de la Iglesia en el mundo, que por otra parte, no puede dejar de ser
misionera por el dinamismo difusivo del Espíritu. Desde sus orígenes, el pueblo cristiano
ha percibido claramente la importancia de comunicar la Buena Noticia de Jesús a cuantos
todavía no lo conocen. En estos últimos años, ha cambiado el panorama antropológico,
cultural, social y religioso de la humanidad; hoy la Iglesia está llamada a afrontar
nuevos retos y está preparada para dialogar con culturas y religiones diversas, intentando
construir, con todos los hombres de buena voluntad, la convivencia pacífica de los
pueblos. El campo de la misión ad gentes se presenta hoy notablemente dilatado y no
definible solamente en base a consideraciones geográficas; efectivamente, nos esperan
no solamente los pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos
socio-culturales y sobre todo los corazones que son los verdaderos destinatarios de
la acción misionera del Pueblo de Dios. Se trata de un mandamiento, cuyo
fiel cumplimiento “debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino
que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio,
y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su
resurrección” (Decr. Ad gentes, 5). Sí, estamos llamados a servir a la humanidad de
nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús, dejándonos iluminar por su Palabra:
“No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado
para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure” (Jn 15, 16). ¡Cuánto tiempo perdido,
cuánto trabajo postergado, por inadvertencia en este punto! En cuanto al origen y
la eficacia de la misión, todo se define a partir de Cristo: la misión la recibimos
siempre de Cristo, que nos ha dado a conocer lo que ha oído a su Padre, y el Espíritu
Santo nos capacita en la Iglesia para ella. Como la misma Iglesia, que es obra de
Cristo y de su Espíritu, se trata de renovar la faz de la tierra partiendo de Dios,
siempre y sólo de Dios. Queridos hermanos y amigos de Porto, levantad los
ojos a Aquella que habéis elegido como patrona de la ciudad, la Inmaculada Concepción.
El Ángel de la anunciación saludó a María como “llena de gracia”, significando con
esta expresión que su corazón y su vida estaban totalmente abiertos a Dios y, por
eso, completamente desbordados por su gracia. Que Ella os ayude a hacer de vosotros
mismos un “sí” libre y pleno a la gracia de Dios, para que podáis ser renovados y
renovar la humanidad a través de la luz y la alegría del Espíritu Santo.