El Papa advierte contra una “familia humana dispuesta a sacrificar sus lazos más sagrados
en el altar de los mezquinos egoísmos de nación, raza, ideología, grupo, individuo”,
y manifiesta que la misión profética de Fátima no ha acabado
Jueves, 13 may (RV).- En la solemnidad de la Virgen de Fátima, Benedicto XVI ha celebrado
esta mañana la Santa Misa en la explanada del Santuario de Nuestra Señora de Fátima,
en un año en el que coinciden el décimo aniversario de la beatificación de los pastorcitos
Francisco y Jacinta, el centenario del nacimiento de ésta última y el quinto de la
muerte de sor Lucía.
Medio millón de fieles han acompañado al Santo Padre en
esta festividad especial de Fátima, en la que el Papa ha rendido un especial homenaje
a nuestra Madre bendita que nos ofrece el Amor de Dios que arde en el suyo, frente
a una “familia humana dispuesta a sacrificar sus lazos más sagrados en el altar de
los mezquinos egoísmos de nación, raza, ideología, grupo, individuo”.
Con
la capacidad extraordinaria de leer los acontecimientos de la historia de la salvación
en el contexto concreto del palpitar de la vida presente y cotidiana, Benedicto XVI
ha empezado su homilía recordando que venía con devoción a Fátima postrarse a los
pies de la Virgen. “He venido como peregrino, a esta ‘casa’ que María ha elegido para
hablarnos en estos tiempos modernos”.
“He venido a Fátima
para gozar de la presencia de María y de su protección materna. He venido a Fátima,
porque hoy converge hacia este lugar la Iglesia peregrina, querida por su Hijo como
instrumento de evangelización y sacramento de salvación. He venido a Fátima a rezar,
con María y con tantos peregrinos, por nuestra humanidad afligida por tantas miserias
y sufrimientos”.
“En definitiva, -ha dicho el Papa- he venido a Fátima,
con los mismos sentimientos de Francisco, Jacinta y Lucía, para hacer ante la Virgen
una profunda confesión de que “amo”, de que la Iglesia y los sacerdotes “aman” a Jesús
y desean fijar sus ojos en Él, mientras concluye este Año Sacerdotal, y para poner
bajo la protección materna de María a los sacerdotes, consagrados y consagradas, misioneros
y todos los que hacen de la Casa de Dios un lugar acogedor y benéfico”.
“Sí,
-ha afirmado Benedicto XVI- el Señor, nuestra gran esperanza, está con nosotros. En
su amor misericordioso, ofrece un futuro a su pueblo: un futuro de comunión con él”.
Y ha recordado el Pontífice que dentro de siete años los peregrinos volverán a Fátima
para celebrar el centenario de la primera visita de la Señora “venida del Cielo”,
como Maestra que introduce a los pequeños videntes en el conocimiento íntimo del Amor
trinitario.
Luego, dirigiéndose a las personas presentes en el santuario mariano
y a cuantos estaban unidos a ellos a través de los medios de comunicación, el Papa
ha señalado que “Dios tiene el poder de llegar a todos”. “Él tiene el poder para inflamar
los corazones más fríos y tristes”. “Nuestra esperanza tiene un fundamento real, se
basa en un evento que se sitúa en la historia a la vez que la supera: es Jesús de
Nazaret”. “¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!”
“La fe en Dios
abre al hombre un horizonte de una esperanza firme que no defrauda; indica un sólido
fundamento sobre el cual apoyar, sin miedos, la propia vida; pide el abandono, lleno
de confianza, en las manos del Amor que sostiene el mundo”.
Benedicto XVI
volviendo de nuevo a la vida de los tres pastorcitos de Fátima, ha mostrado como su
cercanía a Dios fructificó en una vida ejemplar, más fraterna, más dichosa y comunitaria:
“han hecho de su vida una ofrenda a Dios y un compartir con los otros el amor de Dios”.
“La Virgen los
ha ayudado a abrir el corazón a la universalidad del amor. En particular, la beata
Jacinta se mostraba incansable en su generosidad con los pobres y en el sacrificio
por la conversión de los pecadores. Sólo con este amor fraterno y generoso lograremos
edificar la civilización del Amor y de la Paz”.
“Se equivoca quien piensa
que la misión profética de Fátima está acabada, -ha observado el Pontífice. “Aquí
resurge aquel plan de Dios que interpela a la humanidad desde sus inicios: “¿Dónde
está Abel, tu hermano? La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra”.
El hombre ha sido capaz de desencadenar una corriente de muerte y de terror, que no
logra interrumpirla... En la Sagrada Escritura se muestra a menudo que Dios se pone
a buscar a los justos para salvar la ciudad de los hombres y lo mismo hace aquí, en
Fátima.
"Con la familia
humana dispuesta a sacrificar sus lazos más sagrados en el altar de los mezquinos
egoísmos de nación, raza, ideología, grupo, individuo, nuestra Madre bendita ha venido
desde el Cielo ofreciendo la posibilidad de sembrar en el corazón de todos los que
se acogen a ella el Amor de Dios que arde en el suyo. Al principio fueron sólo tres,
pero el ejemplo de sus vidas se ha difundido y multiplicado en numerosos grupos por
toda la faz de la tierra, dedicados a la causa de la solidaridad fraterna, en especial
al paso de la Virgen Peregrina. Que estos siete años que nos separan del centenario
de las Apariciones impulsen el anunciado triunfo del Corazón Inmaculado de María para
gloria de la Santísima Trinidad”.
Después de la misa, el Santo Padre ha
dirigido unas palabras de aliento y esperanza a los a los enfermos, indicando que
ellos tienen “un gran valor para Dios” y que podrán superar la sensación de la inutilidad
del sufrimiento que consume interiormente a las personas y las hace sentirse un peso
para los otros, cuando vivan con Jesús, el sufrimiento, que sirve para la salvación
de los hermanos.
El divino Maestro,
más que detenerse en explicar las razones del sufrimiento, prefirió llamar a cada
uno a seguirlo con estas palabras: “El que quiera venirse conmigo… que cargue con
su cruz y me siga” (cf. Mc 8, 34). Ven conmigo. Participa con tu sufrimiento en esta
obra de la salvación del mundo, que se realiza mediante mi sufrimiento, por medio
de mi Cruz. A medida que abraces tu cruz, uniéndote espiritualmente a la mía, se desvelará
a tus ojos el significado salvífico del sufrimiento. Encontrarás en medio del sufrimiento
la paz interior e incluso la alegría espiritual.
Al final de la ceremonia,
Benedicto XVI ha saludado en distintas lenguas. Estas han sido sus palabras en español.
Sobre la intensa
mañana del Papa en Fátima, oigamos a nuestra enviada especial a este viaje, Cecilia
de Malak
HOMILÍA
COMPLETA Queridos peregrinos “Su estirpe será
célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9).
Así comenzaba la primera lectura de esta Eucaristía, cuyas palabras encuentran un
admirable cumplimiento en esta asamblea recogida con devoción a los pies de la Virgen
de Fátima. Hermanas y hermanos amadísimos, también yo he venido como peregrino, a
esta “casa” que María ha elegido para hablarnos en estos tiempos modernos. He venido
a Fátima para gozar de la presencia de María y de su protección materna. He venido
a Fátima, porque hoy converge hacia este lugar la Iglesia peregrina, querida por su
Hijo como instrumento de evangelización y sacramento de salvación. He venido a Fátima
a rezar, con María y con tantos peregrinos, por nuestra humanidad afligida por tantas
miserias y sufrimientos. En definitiva, he venido a Fátima, con los mismos sentimientos
de los Beatos Francisco y Jacinta y de la Sierva de Dios Lucía, para hacer ante la
Virgen una profunda confesión de que “amo”, de que la Iglesia y los sacerdotes “aman”
a Jesús y desean fijar sus ojos en Él, mientras concluye este Año Sacerdotal, y para
poner bajo la protección materna de María a los sacerdotes, consagrados y consagradas,
misioneros y todos los que trabajan por el bien y que hacen de la Casa de Dios un
lugar acogedor y benéfico. Ellos son la estirpe que el Señor
ha bendecido... Estirpe que el Señor ha bendecido eres tú, amada diócesis de Leiría-Fátima,
con tu Pastor, Mons. Antonio Marto, al que agradezco el saludo que me ha dirigido
al inicio y que me ha colmado de atenciones, a través también de sus colaboradores,
durante mi estancia en este santuario. Saludo al Señor Presidente de la República
y a las demás autoridades que sirven a esta gloriosa Nación. Envío un abrazo a todas
las diócesis de Portugal, representadas aquí por sus obispos, y confío al cielo a
todos los pueblos y naciones de la tierra. En Dios, abrazo de corazón a sus hijos
e hijas, en particular a los que padecen cualquier tribulación o abandono, deseando
transmitirles la gran esperanza que arde en mi corazón y que aquí, en Fátima, se hace
más palpable. Nuestra gran esperanza hunde sus raíces en la vida de cada uno de vosotros,
queridos peregrinos presentes aquí, y también en la de los que se unen a nosotros
a través de los medios de comunicación social. Sí, el Señor,
nuestra gran esperanza, está con nosotros; en su amor misericordioso, ofrece un futuro
a su pueblo: un futuro de comunión con él. Tras haber experimentado la misericordia
y el consuelo de Dios, que no lo había abandonado a lo largo del duro camino de vuelta
del exilio de Babilonia, el pueblo de Dios exclama: “Desbordo de gozo con el Señor,
y me alegro con mi Dios” (Is 61,10). La Virgen Madre de Nazaret es la hija excelsa
de este pueblo, la cual, revestida de la gracia y sorprendida dulcemente por la gestación
de Dios en su seno, hace suya esta alegría y esta esperanza en el cántico del Magnificat:
“Mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador”. Pero ella no se ve como una privilegiada
en medio de un pueblo estéril, sino que más bien profetiza para ellos la entrañable
alegría de una maternidad prodigiosa de Dios, porque “su misericordia llega a sus
fieles de generación en generación” (Lc 1, 47. 50). Este bendito
lugar es prueba de ello. Dentro de siete años volveréis aquí para celebrar el centenario
de la primera visita de la Señora “venida del Cielo”, como Maestra que introduce a
los pequeños videntes en el conocimiento íntimo del Amor trinitario y los conduce
a saborear al mismo Dios como el hecho más hermoso de la existencia humana. Una experiencia
de gracia que los ha enamorado de Dios en Jesús, hasta el punto de que Jacinta exclamaba:
“Me gusta mucho decirle a Jesús que lo amo. Cuando se lo digo muchas veces, parece
que tengo un fuego en el pecho, pero no me quema”. Y Francisco decía: “Lo que más
me ha gustado de todo, fue ver a Nuestro Señor en aquella luz que Nuestra Madre puso
en nuestro pecho. Quiero muchísimo a Dios”. (Memórias da Irmā Lúcia,
I, 40 e 127). Hermanos, al escuchar estas revelaciones místicas
tan inocentes y profundas de los Pastorcillos, alguno podría mirarlos con una cierta
envidia porque ellos han visto, o con la desalentada resignación de quien no ha tenido
la misma suerte, a pesar de querer ver. A estas personas, el Papa les dice lo mismo
que Jesús: “Estáis equivocados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios”
(Mc 12,24). Las Escrituras nos invitan a creer: “Dichosos los que crean sin haber
visto” (Jn 20,29), pero Dios -más íntimo a mí de cuanto lo sea yo mismo (cf. S. Agustín,
Confesiones, III, 6, 11)- tiene el poder para llegar a nosotros, en particular mediante
los sentidos interiores, de manera que el alma es tocada suavemente por una realidad
que va más allá de lo sensible y que nos capacita para alcanzar lo no sensible, lo
invisible a los sentidos. Por esta razón, se pide una vigilancia interior del corazón
que muchas veces no tenemos debido a las fuertes presiones de las realidades externas
y de las imágenes y preocupaciones que llenan el alma (cf. Comentario teológico del
Mensaje de Fátima, 2000). Sí, Dios nos puede alcanzar, ofreciéndose a nuestra mirada
interior. Más aún, aquella Luz presente en la interioridad de
los Pastorcillos, que proviene del futuro de Dios, es la misma que se ha manifestado
en la plenitud de los tiempos y que ha venido para todos: el Hijo de Dios hecho hombre.
Que Él tiene poder para inflamar los corazones más fríos y tristes, lo vemos en el
pasaje de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,32). Por lo tanto, nuestra esperanza
tiene un fundamento real, se basa en un evento que se sitúa en la historia a la vez
que la supera: es Jesús de Nazaret. Y el entusiasmo que suscitaba su sabiduría y su
poder salvador en la gente de su tiempo era tal que una mujer en medio de la multitud
-como hemos oído en el Evangelio- exclamó: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los
pechos que te criaron!”. A lo que Jesús respondió: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan
la palabra de Dios y la cumplen!” (Lc 11, 27.28). Pero, ¿quién tiene tiempo para escuchar
su palabra y dejarse fascinar por su amor? ¿Quién permanece, en la noche de las dudas
y de las incertidumbres, con el corazón vigilante en oración? ¿Quién espera el alba
de un nuevo día, teniendo encendida la llama de la fe? La fe en Dios abre al hombre
un horizonte de una esperanza firme que no defrauda; indica un sólido fundamento sobre
el cual apoyar, sin miedos, la propia vida; pide el abandono, lleno de confianza,
en las manos del Amor que sostiene el mundo. “Su estirpe será
célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9),
con una esperanza inquebrantable y que fructifica en un amor que se sacrifica por
los otros, pero que no sacrifica a los otros; más aún -como hemos escuchado en la
segunda lectura-, “todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”
(1 Co 13,7). Los Pastorcillos son un ejemplo de esto; han hecho de su vida una ofrenda
a Dios y un compartir con los otros por amor de Dios. La Virgen los ha ayudado a abrir
el corazón a la universalidad del amor. En particular, la beata Jacinta se mostraba
incansable en su generosidad con los pobres y en el sacrificio por la conversión de
los pecadores. Sólo con este amor fraterno y generoso lograremos edificar la civilización
del Amor y de la Paz.. Se equivoca quien piensa que la misión
profética de Fátima está acabada. Aquí resurge aquel plan de Dios que interpela a
la humanidad desde sus inicios: “¿Dónde está Abel, tu hermano? [...] La sangre de
tu hermano me está gritando desde la tierra” (Gn 4,9). El hombre ha sido capaz de
desencadenar una corriente de muerte y de terror, que no logra interrumpirla... En
la Sagrada Escritura se muestra a menudo que Dios se pone a buscar a los justos para
salvar la ciudad de los hombres y lo mismo hace aquí, en Fátima, cuando Nuestra Señora
pregunta: “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera
mandaros, como acto de reparación por los pecados por los cuales Él es ofendido, y
como súplica por la conversión de los pecadores?” (Memórias da Irmā Lúcia,
I, 162). Con la familia humana dispuesta a sacrificar sus lazos
más sagrados en el altar de los mezquinos egoísmos de nación, raza, ideología, grupo,
individuo, nuestra Madre bendita ha venido desde el Cielo ofreciendo la posibilidad
de sembrar en el corazón de todos los que se acogen a ella el Amor de Dios que arde
en el suyo. Al principio fueron sólo tres, pero el ejemplo de sus vidas se ha difundido
y multiplicado en numerosos grupos por toda la faz de la tierra, dedicados a la causa
de la solidaridad fraterna, en especial al paso de la Virgen Peregrina. Que estos
siete años que nos separan del centenario de las Apariciones impulsen el anunciado
triunfo del Corazón Inmaculado de María para gloria de la Santísima Trinidad.