Benedicto XVI asegura que en el camino de fidelidad a Cristo somos libres de ser santos,
castos, pobres, obedientes y libres de llevar a la sociedad moderna su Evangelio
Miércoles, 12 may (RV).- El Santo Padre dedicó su homilía en la celebración de las
Vísperas con los sacerdotes, religiosos, seminaristas y diáconos a la fidelidad, a
la lealtad a la propia vocación, que debe tener cada cristiano, como discípulo que
quiere seguir al Señor. El Papa manifestó a los consagrados y a los miembros de movimientos
y comunidades eclesiales reunidos en la Iglesia de la Santísima Trinidad en Fátima,
“el aprecio y reconocimiento de la Iglesia” por su testimonio “a menudo silencioso
y nada fácil” y pidió al Señor para que los recompense en este camino de entrega a
Cristo y a su Iglesia.
“En este camino
de fidelidad, amados sacerdotes y diáconos, consagrados y consagradas, seminaristas
y laicos comprometidos, nos guía y acompaña la Bienaventurada Virgen María. Con Ella
y como Ella somos libres para ser santos; libres para ser pobres, castos y obedientes;
libres para todos, porque estamos desprendidos de todo; libres de nosotros mismos
para que en cada uno crezca Cristo, el verdadero consagrado al Padre y el Pastor al
cual los sacerdotes, siendo presencia suya, prestan su voz y sus gestos; libres para
llevar a la sociedad moderna a Jesús muerto y resucitado, que permanece con nosotros
hasta el final de los siglos y se da a todos en la Santísima Eucaristía”.
Benedicto
XVI subrayó que la “fidelidad es el nombre del amor, de un amor coherente verdadero
y profundo a Cristo Sacerdote”. Por ello, invitó a los sacerdotes y consagrados, especialmente
en este Año sacerdotal que está por concluir, a vivir “una auténtica intimidad con
Cristo en la oración”, a dedicarse a la ascesis, al progreso en la vida espiritual,
a la acción apostólica y a la misión, tendiendo siempre a la Jerusalén celeste, en
la contemplación amorosa del Dios Amor.
“Este testimonio
es muy necesario en el momento presente. Muchos de nuestros hermanos viven como si
no existiese el más allá, sin preocuparse de la propia salvación eterna. Todos los
hombres están llamados a conocer y a amar a Dios, y la Iglesia tiene como misión ayudarles
en esta vocación. Sabemos bien que Dios es el dueño de sus dones, y que la conversión
de los hombres es una gracia. Pero nosotros somos responsables del anuncio de la fe,
en su integridad y con sus exigencias”.
Nuevamente, el Santo Padre puso
como ejemplo a seguir la figura del Cura de Ars porque “hizo todo lo posible por sacar
a las personas de la tibieza y conducirlas al amor”, pero también estaba conciente
de la necesidad de una solidaridad profunda entre todos los miembros del Cuerpo de
Cristo, porque “no es posible amarlo sin amar a sus hermanos”. “La fidelidad a la
propia vocación – afirmó el Papa- exige arrojo y confianza, pero el Señor también
quiere que sepan unir sus fuerzas; muéstrense solícitos unos con otros, sosténganse
fraternalmente”.
“Qué importante
es que se ayuden mutuamente con la oración, con consejos útiles y con el discernimiento.
Estén particularmente atentos a las situaciones que debilitan de alguna manera los
ideales sacerdotales o la dedicación a actividades que no concuerdan del todo con
lo que es propio de un ministro de Jesucristo. Por lo tanto, asuman como una necesidad
actual, junto al calor de la fraternidad, la actitud firme de un hermano que ayuda
a otro hermano a permanecer en pie”.
Benedicto XVI reiteró la necesidad
de trabajar para suscitar nuevas vocaciones, colaborando con la gracia del espíritu
Santo que los ayudará a discernir el carisma vocacional en aquellos que Dios llama.
Y dirigiéndose en particular a los seminaristas el Papa los animó a ser conscientes
de la gran responsabilidad que tendrán que asumir, invitándolos a examinar bien las
intenciones y motivaciones; y dedicándose con entusiasmo y con espíritu generoso a
su formación.
DISCURSO COMPLETO
Queridos
hermanos y hermanas
“Cuando se cumplió el tiempo, envió
Dios a su Hijo, nacido de una mujer [...] para que recibiéramos el ser hijos adoptivos”
(Ga 4, 4.5). La plenitud de los tiempos llegó, cuando el Eterno irrumpió en el tiempo:
por obra y gracia del Espíritu Santo, el Hijo del Altísimo fue concebido y se hizo
hombre en el seno de una mujer: la Virgen Madre, tipo y modelo excelso de la Iglesia
creyente. Ella no deja de generar nuevos hijos en el Hijo, que el Padre ha querido
como primogénito de muchos hermanos. Cada uno de nosotros está llamado a ser, con
María y como María, un signo humilde y sencillo de la Iglesia que continuamente se
ofrece como esposa en las manos de su Señor.
A todos vosotros, que habéis
entregado vuestras vidas a Cristo, deseo expresaros esta tarde el aprecio y el reconocimiento
de la Iglesia. Gracias por vuestro testimonio a menudo silencioso y para nada fácil;
gracias por vuestra fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. En Jesús presente en la
Eucaristía, abrazo a mis hermanos en el sacerdocio y el diaconado, a las consagradas
y consagrados, a los seminaristas y a los miembros de los movimientos y de las nuevas
comunidades eclesiales aquí presentes. Que el Señor recompense, como sólo Él sabe
y puede hacerlo, a todos los que han hecho posible que nos encontremos aquí ante Jesús
Eucaristía, en particular a la Comisión Episcopal para las Vocaciones y los Ministerios,
con su Presidente, Mons. Antonio Santos, al que agradezco sus palabras llenas de afecto
colegial y fraterno pronunciadas al inicio de estas Vísperas. En este “cenáculo” ideal
de fe que es Fátima, la Virgen Madre nos indica el camino para nuestra oblación pura
y santa en las manos del Padre.
Permitidme que os abra mi corazón para
deciros que la principal preocupación de cada cristiano, especialmente de la persona
consagrada y del ministro del Altar, debe ser la fidelidad, la lealtad a la propia
vocación, como discípulo que quiere seguir al Señor. La fidelidad a lo largo del tiempo
es el nombre del amor; de un amor coherente, verdadero y profundo a Cristo Sacerdote.
“Si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción
en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con
una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial”
(Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 31). Que, en este Año Sacerdotal que mira
ya a su fin, descienda sobre todos vosotros abundantes gracias para que viváis el
gozo de la consagración y testimoniéis la fidelidad sacerdotal fundada en la fidelidad
de Cristo. Esto supone evidentemente una auténtica intimidad con Cristo en la oración,
ya que la experiencia fuerte e intensa del amor del Señor llevará a los sacerdotes
y a los consagrados a corresponder de un modo exclusivo y esponsal a su amor.
Esta
vida de especial consagración nació como memoria evangélica para el pueblo de Dios,
memoria que manifiesta, certifica y anuncia a toda la Iglesia la radicalidad evangélica
y la venida del Reino. Por lo tanto, queridos consagrados y consagradas, con vuestra
dedicación a la oración, a la ascesis, al progreso en la vida espiritual, a la acción
apostólica y a la misión, tended a la Jerusalén celeste, anticipad la Iglesia escatológica,
firme en la posesión y en la contemplación amorosa del Dios Amor. Este testimonio
es muy necesario en el momento presente. Muchos de nuestros hermanos viven como si
no existiese el más allá, sin preocuparse de la propia salvación eterna. Todos los
hombres están llamados a conocer y a amar a Dios, y la Iglesia tiene como misión ayudarles
en esta vocación. Sabemos bien que Dios es el dueño de sus dones, y que la conversión
de los hombres es una gracia. Pero nosotros somos responsables del anuncio de la fe,
en su integridad y con sus exigencias. Queridos amigos, imitemos al Cura de Ars que
rezaba así al buen Dios: “Concédeme la conversión de mi parroquia, y yo acepto sufrir
todo lo que tu quieras durante el resto de mi vida”. Él hizo todo lo posible por sacar
a las personas de la tibieza y conducirlas al amor.
Hay una solidaridad
profunda entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo: no es posible amarlo sin amar
a sus hermanos. Juan María Vianney quiso ser sacerdote precisamente para la salvación
de ellos: “Ganar la almas para el buen Dios”, declaraba al anunciar su vocación con
dieciocho años de edad, así como Pablo decía: “Ganar a todos los que pueda” (1 Co
9,19). El Vicario general le había dicho: “No hay mucho amor de Dios en la Parroquia,
usted lo pondrá”. Y, en su pasión sacerdotal, el santo párroco era misericordioso
como Jesús en el encuentro con cada pecador. Prefería insistir en el aspecto atrayente
de la virtud, en la misericordia de Dios, en cuya presencia nuestros pecados son “granos
de arena”. Presentaba la ternura de Dios ofendida. Temía que los sacerdotes se volvieran
“insensibles” y se acostumbraran a la indiferencia de sus fieles: “Ay del Pastor -advertía-
que permanece en silencio viendo cómo se ofende a Dios y las almas se pierden”.
Amados
hermanos sacerdotes, en este lugar especial por la presencia de María, teniendo ante
nuestros ojos su vocación de fiel discípula de su Hijo Jesús, desde su concepción
hasta la Cruz y después en el camino de la Iglesia naciente, considerad la extraordinaria
gracia de vuestro sacerdocio. La fidelidad a la propia vocación exige arrojo y confianza,
pero el Señor también quiere que sepáis unir vuestras fuerzas; mostraos solícitos
unos con otros, sosteniéndoos fraternalmente. Los momentos de oración y estudio en
común, compartiendo las exigencias de la vida y del trabajo sacerdotal, son una parte
necesaria de vuestra existencia. Cuánto bien os hace esa acogida mutua en vuestras
casas, con la paz de Cristo en vuestros corazones. Qué importante es que os ayudéis
mutuamente con la oración, con consejos útiles y con el discernimiento. Estad particularmente
atentos a las situaciones que debilitan de alguna manera los ideales sacerdotales
o la dedicación a actividades que no concuerdan del todo con lo que es propio de un
ministro de Jesucristo. Por lo tanto, asumid como una necesidad actual, junto al calor
de la fraternidad, la actitud firme de un hermano que ayuda a otro hermano a “permanecer
en pie”.
Aunque el sacerdocio de Cristo es eterno (cfr. Hb 5,6), la
vida de los sacerdotes es limitada. Cristo quiere que otros, a lo largo de los siglos,
perpetúen el sacerdocio ministerial instituido por Él. Por lo tanto, mantened en vuestro
interior y en vuestro entorno la tensión de suscitar entre los fieles -colaborando
con la gracia del Espíritu Santo- nuevas vocaciones sacerdotales. La oración confiada
y perseverante, el amor gozoso a la propia vocación y la dedicación a la dirección
espiritual os ayudará a discernir el carisma vocacional en aquellos que Dios llama.
Queridos
seminaristas, que ya habéis dado el primer paso hacia el sacerdocio y os estáis preparando
en el Seminario Mayor o en las Casas de Formación religiosa, el Papa os anima a ser
conscientes de la gran responsabilidad que tendréis que asumir: examinad bien las
intenciones y motivaciones; dedicaos con entusiasmo y con espíritu generoso a vuestra
formación. La Eucaristía, centro de la vida del cristiano y escuela de humildad y
de servicio, debe ser el objeto principal de vuestro amor. La adoración, la piedad
y la atención al Santísimo Sacramento, a lo largo de estos años de preparación, harán
que un día celebréis el sacrificio del Altar con verdadera y edificante unción.
En
este camino de fidelidad, amados sacerdotes y diáconos, consagrados y consagradas,
seminaristas y laicos comprometidos, nos guía y acompaña la Bienaventurada Virgen
María. Con Ella y como Ella somos libres para ser santos; libres para ser pobres,
castos y obedientes; libres para todos, porque estamos desprendidos de todo; libres
de nosotros mismos para que en cada uno crezca Cristo, el verdadero consagrado al
Padre y el Pastor al cual los sacerdotes, siendo presencia suya, prestan su voz y
sus gestos; libres para llevar a la sociedad moderna a Jesús muerto y resucitado,
que permanece con nosotros hasta el final de los siglos y se da a todos en la Santísima
Eucaristía.