Benedicto XVI subraya la inmensa lección de amor que Dios nos da en la Cruz, “la única
fuerza capaz de cambiar el mundo”
Sábado, 3 abr (RV).- El Vía Crucis nos ayuda a contemplar el misterio de la Pasión
de Cristo, para aprender la inmensa lección que Dios nos da en la Cruz. Lección de
amor, única fuerza capaz de cambiar el mundo. Con estas palabras al final del piadoso
ejercicio de la Vía Dolorosa’, en el Coliseo de Roma, Benedicto XVI culminó anoche
el tradicional e intenso camino de la Cruz: «En oración y con ánimo de recogimiento
conmovido hemos recorrido esta noche el camino de la Cruz. Con Jesús hemos subido
al Calvario, hemos meditado sobre su sufrimiento, redescubriendo cuán profundo es
el amor que Él ha tenido –y que tiene- por nosotros. Sin embargo, en este momento
no queremos limitarnos a una compasión dictada solamente por nuestro débil sentimiento:
queremos sentirnos partícipes del sufrimiento de Jesús, acompañar a nuestro Maestro
compartiendo su pasión en nuestra vida, y en la vida de la Iglesia para la vida del
mundo, porque sabemos que es la Cruz del Señor -en el amor sin límites que se hace
entrega de sí mismo- el lugar en donde está la fuente de la gracia, de liberación,
de paz y de salvación».
«Los textos, las meditaciones y las oraciones del Vía
Crucis nos han ayudado a mirar este misterio de la Pasión aprendiendo la inmensa lección
de amor que Dios nos ha dado sobre la Cruz, para que nazca en nosotros un renovado
deseo de convertir nuestro corazón, viviendo cada día el mismo amor, la única fuerza
capaz de cambiar al mundo», explicó el Papa, haciendo hincapié en que la noche del
Viernes Santo, contemplamos el rostro de Jesús, lleno de dolor, humillado, ultrajado,
desfigurado por el pecado del hombre. Y la noche del Sábado Santo veremos su rostro
en la plenitud del gozo, iluminado y radiante: «Desde que Jesús descendió al sepulcro,
la tumba y la muerte ya no son un lugar sin esperanza, donde la historia se cierra
en el fracaso total y donde el hombre toca el límite extremo de su impotencia. El
Viernes Santo es el día de la esperanza más grande, aquella madurada sobre la Cruz.
Mientras Jesús muere, mientras exhala el último respiro, gritando con fuerza: “Padre
en tus manos encomiendo mi espíritu” entregando su existencia donada en las manos
del Padre, Él sabe que su muerte se convierte en fuente de vida: como semilla en el
terreno debe trillarse para que la planta pueda nacer. Si el grano de trigo caído
en la tierra no muere, permanece solo; pero si muere produce fruto en abundancia…
Jesús es el grano de trigo que cae en la tierra, y por esto puede dar fruto».
En
la Cruz del Señor brilla el esplendor de esperanza y de la Resurrección. Desde que
Cristo fue elevado en ella, la Cruz que aparece como signo del abandono, de la soledad,
del fracaso, se ha transformado en el símbolo de un nuevo inicio: de la profundidad
de la muerte se eleva la promesa de la vida eterna. En este contexto, el Santo Padre
ha recordado una vez más que sobre la Cruz brilla el esplendor triunfante del alba
del día de Pascua.
El Papa se ha referido al silencio de la Vigilia de la
Pascua de Resurrección, al silencio que envuelve el Sábado Santo – cuando tocados
por el amor sin límites de Dios, vivimos a la espera del amanecer del tercer día,
del alba de la victoria del Amor de Dios. De la luz, que permite a los ojos del corazón
ver de modo nuevo la vida, las dificultades y el sufrimiento. Es cuando la esperanza
ilumina nuestros fracasos, nuestras decepciones, nuestras amarguras, cuando parece
que todo se derrumba.
Y ese acto del amor de la Cruz es confirmado por el
Padre y la luz fulgurante de la Resurrección todo lo envuelve y lo transforma. Por
lo que de la traición puede nacer la amistad. Del reniego, el perdón. Del odio, el
amor. Reiterando que esa Luz y ese Amor lo transforman todo, Benedicto XVI ha culminado
sus palabras con este ruego: «Dónanos, Señor, llevar con amor nuestra cruz, nuestras
cruces cotidianas, con la certeza de que están iluminadas con el resplandor de tu
Pascua ¡Amén!»