2010-02-17 17:59:02

Benedicto XVI señala que la Cuaresma nos hace comprender la relatividad de los bienes de esta tierra, capaces de afrontar las renuncias necesarias y libres para hacer el bien


Miércoles, 17 feb (RV).- Benedicto XVI ha presidido esta tarde la estación cuaresmal en la Basílica romana de Santa Sabina en el Aventino. La celebración comenzó a las cuatro y media en la Basílica de San Anselmo con unos momentos de oración y prosiguió con la procesión hacia la Basílica de Santa Sabina, donde el Santo Padre presidió la Santa Misa con el rito de la Bendición e Imposición de las Cenizas.

  

HOMILÍA COMPLETA

“Te compadeces de todos, amas a todos los seres, Señor, y no odias nada de lo que has hecho; cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Y los perdonas, porque tu eres nuestro Dios y Señor vida”.

¡Venerados hermanos en el episcopado!,

¡Queridos hermanos y hermanas!

Con esta conmovedora invocación, tomada del Libro de la Sabiduría (cfr 11,23-26), la liturgia introduce la celebración eucarística del Miércoles de Cenizas. Son palabras que, de algún modo, abren todo el itinerario cuaresmal, poniendo en su fundamento la omnipotencia de amor de Dios, su absoluto señorío sobre cada criatura, que se traduce en indulgencia infinita, animada por una constante y universal voluntad de vida. En efecto, perdonar a alguien equivale a decirle: no quiero que tú mueras, sino que vivas; quiero siempre y sólo tu bien.

Esta absoluta certeza ha sostenido a Jesús durante los cuarenta días transcurridos en el desierto de Judea, después del bautismo recibido de Juan en el Jordán. Aquel largo tiempo de silencio y de ayuno fue para Él un abandonarse completamente al Padre y a su designio de amor; fue ese mismo un “bautismo”, es decir, una “inmersión” en su voluntad, y en este sentido, una anticipación de la Pasión y de la Cruz. Avanzar en el desierto y quedarse por mucho tiempo solo, significaba exponerse voluntariamente a los asaltos del enemigo, del tentador que hizo caer a Adán y por cuya envidia la muerte entró en el mundo (cfr Sab 2,24); significaba afrontar la batalla con él abiertamente, desafiarlo sin más armas que la confianza sin límites en el amor omnipotente del Padre. Me basta tu amor, me alimento de tu voluntad (cfr Jn 4,34): esta convicción habitaba la mente y el corazón de Jesús durante su “cuaresma”. No fue un acto de orgullo, ni una empresa titánica, sino una elección de humildad, coherente con la Encarnación y el bautismo en el Jordán, en la misma línea de obediencia al amor misericordioso del Padre, que “amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único” (Jn 3,16).

Todo esto lo hizo el Señor Jesús por nosotros. Lo hizo para salvarnos, y al mismo tiempo para mostrarnos el camino para seguirlo. La salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para que tenga un efecto en mi existencia necesita mi consenso, una acogida demostrada en los hechos, es decir, en la voluntad de vivir como Jesús, de caminar detrás de Él. Seguir a Jesús en el desierto cuaresmal es, por lo tanto, una condición necesaria para participar en su Pascua, en su “éxodo”. Adán fue expulsado del Paraíso terrestre, símbolo de la comunión de Dios; ahora, para regresar a esta comunión, y así, a la vida eterna, es necesario atravesar el desierto, la prueba de la fe. ¡No solos, sino con Jesús! Él –como siempre- nos ha precedido y ya ha vencido el combate contra el espíritu del mal. He aquí el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que cada año nos invita a renovar la elección de seguir a Cristo en el camino de la humildad para participar en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.

En esta perspectiva se comprende también el signo penitencial de las cenizas, que son impuestas sobre la cabeza de cuantos inician con buena voluntad el itinerario cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad que significa: me reconozco por lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero también hecha a imagen de Dios y destinada a Él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su aliento vital, capaz de reconocer su voz y responderle; libre y, por ello, capaz también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la autosuficiencia. He aquí el pecado, enfermedad mortal que entró bien pronto para contaminar la tierra bendita que es el ser humano. Creado a imagen del Santo y del Justo, el hombre ha perdido la propia inocencia y ahora puede regresar a ser justo solo gracias a la justicia de Dios, la justicia del amor que –como escribe san Pablo –se manifestó por la fe en Jesucristo” (Rm 3,22). De estas palabras del Apóstol he tomado la idea para mi mensaje, dirigido a todos los fieles en ocasión de esta Cuaresma: una reflexión sobre el tema de la justicia a la luz de las Sagradas Escrituras y de su cumplimiento en Cristo.

También en las lecturas bíblicas del Miércoles de Cenizas está bien presente el tema de la justicia. Ante todo, la página del profeta Joel y el Salmo responsorial –el Miserere- forman un díptico penitencial, que pone de relieve cómo en el origen de toda injusticia material y social está aquella que la Biblia llama “iniquidad”, o sea, el pecado, que consiste fundamentalmente en una desobediencia a Dios, o lo que es lo mismo, una falta de amor. “Sí- confiesa el Salmista- reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, lo que es malo a tus ojos cometí” (Sal 50/51,5-6). El primer acto de justicia es, entonces, reconocer la propia iniquidad, y reconocer que esta está radicada en el “corazón”, en el centro mismo de la persona humana. Los “ayunos”, los “llantos”, los “lamentos” (cfr Jl 2,12) y cada expresión penitencial tiene un valor a los ojos de Dios solamente si son signo de corazones sinceramente arrepentidos. También el Evangelio, tomado del “discurso de la montaña”, insiste sobre la exigencia de practicar la propia “justicia” – limosna, oración, ayuno- no frente a los hombres, sino a los ojos de Dios que “ve en el secreto” (cfr Mt 6,1-6.16-18). La verdadera “recompensa” no es la admiración de los demás, sino la amistad con Dios y la gracia que de ella deriva, una gracia que dona paz y fuerza para hacer el bien, para amar incluso a quien no lo merece, para perdonar a quien nos ha ofendido.

La segunda lectura, el llamado de Pablo a dejarse reconciliar con Dios (cfr 2 Cor 5,20), contiene una de las célebres paradojas paulinas, que conduce a toda la reflexión sobre la justicia al misterio de Cristo: “Aquel que no había conocido el pecado- o sea, su Hijo hecho hombre- Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro, a fin de que nosotros seamos justificados por Él” (2 Cor 5,21). En el corazón de Cristo, es decir, en el centro de su Persona divino-humana, se ha jugado en términos decisivos y definitivos todo el drama de la libertad. Dios ha llevado a las máximas consecuencias el propio designio de salvación permaneciendo fiel a su amor incluso al precio de entregar al Hijo único a la muerte, y a la muerte en la Cruz. Como he escrito en el Mensaje cuaresmal, “aquí se abre la justicia divina, profundamente distinta a la humana … Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es aquella del amor” Rm 13,8-10)”.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma amplía nuestro horizonte, nos orienta hacia la vida eterna. En esta tierra peregrinamos, aquí no poseemos una tierra estable, sino que vamos en busca de aquella tierra futura, dice la Carta a los Hebreos. La Cuaresma nos hace comprender la relatividad de los bienes de esta tierra y nos hace capaces de afrontar las renuncias necesarias, libres para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del cielo, por la presencia de Dios entre nosotros. Amén. 








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