Con el Bautismo, el Señor concede la luz de la fe para que resplandezca en un mundo
que camina entre las tinieblas de la duda
Domingo, 10 ene (RV).- En la celebración de la fiesta del Bautismo del Señor, en un
clima de ternura y alegría, Benedicto XVI ha presidido esta mañana, en el marco magnífico
de la Capilla Sixtina, la Santa Misa durante la cual ha tenido “el gozo de administrar”,
como él mismo ha dicho, el sacramento del Bautismo a siete niñas y siete niños recién
nacidos “acogidos con alegría en la Comunidad cristiana, que desde hoy se ha convertido
en su familia”.
“La fe es un don que hay que descubrir, cultivar y testimoniar
–ha explicado el Papa- Con esta celebración del Bautismo, el Señor concede a cada
uno de nosotros vivir la belleza y la alegría de ser cristianos, para que podamos
introducir a los niños bautizados en la plenitud de la adhesión a Cristo”.
Con
la fiesta del Bautismo de Jesús, ha explicado en Papa en su homilía, “continúa el
ciclo de manifestaciones del Señor, que ha iniciado en Navidad con el nacimiento en
Belén del Verbo encarnado, contemplado por María, José, y los pastores en la humildad
del pesebre. Ha tenido también una etapa importante en la Epifanía, cuando el Mesías,
a través de los Magos, se ha manifestado a todas las gentes. Hoy Jesús se revela,
en las orillas del Jordán, a Juan, y al pueblo de Israel”.
Es la primera ocasión
en la que Él, como hombre maduro, entra en la escena pública, tras haber dejado Nazaret.
Lo encontramos junto al Bautista, al cual acude un gran número de gente, en una escena
insólita. “El suyo es un bautismo
de penitencia. Un signo que invita a la conversión, a cambiar vida, porque se acerca
Aquel que ‘bautizará en Espíritu santo y fuego’. De hecho, no se puede aspirar a un
mundo nuevo quedando inmersos en el egoísmo y en las costumbres arraigadas al pecado”.
También
Jesús abandona la casa y las normales ocupaciones para llegar al Jordán. Llega en
medio de la multitud, que está escuchando al Bautista y se pone en fila como todos
los otros, a la espera de ser bautizado. Juan a penas lo ve intuye que en aquel Hombre
hay algo único, que es el misterioso Otro que esperaba y hacia el cual está orientada
toda su vida. Comprende que está delante de Alguien más grande que él.
“En el Jordán, Jesús,
sin embargo se manifiesta con una extraordinaria humildad, que recuerda la pobreza
y la simplicidad del Niño acostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos con
los cuales, al final de sus días terrenos, llegará a lavar los pies de sus discípulos
y sufrirá la humillación terrible de la cruz”.
“El Hijo de Dios, Aquel que
está sin pecado, -ha afirmado el Pontífice- se pone entre los pecadores. Muestra la
cercanía de Dios al camino de conversión del hombre”. Jesús toma sobre sus hombros
el peso de la culpa de la entera humanidad, “inicia su misión poniéndose en nuestro
lugar, en la perspectiva de la cruz”.
Salido del agua, recogido en oración
tras el bautismo, llega el momento esperado por los profetas: “De hecho, el cielo
se abrió y descendió sobre Él el Espíritu Santo; se oyeron palabras nunca escuchadas
antes: Tú eres mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto”.
El Padre, el Hijo
y el Espíritu Santo descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva.
Si son los ángeles los que anuncian a los pastores el nacimiento del Salvador, y es
la estrella la que advierte a los Magos venidos de Oriente, ahora es la voz misma
del Padre la que indica a los hombres la presencia en el mundo su Hijo y el que invita
a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
“El Evangelio, de hecho,
es para nosotros gracia que da alegría y sentido a la vida. Éste, prosigue el Aposto
Pablo, nos enseña a renegar la impiedad y los deseos mundanos y a vivir en este mundo
con sobriedad, con justicia, y con piedad; es decir, nos conduce a una vida más feliz,
más hermosa, más solidaria, a una vida según el mandato de Dios. Podemos decir que
también para estos niños hoy se abren lo cielos. Ellos reciben el don de la gracia
del Bautismo y el Espíritu Santo habitará en ellos como en un templo, transformando
en profundidad sus corazones”.
El rito del Bautismo ha afirmado asimismo Benedicto
XVI, llama con insistencia al tema de la fe. El Celebrante lo recuerda a los padres
que piden el bautismo para sus propios hijos. Ellos se asumen la tarea de “educarles
en la fe”, para que la vida divina que reciben en don, sea preservada del pecado y
crezca día a día. La fe representa el tema central del Sacramento.
“Queridos amigos, hoy
para estos niños es un gran día. Con el bautismo, ellos, convertidos en partícipes
de la muerte y resurrección de Cristo, inician con Él la aventura gozosa y exaltadora
del discípulo. La liturgia la representa como una experiencia de luz. De hecho, entregando
a cada uno el cirio encendido en el cirio pascual, la Iglesia afirma: ‘Recibís la
luz de Cristo’”.
En esta luz los niños bautizados deberán caminar toda su vida,
ayudados por las palabras y el ejemplo de sus padres, padrinos y madrinas: “Todos ellos deberán
empeñarse para alimentar con las palabras y el testimonio de sus vidas, las llamas
de la fe de estos niños, para que pueda resplandecer en este mundo nuestro, que a
menudo va a ciegas entre las tinieblas de la duda, la luz del Evangelio que es vida
y esperanza.
A continuación les ofrecemos el texto íntegro de la Homilía
del Santo Padre: Queridos hermanos y hermanas En la fiesta
del Bautismo del Señor, también este año tengo la alegría de administrar el sacramento
del Bautismo a algunos recién nacidos, que sus padres presentan a la Iglesia. Sean
bienvenidos, queridos padres y madres de estos pequeños, y Uds. padrinos y madrinas,
amigos y parientes. Demos gracias a Dios, que hoy llama a estas siete niñas y a estos
siete niños a ser sus hijos en Cristo. Los circundamos con la oración y el afecto
y los recibimos con alegría en la comunidad cristiana, que de hoy se convierte en
su familia. Con la fiesta del Bautismo de Jesús continua el
ciclo de las manifestaciones del Señor, que inició en Navidad con el nacimiento en
Belén del Verbo encarnado, contemplado por María, José y los pastores en la humildad
del pesebre, y que ha tenido una etapa importante en la Epifania, cuando el Mesías,
a través de los magos se ha manifestado a todas las gentes. Hoy Jesús se revela, sobre
la orillas del río Jordán, a Juan y al pueblo de Israel. Es la primera ocasión en
que él, hombre maduro, entra en la escena publica, después de haber dejado Nazaret.
Lo encontramos junto al Bautista, a quien se llega un gran número de gente, en una
escena inusitada. En el fragmento del evangelio, poco antes proclamado, san Lucas
observa sobre todo que el pueblo "estaba en espera" (3,15). El subraya, así, que la
espera de Israel, asume, en aquellas personas que habían dejado sus casas y sus empeños
habituales, el profundo deseo de un mundo diverso y de palabras nuevas, que parece
que encuentran respuesta propiamente en palabras severas, comprometidas, pero llenas
de esperanza del Precursor. El suyo es un bautismo de penitencia, un signo que invita
a la conversión, a cambiar de vida, porque se acerca Aquel que "bautizara en Espíritu
Santo y fuego” (3,16). De hecho, no se puede aspirar a un mundo nuevo permaneciendo
inmersos en el egoísmo y en los hábitos ligados al pecado. También Jesús abandona
la casa y las ocupaciones habituales para alcanzar el Jordán. Llega en medio de la
multitud que esta escuchando al Bautista y se pone en fila como todos, en espera de
ser bautizado. Juan apenas lo ve llegar intuye que en aquel Hombre hay algo de único,
que es el misterioso Otro que esperaba y hacia el cual estaba orientada toda su vida.
Comprende que se encuentra frente a uno más grande que él y que no es digno ni siquiera
de desatarle las sandalias. Hacia el Jordán, Jesús se manifiesta
con una extraordinaria humildad, que reclama la pobreza y la simplicidad del Niño
depositado en el comedero del pesebre, y anticipa los sentimientos con los cuales,
al término de sus días terrenos, llegara a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá
la humillación terrible de la cruz. El Hijo de Dios, Aquel que es sin pecado, se pone
entre los pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del hombre.
Jesús toma sobre sus espaldas el peso de la culpa de la entera humanidad, inicia su
misión poniéndose en el lugar de los pecadores, en la perspectiva de la cruz. Mientras
que, recogido en oración, después del bautismo, sale del agua, se abren los cielos.
Es el momento esperado de la multitud de los profetas. “Si tu rasgaras los cielos
y descendieras", había invocado Isaías (63,19). En este momento, pareciera sugerir
san Lucas, esta oración viene escuchada. De hecho "El cielo se abre y desciende sobre
él el Espíritu Santo" (3,21-22); se oyeron palabras jamás escuchadas antes: "Tú eres
mi Hijo, el amado, en ti me complazco” (v. 22). Jesús saliendo del agua, como afirma
san Gregorio Nacianceno “ve rasgarse y abrirse los cielos, aquellos cielos que Adán
había cerrado para sí y para toda su descendencia” (Discurso 39 para el bautismo del
Señor, PG 36). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre los
hombres y nos muestran su amor que salva. Si son los ángeles los que acercan a los
pastores el anuncio del nacimiento del Salvador, y la estrella a los Magos venidos
de Oriente, ahora es la voz misma del Padre que indica a los hombres la presencia
en el mundo de su Hijo, y la que invita a mirar hacia la resurrección, hacia la victoria
de Cristo sobre el pecado y la muerte. El feliz anuncio del
Evangelio es el eco de esta voz que desciende de lo alto. Por esto, con razón, Pablo,
como hemos escuchado en la segunda lectura, escribe a Tito: "Hijo mío, ha aparecido
la gracia de Dios, que porta la salvación a todos los hombres (2,11). El Evangelio
es para nosotros y por nosotros gracia que da alegría y sentido a la vida. Ella, prosigue
el Apóstol "nos enseña a renegar de la impiedad y los deseos mundanos y a vivir en
este mundo con sobriedad, con justicia y piedad” (v. 12); nos conduce, esto es, a
una vida más feliz, más bella, mas solidaria, a una vida según Dios. Podemos decir
que también para estos niños hoy se abren los cielos. Ellos recibirán como don la
gracia del Bautismo y el Espíritu Santo habitará en ellos como en un templo, transformando
en profundidad sus corazones. Desde este momento la voz del Padre los llamara también
a ellos a ser sus hijos en Cristo y, en la familia que es la Iglesia, donará a cada
uno el don sublime de la fe. Este don, ahora que no tienen la posibilidad de entender
plenamente, será depositado en sus corazones como una semilla de vida, que espera
desarrollarse y dar fruto. Hoy vienen bautizados en la fe de la Iglesia, profesada
por sus padres, por sus padrinos y madrinas y por los cristianos presentes, que después
los conducirán de su mano en el seguimiento de Cristo. El rito del bautismo reclama
con insistencia el tema de la fe. Ya al inicio cuando el Celebrante recuerda a los
padres que piden el bautismo para sus propios hijos, que ellos asumen el compromiso
de "educarlos en la fe". Este llamado se hace de un modo todavía más fuerte a los
padres y padrinos en la tercera parte de la celebración, que inicia con las palabras
dirigidas a ellos: "A Uds. les compete educarlos en la fe para que la vida divina
que reciben como don sea preservada del pecado y crezca día a día. Si entonces, en
fuerza de vuestra fe, están dispuestos a asumir este compromiso... hagan ahora su
profesión en Cristo Jesús. Es la fe de la Iglesia en la que vuestros hijos vienen
bautizados”. Las palabras del rito sugieren que, de algún modo, la profesión
de fe y la renuncia al pecado, que hacen los padres, padrinos y madrinas, representan
la premisa necesaria para que la Iglesia confiera el Bautismo a sus hijos. Inmediatamente
antes de la efusión del agua en la cabeza de los recién nacidos, hay un ulterior llamado
a la fe. El celebrante dirige una última pregunta: " ¿Quieren que este niño reciba
el Bautismo en la fe de la Iglesia que todos juntos hemos profesado?”. Y solo después
de la respuesta afirmativa viene administrado el Sacramento. También en los ritos
explicativos - unción con el crisma, imposición de la vestidura blanca y del cirio
encendido, gesto del "effeta"- la fe representa el tema central. “Cuiden - dice la
formula que acompaña la entrega del cirio- que vuestros hijos vivan siempre como
hijos de la luz; y perseverando en la fe, vayan al encuentro del Señor que viene”;
“El Señor Jesús – afirma todavía el celebrante en el rito del 'effeta"- te conceda
escuchar pronto su palabra, y de profesar tu fe, para alabanza y gloria de Dios Padre".
Después todo es coronado por la bendición final que recuerda todavía a los padres
el compromiso de ser para sus hijos “los primeros testigos de la fe”. Queridos
amigos, hoy para estos niños es un gran día. Con el Bautismo, ellos, hechos partícipes
de la muerte y resurrección de Cristo, inician con él la aventura feliz y exaltante
de discípulos. La liturgia la presenta como una experiencia de luz. De hecho, entregando
a cada uno la vela encendida en el cirio pascual, la Iglesia afirma: "¡Reciban la
luz de Cristo!”. Es propio del Bautismo iluminar con la luz de Cristo, abrir los ojos
a su esplendor e introducir al misterio de Dios a través del lumen divino de la fe.
En esta luz los niños que están por ser bautizados deberán caminar por toda la vida,
ayudados por la palabra y el ejemplo de sus padres, de sus padrinos y madrinas. Estos
deberán empeñarse en alimentar con las palabras y el testimonio de sus vidas las llamas
de la fe de los niños, para que puedan resplandecer en nuestro mundo, que naufraga
seguido en las tinieblas de la duda, y acercar la luz del Evangelio que es vida y
esperanza. Solo así, de adultos podrán pronunciar con plena conciencia la formula
colocada al final de la profesión de fe presente en el rito: “Esta es nuestra fe.
Esta la fe de la Iglesia. Y nosotros nos gloriamos de profesarla en Cristo Jesús nuestro
Señor”. También en nuestros días la fe es un don para redescubrir,
para cultivar y para testimoniar. Con esta celebración del Bautismo, el Señor nos
conceda a cada uno de nosotros vivir en la belleza y en la alegría de ser cristianos,
para que podamos introducir a los niños bautizados a la plenitud de la adhesión a
Cristo. Confiemos a estos niños a la intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle
a Ella que, revestidos de la vestidura blanca, signo de la nueva dignidad de hijos
de Dios, seamos por toda nuestra vida fieles discípulos de Cristo y valientes testigos
del Evangelio. Amen.