2009-12-08 13:44:42

Card. Rouco: La Inmaculada reclama a los cristianos mayor compromiso por la vida


Martes, 8 dic (RV).- En la homilía celebrada en la Catedral de la Almudena de Madrid en la Vigilia de la Inmaculada, el cardenal arzobispo de Madrid, don Antonio María Rouco Varela dijo que “llamar a María, Inmaculada Concepción no fue un fruto más o menos sentimental y poético de la admiración del pueblo cristiano por María, sino sobre todo la respuesta de la fe de la Iglesia, surgida de la lectura, meditación y acogida del relato de la Anunciación que nos trasmite con tanta belleza y emoción el Evangelio de San Lucas”.

Y al iniciarse el nuevo año litúrgico, preparándonos para el nuevo Nacimiento de su Hijo queremos -afirmó el arzobispo de Madrid- proclamar de nuevo al mundo nuestra fe en María, la Inmaculada Concepción, Reina y Madre de Misericordia, Vida, Dulzura y Esperanza nuestra: ¡Madre de la nueva Vida! Al amparo virginal de María Inmaculada, Madre de la Vida, podremos configurar y conducir toda nuestra existencia como una vocación para la vida que no tiene fin: la vida sobrenatural, la misma vida de Dios.

“La celebración de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de este año 2009, inmerso en una profunda situación crítica, no sólo económica sino también cultural, moral y religiosa, -explicó el cardenal Rouco Varela- reclama de los cristianos: primero, un serio, consecuente y valiente compromiso por “la vida”; y, segundo, el recurso frecuente y perseverante a la plegaria dirigida y confiada al amor maternal de María Santísima nuestra Madre, Virgen Inmaculada y Purísima, Madre de la Vida. ¡Oh María, aurora del mundo nuevo, Madre de los vivientes, a ti confiamos la causa de la vida.
 Texto completo de la Homilía:
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

De nuevo, en el comienzo del Año litúrgico y a la espera de una nueva venida del Señor, nos reunimos para celebrar la solemnísima Vigilia Eucarística de la Inmaculada de tan hondas raíces en la cultura y en la piedad mariana del Madrid contemporáneo.

Queremos honrar a María, demostrarle nuestro amor. Un amor renovado por la gracia del perdón recibido en el sacramento de la penitencia y por la oración compartida de esta noche ofreciendo con toda la Iglesia sobre el altar de la Eucaristía el sacrificio de la Cruz de su Hijo, comulgando su sacratísimo Cuerpo y Sangre derramada por la salvación del mundo.

A María la llamamos con el entrañable lenguaje de la fe y de la tradición cristiana: Madre de Dios y Madre nuestra, Virgen Misericordiosa. Hoy la reconocemos y veneramos especialmente como “la Inmaculada” y “la Purísima”. Expresión típica de la devoción mariana de España, querida y defendida tenaz y ardientemente por nuestros padres y antepasados en la Fe. Una advocación, por cierto, de extraordinaria actualidad por lo que evoca de perenne verdad divino-humana y por las resonancias en ella de la problemática más aguda y dramática de nuestro tiempo.

Por eso hoy con nuevas y apremiantes razones proclamamos que es “Purísima” sintiendo muy hondamente las palabras del Prefacio:

“Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el cordero inocente que quita el pecado del mundo, Purísima la que, entre todos los hombres, es abogada de gracia y ejemplo de santidad”.

Llamar a María, Inmaculada Concepción no fue un fruto más o menos sentimental y poético de la admiración del pueblo cristiano por María, la Madre de Jesucristo su Señor y Salvador, sino sobre todo respuesta de la fe de la Iglesia, surgida y alimentada con la lectura, meditación y acogida cordial del relato de la Anunciación que nos trasmitió y trasmite con tanta belleza y emoción literaria el Evangelio de San Lucas.

¿Cómo no iba el Magisterio de los Pastores de la Iglesia, unidos en comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro, descubrir en el saludo y en las palabras del Ángel Gabriel, anunciando a María que había sido elegida para ser la Madre del Hijo del Altísimo, una vocación totalmente singular y única que la hacía bendita entre todas las mujeres desde el momento inicial de su vida? Los fieles cristianos los acompañarán y seguirán con una fe pronta y lúcida. “Llena de Gracia, el Señor está contigo” le dice el Ángel a María. Su hijo se llamará Jesús, ¡“será grande”! “El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. Concebirá por obra del Espíritu Santo; sin concurso de varón.

La fe de la Iglesia percibe desde el principio, y cada vez con mayor nitidez, que María es aquella mujer de la que hablaba el libro del Génesis, “que herirá la cabeza” a la serpiente cuando ésta la hiera en el talón: la contrapuesta a Eva, la mujer por la que se había iniciado la historia del hombre pecador. A María se la identificará, sin vacilar, como la Mujer nueva; madre de la nueva estirpe; iniciadora de la nueva historia del hombre: ¡una historia de gracia, de santidad y de vida! Dios la elige y llama para ser la madre del autor de la salvación. De esta perspectiva histórica-salvífica, desde la que la Iglesia contempla a María leyendo el Evangelio de San Lucas, hasta la afirmación solemne de que ella misma por la previsión del amor redentor de su Hijo ha quedado envuelta y configurada por la misericordia y la gracia desbordante del Padre desde el momento de su concepción, no había más que un paso. Su Santidad el Beato, Pío IX, lo daría una luminosa mañana del 8 de diciembre de 1854, declarando, proclamando y definiendo que “la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por los fieles”. El pueblo cristiano de España, junto con sus Obispos, sus teólogos, sus poetas y artistas venía sosteniendo esta verdad con corazón ardiente y lúcidamente creyente desde siempre manifestándola en y con formas de exquisita ternura y de profunda sensibilidad espiritual.

3.        Hoy, al iniciarse el nuevo año litúrgico, preparándonos para el nuevo Nacimiento de su Hijo en la España de nuestros días, sus hijos y sus hijas queremos proclamar de nuevo al mundo nuestra fe en María, la Inmaculada Concepción, Reina y Madre de Misericordia, Vida, Dulzura y Esperanza nuestra: ¡Madre de la nueva humanidad redimida y salvada por su divino Hijo!; ¡Madre de la nueva Vida!

Hoy la volvemos a cantar con nuevo y suplicante fervor “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor está contigo”. Se lo decimos con amor filial, unidos en el seno de nuestras familias, con nuestros hijos, en casa, con nuestros jóvenes y mayores, con los sanos y los enfermos, con los pobres y los afligidos por el desempleo y con los que lo conservan. Se lo decimos hoy y aquí reunidos en la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia. Es el saludo lleno del amor que nos sale espontánea y fervorosamente del corazón con el júbilo de celebrar su “Inmaculada Concepción” en esta su Iglesia Catedral de “La Almudena”; Ella es la madre de la vida.

4.        Sí, María Inmaculada es la Madre de la Vida.

El fruto del árbol prohibido del que habían comido Adán y Eva encerraba en su interior la semilla de la muerte. Nuestros primeros padres habían hecho un uso de la libertad contra Dios, contra aquél que les había dado la vida. La consecuencia no podía ser otra que aquella que su Creador les aclaró y predijo: moriréis. Sus palabras, dirigidas a Adán, fueron claras: “porque eres polvo y al polvo tornarás” (Ge 3,19). Su pecado, pecado de origen para toda la familia humana, conllevaba consigo la muerte. San Pablo lo explicará más tarde a los Romanos con una extraordinaria concisión: “Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron” (Rom 5, 12).

Sin embargo, en aquel primer momento de la historia del pecado y de la muerte se abría para el hombre por un designio de infinito amor misericordioso de Dios el camino de la gracia y de la vida. Dios les había prometido la victoria de otra mujer un nueva Eva sobre “la serpiente traidora”, el diablo, el príncipe del mal: ¡la victoria de María! Con ella, Madre del Redentor, Hijo de Dios e Hijo suyo, se iniciaba por parte del hombre el uso de la libertad obediente al amor misericordioso de Dios, preanunciado y anticipado en Ella y por Ella con sus palabras de respuesta al Ángel: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Desde entonces el hombre para recuperar la posibilidad de un entendimiento, de una voluntad y de un corazón que sepan amar le basta con colocarse al pie de la Cruz junto a María y dejarse bañar por el agua y la sangre que sale del Divino Corazón de Jesús, de Jesucristo Crucificado. De este modo se pone en condiciones de recuperar sana y salva, más aún, ¡gloriosa! la vida, con la novedad de ese Crucificado que ya Resucitado y Victorioso vive presente y operante en su Iglesia. Con Él, Rey del Universo, y junto a Ella, Reina de todos los santos, podemos ya vencer la muerte: la muerte eterna y la muerte temporal; en una palabra ¡la Muerte! Sí, al amparo virginal de María Inmaculada, Madre de la Vida, podremos configurar y conducir toda nuestra existencia como una vocación para la vida que no tiene fin: la vida sobrenatural, la misma vida de Dios.

Nuestra vida en este mundo recobra pues a la luz del Misterio de la Inmaculada Concepción de María todo su significado personal y social.

La vida es un don de Dios desde el principio de la creación que se ve recuperado y restaurado en todo su valor por la ofrenda de su Cuerpo y de su Sangre que por amor hizo el Hijo de Dios e Hijo de María al Padre de toda misericordia. La vida que recibe el hombre de forma sagrada y gratuita por la creación, aparece ahora a la luz de la verdad de Jesucristo, Redentor del hombre, como un don para vivir la plenitud del amor que madura en el tiempo y florece gloriosamente en la eternidad: ¡como el amor más grande que vence verdadera y radicalmente a la muerte! Desconocer, despreciar, maltratar y eliminar la vida física del hombre, sea cual sea el momento y la situación en que se encuentre desde el instante de su concepción hasta el momento de su muerte natural, implica el desprecio, el rechazo y la destrucción del don de la vida en su totalidad. Significa rechazar a Cristo, el Autor de la nueva vida. Una cruel versión contemporánea del pecado de origen. Una radicalización suma del no a Dios, de la rebelión contra Él.

¿Qué puede resultar para el futuro de una sociedad que acepta el aborto y lo facilita, que se deja inclinar por la pendiente inhumana e inmoral de la eutanasia, sino el de devenir una mal llamada civilización donde triunfa la muerte en todas sus variantes? Juan Pablo II lo avisaba con palabras proféticas. Para el hombre y la sociedad contemporáneas no hay nada más que una alternativa: la del Evangelio de la vida, del respeto y cuidado del don de la vida inviolable y sagrada y de la consiguiente “civilización del amor”, o la de la cultura y civilización de la muerte y de la muerte del amor. Para un cristiano, para un hijo de María la Madre de la Iglesia, la elección es clara: ¡es la “del sí” incondicional al Evangelio de la vida! Hoy de nuevo en esta Vigilia de plegaría Eucarística con la renovación gozosa de nuestra veneración y amor a la Virgen Inmaculada queremos profesar y afirmar, desde lo más hondo de nuestro corazón el propósito decidido de testimoniar y de realizar el sí al Evangelio de la Vida en todos los ámbitos de nuestra realización personal y en la sociedad como testigos valientes y públicos del Evangelio de Jesucristo. Nuestro Santo Padre Benedicto XVI nos recuerda en su última Encíclica, al examinar la crisis de nuestro tiempo con clarividencia evangélica, que “la apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica” (CIV, 44).

            La celebración de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de este año 2009, inmerso en una profunda situación crítica no sólo económica sino también cultural, moral y religiosa, reclama de los cristianos, especialmente de los jóvenes y de las familias: primero, un serio, consecuente y valiente compromiso por “la vida”; y, segundo, el recurso frecuente y perseverante a la plegaria dirigida y confiada al amor maternal de María Santísima nuestra Madre, Virgen Inmaculada y Purísima, Madre de la Vida. ¡Que bella y actual nos suena la oración a María de Juan Pablo II, puesta al final de su Encíclica de 1995 “Evangelium vitae” como un hermoso colofón:

                        Oh María,
                        aurora del mundo nuevo,
                        Madre de los vivientes,
                        a ti confiamos :
                        mira, Madre, el número inmenso
                        de niños a quienes se impide nacer;
                        de pobres a quienes se hace difícil vivir;
                        de hombres y mujeres víctimas
                        de violencia inhumana;
                        de ancianos y enfermos muertos
                        a causa de la indiferencia
                        o de una presunta piedad.
                        Haz que quienes creen en tu Hijo
                        Sepan anunciar con firmeza y amor
                        a los hombres de nuestros tiempo
                        el Evangelio de la vida.
                        Alcánzales la gracia de acogerlo
                        como don siempre nuevo;
                        la alegría de celebrarlo con gratitud
                        durante toda su existencia,
                        y la valentía de testimoniarlo
                        con solícita constancia, para construir,
                        junto con todos los hombres
                        de buena voluntad,
                        la civilización de la verdad y del amor,
                        para alabanza y gloria de Dios creador
                        y amante de la vida.
           
                        AMEN.

 







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