Benedicto XVI subraya la necesidad de una Iglesia “pobre y libre” en diálogo con el
mundo moderno para responder a los retos del III milenio
Domingo, 8 nov (RV).- Benedicto XVI ha presidido la concelebración eucarística en
la plaza Pablo VI de Brescia ante la catedral en la que han participado miles de fieles
a quienes ha manifestado, en la homilía, su alegría por poder partir con ellos el
pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, en el corazón de la diócesis de Brescia,
donde nació y recibió su formación juvenil el siervo de Dios Juan Bautista Montini,
el papa Pablo VI, y tras saludar a todos los presentes y de manera particular al obispo,
Mons. Luciano Monari, ha reflexionado sobre los textos que la liturgia de hoy nos
propone y que aluden a la generosidad de la viuda, así como al contexto en el que
se desarrolla este acto que el Santo Padre ha denominado “icono evangélico” en el
Templo de Jerusalén, centro religioso del pueblo de Israel y corazón de toda su vida.
El
gesto que realiza la viuda colocando en el cepillo del Templo las últimas monedas
que le quedaban es un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, expresa la característica
fundamental de quienes son “piedras vivas” de este nuevo Templo, expresa la donación
completa de sí al Señor y al prójimo. Este es el significado perenne de la ofrenda
de la viuda pobre, que Jesús exalta porque – dice – ha dado más que los ricos, que
dan de lo que les sobra, mientras que ella ha dado todo lo que tenía para vivir (cfr.
Mc 12,44).
“A partir de este icono
evangélico, deseo meditar brevemente sobre el misterio de la Iglesia, y de esta manera
rendir homenaje a la memoria del gran papa Pablo VI, que consagró a ella toda su vida.
La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el
tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto
a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios”.
Y
aludiendo a la Carta a los Hebreos en la que se narra que a Dios le bastó el sacrificio
de Jesús, ofrecido “una sola vez”, para salvar al mundo entero Benedicto XVI ha subarayado
que “la Iglesia, que incesantemente nace de la Eucaristía, es la continuación de este
don, de esta sobreabundancia que se expresa en la pobreza, del todo que se ofrece
en el fragmento. Es el Cuerpo de Cristo que se dona enteramente, Cuerpo partido y
compartido, en constante adhesión a la voluntad de su Cabeza”.
“Es esta la Iglesia
que el siervo de Dios Pablo VI amó con amor apasionado y ha procurado con todas sus
fuerzas hacer comprender y amar. Releamos su Pensamiento en la muerte, allá donde,
en la parte conclusiva, habla de la Iglesia. “Pudiera decir – escribe – que siempre
la he amado… y que por ella, no por otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera
que la Iglesia lo supiera”. “Quisiera finalmente comprenderla toda, en su historia,
en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición,
en su humana e imperfecta consistencia, en sus desgracias y sufrimientos, en las debilidades
y las miserias de tantos de sus hijos, en sus aspectos menos simpáticos, y en el esfuerzo
perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo Místico de Cristo.
Quisiera abrazarla, saludarla, amarla, en cada ser que la compone, en cada Obispo
y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla”.
A
este punto, Benedicto XVI se ha preguntado, ¿Qué se puede añadir a palabras tan altas
e intensas? Y ha proseguido: “Pablo VI dedicó todas sus energías al servicio de una
Iglesia lo más conforme posible a su Señor Jesucristo, de modo que, encontrándola,
el hombre contemporáneo pudiera encontrar a Jesús, porque de Él tiene necesidad absoluta.
Este es el anhelo profundo del Concilio Vaticano II, al que corresponde la reflexión
del papa Pablo VI sobre la Iglesia. Él quería exponer de forma programática algunos
puntos importantes en su primera Encíclica, Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964,
cuando aún no habían visto la luz las Constituciones conciliares Lumen gentium y Gaudium
et spes.
“Con aquella Encíclica
el Pontífice se proponía explicar a todos la importancia de la Iglesia para la salvación
de la humanidad, y al mismo tiempo, la exigencia que entre la comunidad eclesial y
la sociedad se establezca una relación de mutuo conocimiento y amor (cfr Enchiridion
Vaticanum, 2, p. 199, n. 164). “Conciencia”, “renovación”, “diálogo”: estas son las
tres palabras elegidas por Pablo VI para expresar sus “pensamientos” dominantes –
como él los define – en el inicio de ministerio petrino, y la tres tienen que ver
con la Iglesia. Ante todo, la exigencia que ella profundice el conocimiento de sí
misma: origen, naturaleza, misión, destino final; en segundo lugar, su necesidad de
renovarse y purificarse mirando al modelo que es Cristo; en fin, el problema de sus
relaciones con el mundo moderno (cfr ibid., pp. 203-205, nn. 166-168).
La reflexión
del Papa Montini sobre la Iglesia es más que nunca actual; y aún más es precioso el
ejemplo de su amor por ella, inseparable del amor por Cristo ha precisado el Santo
Padre dirigiéndose especialmente a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:
“¿Cómo no ver que la
cuestión de la Iglesia, de su necesidad en el designio de salvación y de su relación
con el mundo, siguen siendo hoy, absolutamente centrales? ¿Que, además, los desarrollos
de la secularización y la globalización la han hecho aún más radical, en la confrontación
con el olvido de Dios, por una parte, y con las religiones no cristianas, por otra?
“El misterio de la Iglesia – leemos siempre en la Encíclica Ecclesiam suam – no es
un simple objeto de conocimiento teológico, debe ser un hecho vivido, en el que antes
de tener una clara noción, el alma fiel puede tener una cuasi connatural experiencia”
(ibid., p 229, n. 178). Esto presupone una robusta vida interior, que es “la gran
fuente de la espiritualidad de la Iglesia, su propio modo de recibir la irradiación
del Espíritu de Cristo, expresión radical e insustituible de su actividad religiosa
y social, inviolable defensa y fuente de energía en su difícil contacto con el mundo
profano” (ibid., p. 231, n. 179).
También en su homilía Benedicto XVI ha aprovechado
la ocasión para referirse al año sacerdotal que estamos celebrando teniendo como telón
de fondo las palabras de su predecesor Pablo VI en lo que se refiere al celibato sacerdotal.
Palabras que ha dedicado sacerdotes de la diócesis de Brescia, así como a los jóvenes
que se están formando en el Seminario:
“«Tomado por Cristo
Jesús» (Fil 3,12) hasta el abandono de sí mismo a él, el sacerdote se configura más
perfectamente a Cristo también en el amor con el cual el eterno Sacerdote ha amado
a la Iglesia, su Cuerpo, ofreciendo todo de sí por ella… La virginidad consagrada
de los ministros sagrados manifiesta, en efecto, el amor virginal de Cristo por la
Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión” (Sacerdotalis caelibatus,
26). Queridos hermanos, los ejemplos sacerdotales del siervo de Dios Juan Bautista
Montini os guíen siempre, e que interceda por vosotros San Arcángel Tadini, que poco
antes he venerado en la breve visita a Botticino”.
El Pontífice ha finalizado
su homilía subrayando la vitalidad de los laicos en el apostolado asociado y en su
compromiso social y teniendo en cuenta las Enseñanzas de Pablo VI ha recordado también
el compromiso que tuvo en promover la vida consagrada y ha pedido rezar para que el
fulgor de la belleza divina resplandezca en cada comunidad y que la Iglesia sea signo
luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos obtenga esta gracia
María, a quien Pablo VI quiso proclamar, al final del Concilio Ecuménico Vaticano
II, Madre de la Iglesia.
Benedicto XVI llegaba esta mañana a Ghedi procedente
del aeropuerto romano de Ciampino tras haber abandonado la Ciudad del Vaticano en
helicóptero pasadas las ocho de la mañana. Antes de llegar a Brescia se ha detenido
en la parroquia de Botticino Sera donde ha venerado los restos mortales de san Arcángel
Tadini a quién se ha referido el Santo Padre al pronunciar unas breves palabras al
salir del templo.
Está previsto que esta tarde el Pontífice se traslade a
Concesio donde visitará la casa natal del Papa Montini y se encontrará con algunos
miembros de la familia. Después se trasladará a la nueva sede del Instituto Pablo
VI y en el auditorium Vittorio Montini tendrá lugar la ceremonia oficial de inauguración
de este complejo y la entrega del VI Premio internacional Pablo VI. Benedicto XVI
finalizará su visita pastoral a la tierra natal de Giovanni Battista Montini visitando
la parroquia de San Antonio donde fue bautizado el siervo de Dios Pablo VI dando de
esta manera por finalizado su décimo séptimo viaje pastoral que realiza en Italia.
HOMILÍA
COMPLETA
¡Queridos hermanos y hermanas!
Estoy
muy alegre al poder partir con ustedes el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía,
aquí, en el corazón de la Diócesis de Brescia, donde nació y recibió su formación
juvenil el siervo de Dios Juan Bautista Montini, el Papa Pablo VI. ¡Saludo a todos
con afecto y les agradezco por la calurosa bienvenida! Agradezco de manera particular
al obispo, Mons. Luciano Monari, por las palabras que me ha dirigido al inicio de
la celebración, y con él saludo a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes
y a los diáconos, a los religiosos y a las religiosas, y a todos los agentes de pastoral.
Doy las gracias al alcalde y a las autoridades civiles y militares. Dirijo un pensamiento
especial a los enfermos que se encuentran en el interior de la catedral.
En
el centro de la Liturgia de la Palabra de este domingo – el trigésimo segundo del
Tiempo Ordinario – encontramos el personaje de la viuda pobre, o para ser más precisos,
el gesto que realiza colocando en el cepillo del Templo las últimas monedas que le
quedaban. Un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial:
“el óbolo de la viuda”, en efecto, es sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas
lo poco que posee. Pero antes quisiera subrayar la importancia del ambiente en el
que se desarrolla el episodio evangélico, esto es, el Templo de Jerusalén, centro
religioso del pueblo de Israel y corazón de toda su vida. El Templo es el lugar del
culto público y solemne, y también de las peregrinaciones, de los ritos tradicionales,
y de las disputas rabínicas, como las que nos narra el Evangelio, en las que Jesús
se comporta a la manera de los maestros, pero enseñando con una singular autoridad.
Él pronuncia juicios severos en el enfrentamiento con los escribas, por su hipocresía:
ellos, en efecto, mientras hacen gala de una gran religiosidad, explotan a la pobre
gente imponiendo obligaciones que ellos mismos no cumplen. Jesús, en resumen, se demuestra
afecto al Templo como casa de oración, y precisamente por ello lo quiere purificar
de los usos impropios, es más, quiere revelarnos el significado más profundo, ligado
al cumplimiento de su mismo misterio. El episodio de la ofrenda de la
viuda se circunscribe a tal contexto y nos conduce, a través de la mirada del mismo
Jesús, a fijar la atención sobre un aspecto particular, fugaz, pero decisivo: el gesto
de una viuda, muy pobre, que coloca en el cepillo del Templo dos monedas. Jesús nos
dice a nosotros, como lo dijo aquel día a los discípulos: ¡Pongan atención! Miren
bien qué hace aquella viuda, porque su acto contiene una gran enseñanza; en efecto,
este acto expresa la característica fundamental de quienes son “piedras vivas” de
este nuevo Templo, expresa la donación completa de sí al Señor y al prójimo. Este
es el significado perenne de la ofrenda de la viuda pobre, que Jesús exalta porque
– dice – ha dado más que los ricos, que dan de lo que les sobre, mientras que ella
ha dado todo lo que tenía para vivir (cfr. Mc 12,44).
¡Queridos amigos!
A partir de este icono evangélico, deseo meditar brevemente sobre el misterio de la
Iglesia, y de esta manera rendir homenaje a la memoria del gran papa Pablo VI, que
consagró a ella toda su vida. La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga
en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente
insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo
a los ojos de Dios. Como dice la Carta a los Hebreos – también en el texto que hemos
escuchado – a Dios le bastó el sacrificio de Jesús, ofrecido “una sola vez”, para
salvar al mundo entero (cfr. Hb 9,26.28), porque en aquella única oblación está condensado
todo el amor divino, como en el gesto de la viuda está concentrado todo el amor de
aquella mujer por Dios y por los hermanos: no falta nada ni nada se podría añadir.
La Iglesia, que incesantemente nace de la Eucaristía, es la continuación de este don,
de esta sobreabundancia que se expresa en la pobreza, del todo que se ofrece en el
fragmento. Es el cuerpo de Cristo que se dona enteramente, cuerpo partido y compartido,
en constante adhesión a la voluntad de su cabeza. Estoy contento porque están profundizando
la naturaleza eucarística de la Iglesia, guiados por la carta pastoral de su obispo.
Es
esta la Iglesia que el siervo de Dios Pablo VI amó con amor apasionado y ha procurado
con todas sus fuerzas hacer comprender y amar. Releamos su Pensamiento en la muerte,
allá donde, en la parte conclusiva, habla de la Iglesia. “Pudiera decir – escribe
– que siempre la he amado… y que por ella, no por otra cosa, me parece haber vivido.
Pero quisiera que la Iglesia lo supiera”. Son los acentos de un corazón palpitante,
que prosigue de esta manera: “Quisiera finalmente comprenderla toda, en su historia,
en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición,
en su humana e imperfecta consistencia, en sus desgracias y sufrimientos, en las debilidades
y las miserias de tantos de sus hijos, en sus aspectos menos simpáticos, y en el esfuerzo
perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo Místico de Cristo.
Quisiera abrazarla, saludarla, amarla, en cada ser que la compone, en cada Obispo
y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla”.
Y las últimas palabras son para ella, como a la esposa de toda la vida: “¿Y qué diré
a la Iglesia, a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones de Dios estén sobre
ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten el sentido de las verdaderas
y profundas necesidades de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, fuerte y
amorosa hacia Cristo”.
¿Qué se puede añadir a palabras tan altas e intensas?
Sólo quisiera subrayar esta última visión de la Iglesia “pobre y libre”, que nos lleva
a la figura evangélica de la viuda. Así debe ser la comunidad eclesial, para llegar
a hablar a la humanidad contemporánea. El encuentro y el diálogo de la Iglesia con
la humanidad de nuestro tiempo estaban de manera particular en el corazón de Juan
Bautista Montini en todas las etapas de su vida, desde sus primeros años de sacerdocio
hasta el pontificado. Él dedicó todas sus energías al servicio de una Iglesia lo más
conforme posible a su Señor Jesucristo, de modo que, encontrándolo a él, el hombre
contemporáneo pudiera encontrar a Jesús, porque de Él tiene necesidad absoluta. Este
es el anhelo profundo del Concilio Vaticano II, al que corresponde la reflexión del
papa Pablo VI sobre la Iglesia. Él quería exponer de forma programática algunos puntos
importantes en su primera Encíclica, Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964, cuando
aún no habían visto la luz las Constituciones conciliares Lumen gentium y Gaudium
et spes.
Con aquella Encíclica el Pontífice se proponía explicar a todos
la importancia de la Iglesia para la salvación de la humanidad, y al mismo tiempo,
la exigencia que entre la Comunidad eclesial y la sociedad se establezca una relación
de mutuo conocimiento y amor (cfr Enchiridion Vaticanum, 2, p. 199, n. 164). “Conciencia”,
“renovación”, “diálogo”: estas son las tres palabras elegidas por Pablo VI para expresar
sus “pensamientos” dominantes – como él los define – en el inicio de ministerio petrino,
y la tres tienen que ver con la Iglesia. Ante todo, la exigencia que ella profundice
el conocimiento de sí misma: origen, naturaleza, misión, destino final; en segundo
lugar, su necesidad de renovarse y purificarse mirando al modelo que es Cristo; en
fin, el problema de sus relaciones con el mundo moderno (cfr ibid., pp. 203-205, nn.
166-168). Queridos amigos – y me dirijo de manera especial a los hermanos en el episcopado
y en el sacerdocio -, ¿como no ver que la cuestión de la Iglesia, de su necesidad
en el designio de salvación y de su relación con el mundo, siguen siendo hoy, absolutamente
centrales? ¿Que, además, los desarrollos de la secularización y la globalización la
han hecho aún más radical, en la confrontación con el olvido de Dios, por una parte,
y con las religiones no cristianas, por otra? La reflexión del papa Montini sobre
la Iglesia es más que nunca actual; y aún más es precioso el ejemplo de su amor por
ella, inseparable del amor por Cristo. “El misterio de la Iglesia – leemos siempre
en la Encíclica Ecclesiam suam – no es un simple objeto de conocimiento teológico,
debe ser un hecho vivido, en el que antes de tener una clara noción, el alma fiel
puede tener una cuasi connatural experiencia” (ibid., p 229, n. 178). Esto presupone
una robusta vida interior, que es “la gran fuente de la espiritualidad de la Iglesia,
su propio modo de recibir la irradiación del Espíritu de Cristo, expresión radical
e insustituible de su actividad religiosa y social, inviolable defensa y fuente de
energía en su difícil contacto con el mundo profano” (ibid., p. 231, n. 179).
¡Queridos,
que don inestimable para la Iglesia la lección del Siervo de Dios Pablo VI! ¡Y cómo
es entusiasmante cada vez ponerse en su escuela! Es una lección que tiene que ver
con todos y nos compromete a todos, según los diversos dones y ministerios de los
que está enriquecido el Pueblo de Dios, por la acción del Espíritu Santo. En este
Año Sacerdotal me gusta subrayar como ella interese e involucre de manera particular
a los sacerdotes, a los cuales el papa Montini reservó siempre un afecto y una solicitud
especiales. En la Encíclica sobre el celibato sacerdotal escribe: “«Tomado por Cristo
Jesús» (Fil 3,12) hasta el abandono de sí mismo a él, el sacerdote se configura más
perfectamente a Cristo también en el amor con el cual el eterno Sacerdote ha amado
a la Iglesia, su Cuerpo, ofreciendo todo de sí por ella… La virginidad consagrada
de los ministros sagrados manifiesta, en efecto, el amor virginal de Cristo por la
Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión” (Sacerdotalis caelibatus,
26). Dedico estas palabras a los numerosos sacerdotes de la diócesis de Brescia, que
están aquí bien representados, así como a los jóvenes que se están formando en el
Seminario. Y quisiera recordar también las palabras que Pablo VI dirigiera a los alumnos
del Seminario Lombardo el 7 de diciembre de 1968, mientras las dificultades del post-Concilio
se sumaban con los fermentos del mundo juvenil: “Tantos – decía – se esperan del Papa
gestos clamorosos, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa no cree que debe
seguir otra línea que no sea aquella de la confianza en Jesucristo, a quien preocupa
su Iglesia más que a ningún otro. Será Él a calmar la tempestad… No se trata de una
espera estéril o inerte: más bien de una espera vigilante en la oración. Es esta la
condición que Jesús eligió para nosotros, para que Él pueda obrar en plenitud. También
el Papa tiene necesidad de ser ayudado con la oración” (Enseñanzas VI, [1968], 1189).
Queridos hermanos, los ejemplos sacerdotales del Siervo de Dios Juan Bautista Montini
les guíen siempre, e interceda por ustedes San Arcángel Tadini, que poco antes he
venerado en la breve visita a Botticino.
Mientras saludo y animo a los
sacerdotes, no puedo olvidar, especialmente aquí en Brescia, a los fieles laicos,
que en esta tierra han demostrado una extraordinaria vitalidad de fe y obras, en los
diversos campos del apostolado asociado y del compromiso social. En las Enseñanzas
de Pablo VI, queridos amigos brescianos, pueden encontrar indicaciones siempre preciosas
para afrontar los desafíos del presente, como, y sobre todo, la crisis económica,
la inmigración, la educación de los jóvenes. Al mismo tiempo, el Papa Montini no perdía
ocasión para subrayar el primado de la dimensión contemplativa, es decir, el primado
de Dios en la experiencia humana. Y por ello no se cansaba nunca de promover la vida
consagrada, en la variedad de sus aspectos. Él amó intensamente la multiforme belleza
de la Iglesia, reconociendo en ella el reflejo de la infinita belleza de Dios, que
se vislumbra en el rostro de Cristo.
Oremos para que el fulgor de la
belleza divina resplandezca en cada comunidad nuestra y la Iglesia sea signo luminoso
de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos obtenga esta gracia María,
a quien Pablo VI quiso proclamar, al final del Concilio Ecuménico Vaticano II, Madre
de la Iglesia. ¡Amén!