DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS OBISPOS DE ETIOPÍA Y ERITREA EN VISITA
"AD LIMINA APOSTOLORUM"
Lunes 17 de octubre de 2005
Queridos hermanos en el episcopado:
Os
saludo con alegría a vosotros, obispos de Etiopía y Eritrea, con ocasión de vuestra
visita ad limina Apostolorum, y os agradezco las amables palabras que me ha dirigido
en vuestro nombre el arzobispo Berhaneyesus Souraphiel, presidente de vuestra Conferencia
episcopal. Es muy apropiado que este encuentro tenga lugar aquí, en el Pontificio
Colegio Etiópico, mientras celebráis el 75° aniversario de la inauguración de este
edificio. La ubicación del Colegio, aquí en el Vaticano, es un signo elocuente de
los estrechos vínculos de comunión que unen a la Iglesia que está en vuestros países
con la Sede de Roma. Sois herederos de una antigua y venerable tradición de testimonio
cristiano, cuyas semillas fueron sembradas cuando el ministro de la reina de Etiopía
pidió ser bautizado (cf. Hch 8, 36). En los últimos siglos, los pueblos del Cuerno
de África han recibido misioneros europeos, cuya obra ha fortalecido los vínculos
entre la Sede de Pedro y la Iglesia local. Me alegra constatar que hoy los católicos
en vuestros territorios siguen anunciando al unísono la fe apostólica, transmitida
"para que el mundo crea" (Jn 17, 21).
En efecto, el testimonio unánime que
dais, trascendiendo todas las diferencias políticas y étnicas, desempeña un papel
vital para llevar la salvación y la reconciliación a la agitada región en la que vivís.
Cuando existe un auténtico compromiso de seguir a Cristo, "el camino, la verdad y
la vida" (Jn 14, 6), se puede superar cualquier tipo de dificultades e incomprensiones,
porque en él Dios ha reconciliado al mundo consigo (cf. 2 Co 5, 19) y en él todos
los pueblos pueden encontrar la respuesta a sus aspiraciones más profundas. En particular,
os animo a expresar solidaridad, de todos los modos que podáis, a vuestros hermanos
y hermanas que sufren en Somalia, donde a causa de la inestabilidad política es casi
imposible vivir con la dignidad que es propia de toda persona humana. Como auténticos
maestros de la fe, ayudad a vuestro pueblo a comprender que no puede haber paz sin
justicia, ni justicia sin perdón (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de
2002). De este modo, seréis verdaderos hijos de vuestro Padre celestial (cf. Mt 5,
45).
En vuestros países, donde los católicos son una pequeña minoría, la tarea
del diálogo ecuménico reviste particular urgencia, y me alegra que vuestra Conferencia
episcopal esté afrontando este desafío. Cualesquiera que sean los obstáculos que encontréis,
no deben disuadiros de realizar esta tarea vital. Entre los cristianos, la fraternidad
auténtica no es un mero sentimiento, ni implica indiferencia ante la verdad. Está
arraigada en el sacramento del bautismo, que nos hace miembros del Cuerpo de Cristo
(cf. 1 Co 12, 13; Ef 4, 4-6). Puesto que el progreso ecuménico también depende de
una buena formación teológica, sería muy útil crear una universidad católica en Etiopía.
Doy
gracias a Dios porque las largas negociaciones sobre este proyecto han dado fruto
recientemente. El ecumenismo práctico, en forma de esfuerzos humanitarios comunes
también contribuirá a afianzar los vínculos de comunión cuando ayudéis, con la misma
compasión de Cristo, a los enfermos, a los que tienen hambre, a los refugiados, a
los desplazados y a las víctimas de la guerra.
Como sabéis, recientemente
tuve la alegría de celebrar la Jornada mundial de la juventud con una gran multitud
de jóvenes de todo el mundo. En vuestros países, donde alrededor de la mitad de la
población tiene menos de veinte años de edad, también vosotros tenéis numerosas oportunidades
de aprovechar la vitalidad y el entusiasmo de la nueva generación. Con sus ideales,
su energía y su deseo de comprometerse a fondo en todo lo que es bueno y verdadero,
los jóvenes necesitan ayuda para descubrir que la amistad con Cristo les ofrece todo
lo que buscan (cf. Homilía en la inauguración del pontificado, 24 de abril de 2005).
Impulsadlos a emprender la aventura del seguimiento de Cristo, y ayudadles a reconocer
generosamente la llamada de Dios a servirlo en el sacerdocio y en la vida religiosa,
y a responder a ella. A la vez que rindo homenaje a la obra de generaciones de misioneros,
incluyendo a algunos de vosotros aquí presentes, oro a Dios para que las semillas
plantadas sigan dando fruto en una rica cosecha de vocaciones autóctonas.
Vuestra
visita a Roma tiene lugar durante los últimos días de este Año de la Eucaristía. Al
concluir mis reflexiones, os animo a profundizar vuestra devoción personal a este
gran misterio, mediante el cual Cristo se entrega a sí mismo totalmente a nosotros
para alimentarnos y transformarnos en su imagen. Vuestro pueblo ha experimentado el
hambre, la opresión y la guerra. Ayudadle a descubrir en la Eucaristía el acto central
de la única conversión que puede renovar verdaderamente el mundo, transformando la
violencia en amor, la esclavitud en libertad y la muerte en vida (cf. Homilía en la
Jornada mundial de la juventud, 21 de agosto de 2005). Os encomiendo a vosotros, a
vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y fieles laicos a la intercesión de María,
Mujer eucarística, y de corazón os imparto mi bendición apostólica como prenda de
gracia y fortaleza en nuestro Señor y Salvador Jesucristo.