2009-10-06 17:39:45

Relaćion del Card. Péter ERDO, Arzobispo de Esztergom-Budapest (HUNGRÍA)


S. Em. R. Card. Péter ERDO, Arzobispo de Esztergom-Budapest, Presidente del Consilium Conferentiarum Episcoporum Europae (C.C.E.E.) (HUNGRÍA)

1. “Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13.14) - estas palabras del Señor se refieren a todos los cristianos, pero, en esta hora de la historia de la humanidad, se refieren de forma especial a Vosotros, queridos Hermanos y Hermanas en África. Durante la preparación de esta Asamblea Especial se ha cristalizado el acento singular de este encuentro sinodal: “La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz”.
2. A todos Vosotros os traigo un saludo muy cordial y el mensaje de la gran cercanía de los obispos europeos, quienes - como representantes de todas las Conferencias Episcopales - se han reunido estos días en París. Hemos podido dar cuenta de un trabajo común ya consolida¬do con los Obispos africanos, en el marco de los programas comunes del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa y del SECAM. En diversas ciudades africanas y europeas se han desarrollado estos trabajos comunes, que han tratado argumentos como la emigración, la esclavitud y otros problemas humanos y cristianos. Como sabéis muy bien, también la tierra de Europa es una tierra bañada de sangre. Después de la caída del muro del Berlín, cuando los habitantes, y especialmente los católicos de la parte occidental y oriental de nuestro continente, se encontraron libremente, debían tomar conciencia de toda la complejidad de nuestra historia común. Sobre todo los pueblos del Este de Europa se sentían, con frecuencia, en su historia colonizados y explotados. Incluso en los primeros siglos de la época moderna han habido enteras aldeas del Sudeste europeo, de población cristiana, que han terminado en los mercados de la esclavitud de Oriente.

3. La historia reciente de Europa ha dejado también muchas heridas, que están muy lejos de su plena curación. Si después de la II Guerra mundial, guerra que ha exterminado el mayor número de vidas humanas de toda la humanidad, los pueblos de Occidente, por ejemplo el alemán y el francés, con la ayuda esencial de grandes hombres católicos, como Schumann, Adenahuer y De Gasperi, han encontrado el camino no sólo de la pacífica convivencia, sino también de una reconciliación más profunda, hoy corresponde a las partes central y oriental de Europa buscar la reconciliación de los corazones, la purificación de la memoria y la fraternidad constructiva. Y así, con frecuencia, los Obispos católicos son los primeros que levantan el signo de la reconciliación, como lo han hecho antes los Obispos alemanes y polacos, un gran acto de reconciliación, que en un principio no fue comprendido por muchos grupos de sus respectivas sociedades. Algunos famosos eclesiásticos y teólogos de aquel tiempo, como de forma especial Joseph Ratzinger, han encontrado palabras apasionadas para defender aquel acto profético. En los últimos años se han realizado actos semejantes de reconciliación y de hermandad entre los Obispos de Polonia y de Ucrania, de Eslovaquia y de Hungría, y otros. Los medios de comunicación social no dan con frecuencia mucha relevancia a dichos acontecimientos. Y quizás no dejen de existir grupos que piensan encuentrar su ventaja económica y política suscitando tensiones y hostilidades entre los pueblos, grupos étnicos o también entre religiones. “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencie¬ron”, como escribe San Juan (1,5). Cristo es la luz del mundo. Él ilumina también las tinieblas de la historia humana, y ninguna obscuridad, ningún odio, ningún mal pueden vencerlo. En Él está nuestra esperanza. Aunque la voz de la Iglesia y el testimonio de cada uno de los cristianos parezcan débiles, aunque esa voz no aparezca con frecuencia en las primeras páginas de los grandes medios de comunicación, esta sutil voz es más fuerte que cualquier otro ruido, mentira, propaganda o manipulación. Somos testigos de la fuerza de los mártires. Ahora se comienza a beatificar y a canonizar a los testigos del Cordero, que han sido matados a causa de su fe en el siglo XX. Ellos son aquellos que “vienen de la gran tribulación y que han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero” (Ap 7, 14). Durante las largas persecuciones, su memoria estaba cubierta por el silencio. Y, sin embargo, ha permanecido viva en el corazón de la comunidad de los creyentes. Y ahora abrimos sus tumbas. Y es conmovedor ver, por una parte, todo lo que ha permanecido de los cuerpos de los mártires. Cualquier traslado de los restos de uno de ellos sacude las almas de todos los participantes de estas ceremonias. La gran tensión entre la extrema debilidad de un ser humano que fue muerto y la fuerza sublime de la misma persona, ahora iluminada por la gloria de los mártires, da un fortísimo impulso espiritual a nuestras comunidades.
¡Queridos Hermanos! Nosotros, católicos de Europa, hemos aprendido de nuestra historia a seguir con atención también el destino de los cristianos africanos, y hemos aprendido también a apreciar vuestra fidelidad, vuestro testimonio y a los mártires africanos que entregan su vida - año tras año en número preocupante - por Cristo y por su Iglesia, y también por nosotros. La Iglesia en África ha merecido nuestro agradecimiento y nuestra profunda estima.
4. El Siervo de Dios, Juan Pablo II, nos enseñó con fuerza y lucidez sobre la divina misericor¬dia. Los círculos del mal, que incluso a veces hasta parecen ser diabólicos, y que pueden entristecer y empujar hacia la desesperación enteras sociedades humanas, construyendo las estructuras del odio, la violencia, la venganza y la injusticia entre grupos étnicos, pueblos o clases sociales, no se podrían superar con la sola fuerza humana, si no existiera la divina misericordia que nos hace capaces de seguir el mandamiento de Cristo: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc. 6,36). Si nuestro Señor nos ha mandado esto, dicho mandamiento también es garantía de la posibilidad de realizarlo. Y Él nos dará la fuerza para ser compasivos y romper cualquier estructura del mal.

5. Estamos convencidos de que el intercambio de dones no es un programa que vale sólo para las partes occidental y oriental de Europa. Esto es un deber también entre los fieles, entre las Iglesias particulares, incluso a nivel continental y universal. La posibilidad de la solidaridad y de la decisión de no olvidar a los hermanos necesitados, y tampoco en tiempos de crisis, es firme entre los católicos de Europa. Al mismo tiempo, deseamos estudiar mejor vuestras experiencias litúrgicas, catequéticas, la dinámica de las vocaciones sacerdotales, las posibili¬dades de construir juntos la Iglesia de Cristo en Europa, en África y en cualquier parte del mundo.
Ciertamente, no nos hacemos ilusiones: las grandes fuerzas económicas y políticas del mundo, no actúan, con mucha frecuencia, según la lógica de la caridad y de la justicia y a veces parece que olvidan incluso la verdadera realidad, la naturaleza de las cosas y del ser humano. La dignidad humana, además, no depende de nuestra eficacia, no es proporcional al éxito de este mundo. Todo ser humano, en cuanto tal, posee la misma dignidad enajenable. Porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. La dignidad humana no es incompati¬ble con el sufrimiento. Sería falsa la ideología que afirmara que para salvar nuestra dignidad, sería mejor morir que sufrir. Ésta es la actitud de la antigüedad greco-romana, que no había sido aun iluminada por la luz del Evangelio. El ejemplo de Cristo nos enseña que el máximo sufrimiento puede ser el momento de la máxima dignidad y gloria. Después que el traidor abandonó el cenáculo, Jesús dijo: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también lo glorificará en sí mismo y lo glorificará pronto” (Jn 13,31-32).
Si en el momento actual, muchos en nuestro mundo no escuchan la voz del Creador, y no están dispuestos a aceptar la verdad y a practicar la caridad, la naturaleza de la realidad creada permanece lo que es. La justicia y la misericordia divina se hacen valer, de todas formas, en el funcionamiento del mundo y en el desarrollo de la historia. Así, queridos Hermanos, os aseguramos nuestras oraciones y nuestra solidaridad para que podáis encontrar los caminos para promover la reconciliación, la justicia y la paz, y para que seáis también para nosotros un consuelo a través de vuestra experiencia, vuestra fe y vuestro testimonio.
 







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