El Papa elogia la misión de san Pío de Pietrelcina cuya predilección por los enfermos
fue el origen de una gran obra dedicada al “alivio del sufrimiento”
Domingo, 21 jun (RV).- Benedicto XVI visita este domingo la localidad italiana de
San Giovanni Rotondo donde ha llegado en helicóptero pasadas las nueve de la mañana.
Inmediatamente el Santo Padre se ha trasladado al Santuario de santa María de las
Gracias, en visita privada, y en su cripta ha venerado los retos mortales de San
Pío de Pietrelcina.
A las 10 y media el Santo Padre ha presidido la Concelebración
Eucarística ante la fachada de la Iglesia de San Pío de Pietrelcina. Y evidentemente
la homilía de Benedicto XVI ha estado centrada en el padre Pío de Pietrelcina “un
hombre sencillo, de orígenes humildes, “aferrado a Cristo” (Flp 3,12) – como escribe
de sí el apóstol Pablo – para hacerse un instrumento elegido por el poder perenne
de su Cruz: poder de amor por las almas, de perdón y reconciliación, de paternidad
espiritual, de solidaridad fáctica con los que sufren”.
Benedicto XVI ha resumido
la misión de san Pío de Pietrelcina con pocas palabras pero no por ello menos profundas:
“Guiar las almas y aliviar el sufrimiento”. De hecho “el amor que él llevaba en el
corazón y transmitía a los otros estaba lleno de ternura, siempre atento a las situaciones
reales de las personas y de las familias. Especialmente hacia los enfermos y dolientes
sustentaba la predilección del Corazón de Cristo, y precisamente de ella tuvo origen
y forma el proyecto de una gran obra dedicada al “alivio del sufrimiento”.
“No
se puede entender ni interpretar adecuadamente tal institución – ha explicado el Papa-
si se la separa de su fuente inspiradora, que es la caridad evangélica, animada a
su vez por la oración”. En este mismo contexto el Pontífice ha advertido de “los riesgos
del activismo y la secularización” que siempre están y por esta razón la visita del
Papa –como él mismo ha manifestado- tiene también el objetivo de confirmarles en la
fidelidad a la misión heredada del padre Pío.
Porque como ha recordado Benedicto
XVI muchos de los “religiosos, religiosas y laicos, están de tal manera absorbidos
por las miles de tareas que conlleva el servicio a los peregrinos o a los enfermos
del hospital, que corren el riesgo de descuidar lo que es verdaderamente necesario:
escuchar a Cristo para cumplir la voluntad de Dios. Cuando se den cuenta que están
cerca de correr este riesgo, miren al padre Pío: a su ejemplo, a sus sufrimientos;
e invoquen su intercesión, para que les obtenga del Señor la luz y la fuerza de la
que tienen necesidad para continuar con su misma misión empapada de amor por Dios
y de caridad fraterna”.
HOMILÍA COMPLETA
¡Queridos
hermanos y hermanas!
En el corazón de mi peregrinación a este lugar,
donde todo habla de la vida y de la santidad del Padre Pío de Pietrelcina, tengo la
alegría de celebrar para ustedes y con ustedes la Eucaristía, misterio que constituyó
el centro de toda su existencia: el origen de su vocación, la fuerza de su testimonio,
la consagración de su sacrificio. Con gran afecto saludo a todos ustedes, numerosamente
congregados aquí, y a cuantos nos acompañan a través de la radio y la televisión.
Saludo en primer lugar al arzobispo Domenico Umberto D’Ambrosio, que, después de años
de fiel servicio a esta comunidad diocesana, se prepara para asumir el cuidado de
la Arquidiócesis de Lecce. Le agradezco cordialmente también porque se ha hecho intérprete
de los sentimientos de ustedes. Saludo a los otros obispos concelebrantes. Dirijo
un saludo especial a los frailes capuchinos con el ministro general, Fray Mauro Jöhri,
al definidor general, al ministro provincial, al padre guardián del convento, al rector
del Santuario y a la Fraternidad Capuchina de San Giovanni Rotondo. Saludo además,
con reconocimiento, a cuantos ofrecen su contribución en el servicio del Santuario
y de las obras conexas; saludo a las autoridades civiles y militares; saludo a los
sacerdotes, a los diáconos, a los otros religiosos y religiosas, y a todos los fieles.
Un pensamiento afectuoso dirijo a quienes están en la Casa Alivio del Sufrimiento,
a las personas solas y a todos los habitantes de esta ciudad.
Apenas
hemos escuchado el evangelio de la tempestad calmada, al que le acompañó un breve
pero incisivo texto del Libro de Job, en el que Dios se revela como el Señor del mar.
Jesús amenaza al viento y ordena al mar que se calme, lo interpela como si ello se
identificase con el poder diabólico. En efecto, según lo que nos dicen la primera
lectura y el Salmo 106 / 107, el mar en la Biblia es considerado un elemento amenazante,
caótico, potencialmente destructivo, que solo Dios, el Creador, puede dominar, gobernar
y acallar.
Pero hay otra fuerza – una fuerza positiva – que mueve al
mundo, capaz de transformar y renovar a las criaturas: la fuerza del “amor de Cristo”,
agaph tou Cristou (2 Cor 5,15) – como la llama san Pablo en la Segunda Carta a los
Corintios -: no es, por tanto, una fuerza cósmica, sino divina, trascendente. Actúa
también sobre el cosmos pero, en sí mismo, el amor de Cristo es un poder “otro”, y
esta alteridad trascendente, el Señor la manifestó en su Pascua, en la “santidad”
del “camino” que Él eligió para librarnos del dominio del mal, como había sucedido
en el éxodo de Egipto, cuando hizo salir a los hebreos a través de las aguas del Mar
Rojo. “Oh Dios – exclama el salmista -, qué santo tu proceder… Tu camino discurría
por el mar, / por aguas caudalosas tu sendero” (Sal 77/76, 14.20). En el misterio
pascual, Jesús pasó a través del abismo de la muerte, porque Dios quiso así renovar
el universo: mediante la muerte y resurrección de su Hijo “muerto por todos”, para
que todos puedan vivir “para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor 5,16).
El
gesto solemne de calmar el mar en tempestad claramente es un signo del señorío de
Cristo sobre las potencias negativas, e induce a pensar en su divinidad: “¿quién es
este – se preguntaban estupefactos y atemorizados los discípulos -, que hasta el viento
y el mar le obedecen? (Mc 4,41). La de ellos no es todavía una fe sólida, se está
formando; es una mezcla de miedo y de confianza; el abandono confiado de Jesús ante
el Padre es, en cambio, total y puro. Por eso Él duerme durante la tempestad, completamente
seguro en los brazos de Dios. Pero llegará el momento en el que también Jesús probará
el miedo y la angustia: cuando llegue su hora, sentirá sobre sí todo el peso de los
pecados de la humanidad, como una gran ola que está por lanzarse sobre Él. Aquella
sí que será una tempestad terrible, no cósmica, sino espiritual. Será el último, el
extremo asalto del mal contra el Hijo de Dios.
Pero en aquella hora
Jesús no dudó del poder de Dios Padre y de su cercanía, aunque tuvo que experimentar
plenamente la distancia entre el odio y el amor, entre la mentira y la verdad, entre
el pecado y la gracia. Experimentó este drama en sí mismo de manera lacerante, especialmente
en el Getsemaní, antes de su captura, y después durante toda la pasión, hasta la muerte
en la cruz. En aquella hora, Jesús por una parte fue todo uno con el Padre, plenamente
abandonado a Él; por la otra, en cuanto solidario con los pecadores, fue como separado
y se sintió como abandonado por Él.
Algunos santos han vivido intensa
y personalmente esta experiencia de Jesús. El padre Pío de Pietrelcina es uno de ellos.
Un hombre sencillo, de orígenes humildes, “aferrado a Cristo” (Flp 3,12) – como escribe
de sí el apóstol Pablo – para hacerse un instrumento elegido por el poder perenne
de su Cruz: poder de amor por las almas, de perdón y reconciliación, de paternidad
espiritual, de solidaridad fáctica con los que sufren. Los estigmas, que lo marcaron
en el cuerpo, lo unieron íntimamente con el Crucificado-Resucitado. Auténtico seguidor
de san Francisco de Asís, hizo propia, como el Pobrecillo, la experiencia del apóstol
Pablo, como la describe en sus Cartas: “con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo
yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20); o: “en nosotros actúa la muerte, en ustedes
la vida” (2 Cor 5,12). Esto no significa alienación, pérdida de personalidad: Dios
no anula nunca lo humano, sino que lo transforma con su Espíritu y lo orienta al servicio
de su designio de salvación. El padre Pío conservó sus propios dones naturales, y
también su propio temperamento, pero ofreció toda cosa a Dios, que pudo servir libremente
para prolongar la obra de Cristo: anunciar el Evangelio, perdonar los pecados y curar
a los enfermos en el cuerpo y en el espíritu.
Como lo fue para Jesús,
la verdadera lucha, el combate radical del padre Pío tuvo que sostenerlo no contra
enemigos terrenales, sino contra el espíritu del mal (cfr. Ef 6,12). Las más grandes
“tempestades” que lo amenazaban eran los asaltos del diablo, de los cuales él se defendió
con la “armadura de Dios”, con “el escudo de la fe” y “la espada del Espíritu, que
es la Palabra de Dios” (Ef 6,11.16.17). Permaneciendo unido a Jesús, él tuvo siempre
en la mira la profundidad del drama humano, y por eso se ofreció y ofreció sus tantos
sufrimientos, y supo gastarse en el cuidado y alivio de los enfermos, signo privilegiado
de la misericordia de Dios, de su reino que viene, es más, que ya está en el mundo,
de la victoria del amor y de la vida sobre el pecado y la muerte. Guiar las almas
y aliviar el sufrimiento: así se puede resumir la misión de san Pío de Pietralcina,
como de él dijo el siervo de Dios, el Papa Pablo VI: “Era un hombre de oración y de
sufrimiento” (A los Padres Capitulares Capuchinos, 20 de febrero de 1971).
Queridos
amigos, frailes menores capuchinos, miembros de los grupos de oración y fieles todos
de san Giovanni Rotondo, ustedes son los herederos del padre Pío y la herencia que
les ha dejado es la santidad. En una de sus cartas escribe: “Parece que Jesús no tenga
otra cura para las manos si no aquella de santificar el alma de ustedes” (Epist. II,
p. 155). Esta era siempre su primera preocupación, su ansia sacerdotal y paterna:
que las personas regresaran a Dios, que pudieran experimentar su misericordia e, interiormente
renovados, redescubrieran la belleza y la alegría de ser cristianos, de vivir en comunión
con Jesús, de pertenecer a su Iglesia y practicar el Evangelio. El Padre Pío atraía
al camino de la santidad con su mismo testimonio, indicando con el ejemplo la “vía”
que nos conduce a ella: la oración y la caridad.
Ante todo la oración.
Como todos los grandes hombres de Dios, el Padre Pío se convirtió él mismo en oración,
alma y cuerpo. Sus jornadas eran un rosario vivido, es decir, una continua meditación
y asimilación de los misterios de Cristo en unión espiritual con la Virgen María.
Se explica así la singular presencia en él de dones sobrenaturales y de concreción
humana. Y todo tenía su culmen en la celebración de la Santa Misa: allí él se unía
plenamente al Señor muerto y resucitado. De la oración, como de una fuente siempre
viva, brotaba la caridad. El amor que él llevaba en el corazón y transmitía a los
otros estaba lleno de ternura, siempre atento a las situaciones reales de las personas
y de las familias. Especialmente hacia los enfermos y dolientes sustentaba la predilección
del Corazón de Cristo, y precisamente de ella tuvo origen y forma el proyecto de una
gran obra dedicada al “alivio del sufrimiento”. No se puede entender ni interpretar
adecuadamente tal institución si se la separa de su fuente inspiradora, que es la
caridad evangélica, animada a su vez por la oración.
Todo esto, queridos,
el Padre Pío lo pone hoy a nuestra atención. Los riesgos del activismo y la secularización
están siempre presentes; por ello mi visita tiene también el objetivo de confirmarles
en la fidelidad a la misión heredada del amadísimo padre. Muchos de ustedes, religiosos,
religiosas y laicos, están de tal manera absorbidos por las miles de tareas que conlleva
el servicio a los peregrinos o a los enfermos del hospital, que corren el riesgo de
descuidar lo que es verdaderamente necesario: escuchar a Cristo para cumplir la voluntad
de Dios. Cuando se den cuenta que están cerca de correr este riesgo, miren al padre
Pío: a su ejemplo, a sus sufrimientos; e invoquen su intercesión, para que les obtenga
del Señor la luz y la fuerza de la que tienen necesidad para continuar con su misma
misión empapada de amor por Dios y de caridad fraterna. Y que desde el cielo él continúe
ejercitando aquella exquisita paternidad espiritual que lo distinguió durante su existencia
terrena; que continúe acompañando a sus hermanos, a sus hijos espirituales y a la
entera obra que él inició. Junto a san Francisco, y a la Virgen, que tanto amó e
hizo amar en este mundo, vele sobre ustedes y siempre les proteja. Y entonces, también
en las tempestades que puedan levantarse de manera imprevista, puedan experimentar
el soplo del Espíritu Santo que es más fuerte que cualquier viento contrario, e impulsa
la barca de la Iglesia y a cada uno de nosotros. He aquí por qué debemos vivir siempre
en la serenidad y cultivar en el corazón la alegría dando gracias a Señor. “Su amor
es para siempre” (Salmo resp.). ¡Amén!