Se hizo pública la carta del Papa de convocación del año sacerdotal que se abrirá
mañana, Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús
Jueves, 18 jun (RV).- Un año para “promover el compromiso de renovación interior de
todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más
intenso e incisivo”. Es cuanto desea el Santo Padre en su carta dirigida a los “hermanos
en el sacerdocio” con ocasión del Año Sacerdotal que se abrirá mañana 19 de junio,
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada de oración por la santificación
del clero.
Se trata, como hemos recordado durante estos días, de una iniciativa
querida por Benedicto XVI en coincidencia con 150° aniversario del “dies natalis”
de san Juan María Vianney, patrono de los párrocos, fallecido el 4 de agosto de 1859.
En su carta, firmada en la Ciudad del Vaticano el pasado día 16, el Papa escribe textualmente:
“Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en
cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a
Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars”.
Al recordar la conmovedora expresión de este santo sacerdote que repetía con
frecuencia: “el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”; el Papa escribe que hay
que “reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes,
no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma”. Y añade que tiene
presente “a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y
los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con
sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida”. De ahí que
Benedicto XVI se pregunte ¿cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio
infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Mientras añade: ¿qué decir
de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e
incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente,
elegidos y enviados por Él?
De la expresión utilizada por el santo Cura de
Ars el Pontífice escribe que también evoca “la herida abierta en el Corazón de Cristo
y la corona de espinas que lo circunda”. Y así –prosigue el Papa–, pienso en las numerosas
situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la
experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones
de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes
ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos
hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?
Sin embargo, Benedicto XVI
también destaca en su carta las situaciones, “nunca bastante deploradas, en las que
la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros”. En estos casos
–escribe el Papa– “es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas
situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente
las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza
del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos
llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes.
En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer
un punto de referencia significativo”.
Al final de su carta el Papa reafirma
que “con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan
María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia”. Por
esta razón el Santo Padre desea “que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio
de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre”.
Mientras no duda en afirmar que “a pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre
su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo
tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el
Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. “Queridos sacerdotes
–escribe Benedicto XVI al final de su carta y antes de impartirles su bendición apostólica–,
Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del santo Cura de Ars, dejaos conquistar por
Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación
y paz”.
Sigue el texto completo de la carta del Santo Padre:
Queridos
hermanos en el Sacerdocio:
He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal”
con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo
Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009,
solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús –jornada tradicionalmente dedicada a la oración
por la santificación del clero–. Este año desea contribuir a promover el compromiso
de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico
en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad
de 2010. “El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia
el Santo Cura de Ars. Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción
y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino
también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad
repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al
mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como
con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable
y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta
de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran
en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados
por Él? Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que
comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin
reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático
a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo
largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos
generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal. Pero la expresión
utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de
Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones
de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia
humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los
destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos
en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer
el supremo testimonio de la sangre? Sin embargo, también hay situaciones, nunca
bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos
de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono.
Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente
las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza
del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos
llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes.
En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer
un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente
de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen pastor, un pastor según
el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una
parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”. Hablaba del
sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de
la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se
diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja
del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña ostia…”. Explicando a sus fieles
la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden,
no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha
recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda
terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante
Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el
sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará
y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote
lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”. Estas afirmaciones, nacidas
del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo,
revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía
sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien
lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor…
Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El
sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una
casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene
la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador
del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin
sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino
para vosotros”. Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por
el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa
parroquia; usted lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de
Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión
de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”. Con esta
oración comenzó su misión. El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia
con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del
pueblo que le había sido confiado. Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al
Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan
María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio.
En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión
de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de
amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote
debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial
del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado
la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva
del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida
esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del
ministerio confiado, “viviendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En
cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la
aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad
de él, allí lo podía encontrar”, se lee en su primera biografía. La devota exageración
del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars
también supo “hacerse presente” en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente
a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales;
recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba
la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas
de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por
la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar
con él. Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en
los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros
forman un único pueblo sacerdotal y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial,
están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con
amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)”. En este contexto, hay
que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros
de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen
como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena gana a los laicos,
teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia
en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer
los signos de los tiempos”. El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre
todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo
con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía. “No hay necesidad
de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está
allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta
es la mejor oración”. Y les persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde
Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…”. “Es verdad que no sois dignos,
pero lo necesitáis”. Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en
la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio
de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una figura que expresase
mejor la adoración… Contemplaba la ostia con amor”. Les decía: “Todas las buenas obras
juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras
la Santa Misa es obra de Dios”. Estaba convencido de que todo el fervor en la vida
de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que
descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo
algo ordinario!”. Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la
propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio
todas las mañanas!”. Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz
lo llevaba –con una sola moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes
no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar
la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo
Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días,
pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa.
Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos,
que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental,
mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así
un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió
que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí
encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final,
una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía
en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido
en “el gran hospital de las almas”. Su primer biógrafo afirma: “La gracia que conseguía
[para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda
sin dejarles un momento de tregua”. En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía:
“No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien
va tras el pecador y lo hace volver a Él”. “Este buen Salvador está tan lleno de amor
que nos busca por todas partes”. Todos los sacerdotes hemos de considerar como
dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús:
“Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto
a recibirlos, que mi misericordia es infinita”. Los sacerdotes podemos aprender del
Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia,
que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino
también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de
Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario
con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras
de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia” que arrastra todo
con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo
a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión
de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo
confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es
el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro,
con tal de perdonarnos!”. A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente,
le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo “abominable”
de su actitud: “Lloro porque vosotros no lloráis”, decía. “Si el Señor no fuese tan
bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un
Padre tan bueno”. Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles
a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como “encarnado”
en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes
de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del
amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia:
“Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”.
Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea
capaz”. El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de
muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor.
Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del
Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús,
Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente
porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar
las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin
embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto,
porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba
totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: “La mayor desgracia
para nosotros los párrocos –deploraba el Santo– es que el alma se endurezca”; con
esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia
en que viven muchas de sus ovejas. Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar
que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en
favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos
pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es
mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”.
Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza
sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo
y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el
“alto precio” de la redención. En la actualidad, como en los tiempos difíciles
del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan
por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre
contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan,
o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio”. Para que no nos quedemos
existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio,
debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra
de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser
el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos
interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en
nuestra vida y forma nuestro pensamiento?”. Así como Jesús llamó a los Doce para que
estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en
nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que
el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo. La identificación sin
reservas con este “nuevo estilo de vida” caracterizó la dedicación al ministerio del
Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia,
publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney,
presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos
evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: “Y, si para
alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical,
la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos
del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana”. El Cura
de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero.
En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a
un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes
se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia,
sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence”, sus familias más necesitadas.
Por eso “era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo”. Y explicaba:
“Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”. Cuando se encontraba con las
manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros,
soy uno de vosotros”. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad:
“No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”. También su castidad
era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad
que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla
con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles.
Decían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban cuenta
cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado. También la obediencia
de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias
cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para
el ministerio parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”.
Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en
su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir
a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”. Consideraba que la regla
de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al
buen Dios”. En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos
evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado
a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros
días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han
contribuido positivamente. “El Espíritu es multiforme en sus dones… Él sopla donde
quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes
imaginadas… Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo”. A este
propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: “Examinando los espíritus
para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de
la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos,
reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño”. Dichos dones, que llevan a muchos
a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino
también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas “puede
impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del
Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo”. Quisiera
añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa
Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y
sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo. Es necesario
que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento
del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas
formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva. Sólo así los sacerdotes
sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades
cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio. El
Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol
de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente
“entregado” a su ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-, al considerar
que, si uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía: “Cristo murió
por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó
por ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que
quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana? Queridos sacerdotes, la
celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene
inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario
de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho
notar: “Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos,
la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde
y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia
espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote
cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades
sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción
vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836
había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría
había de acoger la definición dogmática de 1854”. El Santo Cura de Ars recordaba siempre
a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos
herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”. Confío este
Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero
un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia
que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida
de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su
entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los
sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan
necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre
su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo
tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el
Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes,
Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por
Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación
y paz. Con mi bendición.