El Papa advierte contra la contaminación del espíritu y del peligro que corre este
mundo, en el que el ser humano quiere suplantar a Dios, “porque en manos de tal hombre,
el fuego y su enorme potencial puede revolverse contra la humanidad misma”
Domingo, 31 may (RV).- A las nueve y media de la mañana Benedicto XVI ha presidido
la Concelebración Eucarística de la Solemnidad en la Basílica de san Pedro y en la
que han participado miles de fieles.
“Cada vez que celebramos la Eucaristía,
vivimos en la fe el misterio que se cumple sobre el altar, participamos por tanto
al supremo acto de amor que Cristo ha realizado con su muerte y resurrección. El único
y mismo centro de la liturgia y de la vida cristiana -el misterio pascual- asume
luego, en las diversas solemnidades y fiestas “formas” específicas con posteriores
significados y con particulares dones de gracia. Entre todas las solemnidades, la
de Pentecostés se distingue por importancia, porque en ella se realiza aquello que
el mismo Jesús había anunciado ser el objetivo de toda su misión en la tierra”.
Con
estas palabras Benedicto XVI ha comenzado su homilía de la Santa Misa en la que han
concelebrado los cardenales presentes en Roma. “De hecho mientras subía a Jerusalén,
había declarado a los discípulos, ha recordado el Papa: “Vine a traer fuego a la
tierra, y, ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo” (Lc 12,49). Estas palabras encuentran
su más evidente realización cincuenta días después de la resurrección, en Pentecostés,
antigua fiesta judía que en la Iglesia se ha convertido en la fiesta por excelencia
del Espíritu Santo: “Aparecieron lenguas como de fuego… Se llenaron todos de Espíritu
Santo”(Hch 2,3-4). El verdadero fuego, el Espíritu Santo, ha sido traído a la tierra
por Cristo. Dios de esta manera ha querido continuar dando este “fuego” a todas las
generaciones como y cuando quiere.
“A su vez, Jesucristo ha constituido la
Iglesia como su Cuerpo místico, para que prolongue su misión en la historia. “Recibid
el Espíritu Santo” – dijo el Señor a los Apóstoles la noche de la resurrección, acompañando
esas palabras con un gesto expresivo: “sopló” sobre ellos (cfr Jn 20,22). Manifestó
de esta manera que les transmitía su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo.
Seguidamente
el Santo Padre reflexionando sobre las lecturas que hoy la liturgia nos propone por
medio de la Escritura, explicando cómo debe ser la comunidad, cómo debemos ser nosotros
para recibir el don del Espíritu Santo. “Esto, vale para la Iglesia de hoy, vale también
para nosotros que estamos reunidos aquí. Si queremos que Pentecostés no se reduzca
a un simple rito, sino que sea evento actual de salvación, tenemos que disponernos
en religiosa espera del don de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su
Palabra.
Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, es necesario tal
vez - sin quitar nada a la libertad de Dios - que la Iglesia se “afane” menos por
las actividades y se dedique más a la oración. Nos lo enseña la Madre de la Iglesia,
María Santísima, Esposa del Espíritu Santo. Y tras dar las gracias al coro de la
Catedral y la Orquesta de Cámara de Colonia que han participado en la celebración
eucarística el Santo Padre ha aludido a las grandes imágenes que se nos describen
en los Hechos de los Apóstoles.
“La tempestad, ha dicho, es descrita como
“viento impetuoso”, y esto hace pensar al aire, que distingue nuestro planeta de los
otros astros, y nos permite vivir en él.
“Lo que el aire es para la vida biológica,
lo es el Espíritu Santo para la vida espiritual; y así como existe una contaminación
atmosférica que envenena el ambiente y a los seres vivos, así también existe una contaminación
del corazón y del espíritu, que mortifica y envenena la existencia espiritual. De
la misma manera que no hay que someterse a los venenos del aire -y por esto el compromiso
ecológico representa hoy en día una prioridad- así también se debería hacer con aquello
que corrompe el espíritu. En cambio parece que la mente y el corazón se acostumbren
sin dificultad a tantos productos que contaminan y que circulan en nuestras sociedades-
por ejemplo imágenes que transforman en espectáculo el placer, la violencia o el desprecio
por el hombre y la mujer.
“También esto es libertad, se dice, ha subrayado
el Papa, sin reconocer que todo aquello que contamina, intoxica el alma sobretodo
de las nuevas generaciones, y termina después por condicionar la misma libertad. La
metáfora del viento impetuoso de Pentecostés hace pensar en cambio en cuánto sea precioso
respirar aire puro, ya sea con los pulmones, aquel físico, ya sea con el corazón,
aquel espiritual, el aire salubre del espíritu ¡que es el amor! También el Pontífice
ha aludido a otra imagen del Espíritu Santo: al fuego, que encontramos en los Hechos
de los Apóstoles en el que señalaba al inicio la comparación entre Jesús y la figura
mitológica de Prometeo, que recuerda un aspecto característico del hombre moderno.
Posesionándose de las energías del cosmos - el “fuego”- el ser humano parece hoy
afirmarse a sí mismo como Dios y querer transformar al mundo excluyendo, poniendo
de lado, o más aun, rechazando al Creador del universo.
“El hombre no quiere
más ser imagen de Dios, sino de sí mismo; se declara autónomo, libre, adulto. Evidentemente
tal comportamiento revela una relación no autentica con Dios, consecuencia de una
falsa imagen que de Él se ha construido, como el hijo pródigo de la parábola evangélica
que cree realizarse a sí mismo alejándose de la casa del padre. En las manos de un
hombre así, el “fuego” y sus enormes potencialidades se convierten en peligrosas.
Pueden volverse contra la vida y la misma humanidad, como lamentablemente demuestra
la historia. Como perenne advertencia permanecen las tragedias de Hiroshima y Nagasaki,
donde la energía atómica, utilizada para fines bélicos, terminó por diseminar muerte
en proporciones inauditas”.
Verdaderamente, se podrían encontrar muchos ejemplos,
menos graves si bien igualmente sintomáticos en la realidad de cada día, ha concluido
diciendo en su homilía Benedicto XVI, subrayando que el Espíritu Santo vence al miedo.
“El Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que
estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: cualquier cosa que ocurra su amor
infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, el valor de
los confesores de la fe, el intrépido impulso de los misioneros, la franqueza de los
predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños.
Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas
de los hombres, continúa atravesando el océano de la historia, empujada por el soplo
de Dios y animada por su fuego purificador. Con esta fe y esta gozosa esperanza repetimos
hoy, por intercesión de María: “Manda tu Espíritu, Señor, a renovar la tierra!”: