2009-05-15 10:27:36

En el Santo Sepulcro Benedicto XVI expresa su deseo de que Cristo pueda ayudar a superar los obstáculos que se interponen para el testimonio común del poder de su amor que reconcilia, en esta tierra lacerada por los conflictos y que anhela la paz


Viernes, 15 may (RV).- Tras el encuentro ecuménico en el Patriarcado greco-ortodoxo, el Santo Padre se dirigió a la basílica del Santo Sepulcro. Una visita y momento clave de la peregrinación del Papa, donde, ante la tumba vacía del Señor, Benedicto XVI concluye su camino de peregrino a los lugares santos. Sobre las huellas del apóstol Pedro, anuncia la resurrección de Cristo único Salvador, que lleva el mensaje evangélico de esperanza. El misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo cambió la historia, y nos enseña que el mal no tiene la última palabra, que el amor vence la muerte y que el futuro de la humanidad está en las manos de Dios.

El mensaje del Papa, el de la esperanza de que habla la tumba vacía, está dirigido a todo el mundo y en modo especial a la Iglesia en Tierra Santa. Dios renueva todo, las memorias pueden ser purificadas, un futuro de paz puede surgir para los pueblos de estas tierras. Benedicto XVI invitó además a la Iglesia en Tierra Santa a contemplar el rostro glorioso del Señor para encontrar la fuerza de ser testimonio de la victoria de Dios y de la potencia de su amor reconciliador.

La misma Iglesia del Anástasis testimonia el peso de nuestra historia común y la promesa que irradia de la tumba vacía. El Papa evocó el rostro del Señor Resucitado e invitó a reconocer en su carne glorificada el principio de nuestra progresiva reconciliación interior y la superación de todo conflicto, interior y exterior. Benedicto XVI exhortó la Iglesia en Tierra Santa a sepultar ansias y temores en la tumba de Cristo. Y concluyó con una palabra de aliento a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que tienen el privilegio de ser testimonios de Cristo, en las tierras santificadas por la presencia de Jesús y de su ministerio, de su muerte en la Cruz y de su resurrección.

“Jesús pide a cada uno de ustedes que sean testimonios de unidad y de paz para todos aquellos que viven en esta ciudad de la Paz. Invita a todos a ser mensajeros de reconciliación y operadores de paz”.

“Hoy a distancia de casi veinte siglos, el Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, se encuentra delante de la misma tumba vacía y contempla el misterio de la resurrección. La Iglesia en Tierra Santa que muy a menudo ha experimentado el oscuro misterio del Gólgota, debe ser siempre un intrépido heraldo del mensaje luminoso de esperanza que esta tumba vacía proclama”.

Este lugar santo, continuó el Papa, donde la potencia de Dios se reveló en la debilidad, y los sufrimientos humanos fueron transfigurados por la gloria divina nos invita a mirar vez más con los ojos de la fe el rostro del Señor crucifijo y resucitado… ¡también ahora, la gracia de la resurrección está obrando en nosotros! Pueda la contemplación de este misterio, agregó el Papa, impulsar nuestros esfuerzos, ya sea como individuos, y como miembros de la comunidad eclesial, a crecer en la vida del Espíritu mediante la conversión, la penitencia y la oración.

“Que la contemplación de Cristo pueda ayudarnos a superar, con la potencia del mismo Espíritu, todo conflicto y tensión nacidos de la carne y remover cada obstáculo, por dentro y por fuera que se interpone a nuestro común testimonio a Cristo, y al poder de su amor que reconcilia. Esta tumba, dijo el Pontífice, está llamada a sepultar todas nuestras ansias y miedos, para resurgir nuevamente cada día y continuar su viaje por los caminos de Jerusalén, y de Galilea, proclamando el triunfo del perdón de Cristo y la promesa de una vida nueva. Como cristianos, sabemos que la paz la cual anhela esta tierra lacerada por conflictos tiene un nombre: Jesucristo, Él es nuestra paz, él nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo mediante la Cruz, poniendo fin a la enemistad.



DISCURSO COMPLETO 

Queridos amigos en Cristo,

El himno de alabanza que acabamos de cantar nos une a las filas angélicas y a la Iglesia de cada tiempo y lugar – “el glorioso coro de los Apóstoles, la multitud admirable de los profetas y el blanco ejército de los mártires” – mientras rendimos gloria a Dios por la obra de nuestra redención, cumplida en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ante este Santo Sepulcro, donde el Señor “ha vencido el aguijón de la muerte abriendo a los creyentes el Reino de los Cielos”, os saludo a todos en el gozo del tiempo pascual. Agradezco al patriarca Fouad Twal y al Custodio, padre Pierbattista Pizzaballa, por sus amables palabras de bienvenida. Deseo expresar de igual manera mi aprecio por la acogida que me ha sido reservada por los jerarcas de la Iglesia Ortodoxa Griega y de la Iglesia Armenia Apostólica. Con gratitud tomo acto de la presencia de representantes de las otras comunidades cristianas de Tierra Santa. Saludo al Cardenal John Foley, Gran Maestre de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén y también los Caballeros y las Damas del Orden aquí presentes, con agradecimiento por su inagotable dedición para sostener la misión de la Iglesia en estas tierras hechas santas por la presencia terrenal del Señor.

El Evangelio de san Juan nos ha transmitido una sugestiva narración de la visita de Pedro y del Discípulo amado a la tumba vacía la mañana de Pascua. Hoy, a distancia de casi veinte siglos, el Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, se encuentra frente a la misma tumba vacía y contempla el misterio de la resurrección. Siguiendo las huellas del Apóstol, deseo una vez más proclamar, ante los hombres y mujeres de nuestro tiempo, la sólida fe de la iglesia en que Jesucristo “fue crucificado, murió y fue sepultado”, y que “al tercer día resucitó de entre los muertos”. Elevado a la derecha del Padre, Él nos ha enviado su Espíritu para el perdón de los pecados. Fuera de Él, a quien Dios ha constituido Señor y Cristo, “no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos”.

Encontrándonos en este santo lugar y considerando aquel maravilloso evento ¿cómo podríamos no sentirnos profundamente conmovidos como los primeros que escucharon la predicación de Pedro en el día de Pentecostés? Aquí Cristo murió y resucitó, para no morir nunca más. Aquí la historia de la humanidad fue definitivamente cambiada. El largo dominio del pecado y de la muerte fue destruido por el triunfo de la obediencia y de la vida; el madero de la cruz revela la verdad sobre el bien y el mal; el juicio de Dios fue pronunciado sobre este mundo y la gracia del Espíritu Santo fue derramada sobre la entera humanidad. Aquí Cristo, el nuevo Adán, nos ha enseñado que el mal nunca tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro y el de la humanidad está en las manos de un Dios próvido y fiel.

La tumba vacía nos habla de esperanza, la misma que no defrauda, porque es don del Espíritu Santo, que nos da la vida. Este es el mensaje que hoy deseo dejarles, en la conclusión de mi peregrinaje en Tierra Santa. ¡Que pueda la esperanza elevarse siempre de nuevo, por la gracia de Dios, en el corazón de cada persona que vive en estas tierras! Que pueda radicarse en vuestros corazones, permanecer en vuestras familias y comunidades e inspirar a cada uno de vosotros un testimonio siempre más fiel al Príncipe de la Paz. La Iglesia en Tierra Santa, que continuamente ha experimentado el oscuro misterio del Gólgota, no debe nunca dejar de ser un intrépido heraldo del luminoso mensaje de esperanza que esta tumba vacía proclama. El Evangelio nos dice que Dios puede hacer nuevas todas las cosas, que la historia no necesariamente se repite, que las memorias pueden ser purificadas, que los frutos amargos de la recriminación y de la hostilidad pueden ser superados, y que un futuro de justicia, de paz, de prosperidad y de colaboración puede surgir para cada hombre y mujer, para la entera familia humana, y de manera especial para el pueblo que vive en esta tierra, tan querida al corazón del Salvador.

Esta antigua iglesia del Anástasis lleva su mudo testimonio: sea del peso del nuestro pasado -con todas sus faltas, incomprensiones y conflictos-, sea de la promesa gloriosa que sigue irradiando desde la tumba vacía de Cristo. Este lugar santo, donde la potencia de Dios se reveló en la debilidad, y los sufrimientos humanos fueron transfigurados por la gloria divina, nos invita a mirar una vez más con los ojos de la fe el rostro del Señor crucificado y resucitado. Al contemplar su carne glorificada, completamente transfigurada por el Espíritu, llegamos a comprender más plenamente que también ahora, mediante el Bautismo, llevamos “siempre y a todas partes en nuestro cuerpo, los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” ¡También ahora la gracia de la resurrección está actuando en nosotros! Que pueda la contemplación de este misterio impulsar nuestros esfuerzos, sea como individuos que como miembros de la comunidad eclesial, para crecer en la vida del Espíritu mediante la conversión, la penitencia y la oración. Que pueda además ayudarnos a superar, con la potencia de aquel mismo Espíritu, todo conflicto y tensión nacidos de la carne y remover cada obstáculo, por dentro y por fuera, que se interpone a nuestro común testimonio de Cristo y al poder de su amor que reconcilia.

Con tales palabras de aliento, queridos amigos, concluyo mi peregrinaje a los lugares santos de nuestra redención y renacimiento en Cristo. Rezo para que la Iglesia en Tierra Santa obtenga siempre una mayor fuerza de la contemplación de la tumba vacía del Redentor. En aquella tumba ella está llamada a sepultar todas sus ansiedades y temores, para resurgir nuevamente cada día y proseguir su viaje por los caminos de Jerusalén, de Galilea y más allá, proclamando el triunfo del perdón de Cristo y la promesa de una vida nueva. Como cristianos, sabemos que la paz a la cual anhela esta tierra lacerada por los conflictos tiene un nombre: Jesucristo. “Él es nuestra paz” que nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo mediante la Cruz, poniendo fin a la enemistad. En sus manos confiamos toda nuestra esperanza en el futuro, exactamente como lo hizo Él en la hora de las tinieblas confiando su espíritu en las manos del Padre.

Permítanme que concluya con unas especiales palabras de aliento a mis hermanos Obispos y sacerdotes, así como a los religiosos y a las religiosas que sirven a la amada Iglesia en Tierra Santa. Aquí, ante la tumba vacía, el corazón mismo de la Iglesia, os invito a renovar el entusiasmo de vuestra consagración a Cristo y vuestro compromiso en el amoroso servicio a su místico Cuerpo. Inmenso es vuestro privilegio de dar testimonio a Cristo en esta tierra que Él ha santificado mediante su presencia terrena y su ministerio. Con pastoral caridad hagan capaces, a vuestros hermanos y hermanas y a todos los habitantes de esta tierra, de percibir la presencia que sana y el amor que reconcilia del resucitado. Jesús pide a cada uno de nosotros que seamos testigos de unidad y de paz para todos aquellos que viven en esta Ciudad de la Paz. Como nuevo Adán, Cristo es la fuente de la unidad a la cual la entera familia humana está llamada, aquella misma unidad de la cual la Iglesia es signo y sacramento. Como Cordero de Dios, él es la fuente de la reconciliación, que es al mismo tiempo don de Dios y Sagrado deber confiado a nosotros. Cual Príncipe de la paz, Él es la fuente de aquella paz que supera cada comprensión, la paz de la nueva Jerusalén. Que Él pueda sosteneros en vuestras pruebas, confortaros en lustras aflicciones, y confirmaros en vuestros esfuerzos por anunciar y extender su Reino. A todos vosotros y a cuantos son destinatarios de vuestros cuidados pastorales imparto cordialmente mi Bendición Apostólica, como prenda del gozo y de la paz de la Pascua.








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