En el Santo Sepulcro Benedicto XVI expresa su deseo de que Cristo pueda ayudar a superar
los obstáculos que se interponen para el testimonio común del poder de su amor que
reconcilia, en esta tierra lacerada por los conflictos y que anhela la paz
Viernes, 15 may (RV).- Tras el encuentro ecuménico en el Patriarcado greco-ortodoxo,
el Santo Padre se dirigió a la basílica del Santo Sepulcro. Una visita y momento clave
de la peregrinación del Papa, donde, ante la tumba vacía del Señor, Benedicto XVI
concluye su camino de peregrino a los lugares santos. Sobre las huellas del apóstol
Pedro, anuncia la resurrección de Cristo único Salvador, que lleva el mensaje evangélico
de esperanza. El misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo cambió la
historia, y nos enseña que el mal no tiene la última palabra, que el amor vence la
muerte y que el futuro de la humanidad está en las manos de Dios.
El mensaje
del Papa, el de la esperanza de que habla la tumba vacía, está dirigido a todo el
mundo y en modo especial a la Iglesia en Tierra Santa. Dios renueva todo, las memorias
pueden ser purificadas, un futuro de paz puede surgir para los pueblos de estas tierras.
Benedicto XVI invitó además a la Iglesia en Tierra Santa a contemplar el rostro glorioso
del Señor para encontrar la fuerza de ser testimonio de la victoria de Dios y de
la potencia de su amor reconciliador.
La misma Iglesia del Anástasis testimonia
el peso de nuestra historia común y la promesa que irradia de la tumba vacía. El Papa
evocó el rostro del Señor Resucitado e invitó a reconocer en su carne glorificada
el principio de nuestra progresiva reconciliación interior y la superación de todo
conflicto, interior y exterior. Benedicto XVI exhortó la Iglesia en Tierra Santa a
sepultar ansias y temores en la tumba de Cristo. Y concluyó con una palabra de aliento
a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que tienen el privilegio de ser
testimonios de Cristo, en las tierras santificadas por la presencia de Jesús y de
su ministerio, de su muerte en la Cruz y de su resurrección.
“Jesús pide a
cada uno de ustedes que sean testimonios de unidad y de paz para todos aquellos que
viven en esta ciudad de la Paz. Invita a todos a ser mensajeros de reconciliación
y operadores de paz”.
“Hoy a distancia de casi veinte siglos, el Sucesor de
Pedro, el Obispo de Roma, se encuentra delante de la misma tumba vacía y contempla
el misterio de la resurrección. La Iglesia en Tierra Santa que muy a menudo ha experimentado
el oscuro misterio del Gólgota, debe ser siempre un intrépido heraldo del mensaje
luminoso de esperanza que esta tumba vacía proclama”.
Este lugar santo, continuó
el Papa, donde la potencia de Dios se reveló en la debilidad, y los sufrimientos humanos
fueron transfigurados por la gloria divina nos invita a mirar vez más con los ojos
de la fe el rostro del Señor crucifijo y resucitado… ¡también ahora, la gracia de
la resurrección está obrando en nosotros! Pueda la contemplación de este misterio,
agregó el Papa, impulsar nuestros esfuerzos, ya sea como individuos, y como miembros
de la comunidad eclesial, a crecer en la vida del Espíritu mediante la conversión,
la penitencia y la oración.
“Que la contemplación de Cristo pueda ayudarnos
a superar, con la potencia del mismo Espíritu, todo conflicto y tensión nacidos de
la carne y remover cada obstáculo, por dentro y por fuera que se interpone a nuestro
común testimonio a Cristo, y al poder de su amor que reconcilia. Esta tumba, dijo
el Pontífice, está llamada a sepultar todas nuestras ansias y miedos, para resurgir
nuevamente cada día y continuar su viaje por los caminos de Jerusalén, y de Galilea,
proclamando el triunfo del perdón de Cristo y la promesa de una vida nueva. Como cristianos,
sabemos que la paz la cual anhela esta tierra lacerada por conflictos tiene un nombre:
Jesucristo, Él es nuestra paz, él nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo mediante
la Cruz, poniendo fin a la enemistad.
DISCURSO COMPLETO
Queridos
amigos en Cristo,
El himno de alabanza que acabamos de cantar nos une
a las filas angélicas y a la Iglesia de cada tiempo y lugar – “el glorioso coro de
los Apóstoles, la multitud admirable de los profetas y el blanco ejército de los mártires”
– mientras rendimos gloria a Dios por la obra de nuestra redención, cumplida en la
pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ante este Santo Sepulcro, donde el Señor
“ha vencido el aguijón de la muerte abriendo a los creyentes el Reino de los Cielos”,
os saludo a todos en el gozo del tiempo pascual. Agradezco al patriarca Fouad Twal
y al Custodio, padre Pierbattista Pizzaballa, por sus amables palabras de bienvenida.
Deseo expresar de igual manera mi aprecio por la acogida que me ha sido reservada
por los jerarcas de la Iglesia Ortodoxa Griega y de la Iglesia Armenia Apostólica.
Con gratitud tomo acto de la presencia de representantes de las otras comunidades
cristianas de Tierra Santa. Saludo al Cardenal John Foley, Gran Maestre de la Orden
Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén y también los Caballeros y las Damas del
Orden aquí presentes, con agradecimiento por su inagotable dedición para sostener
la misión de la Iglesia en estas tierras hechas santas por la presencia terrenal del
Señor.
El Evangelio de san Juan nos ha transmitido una sugestiva narración
de la visita de Pedro y del Discípulo amado a la tumba vacía la mañana de Pascua.
Hoy, a distancia de casi veinte siglos, el Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, se
encuentra frente a la misma tumba vacía y contempla el misterio de la resurrección.
Siguiendo las huellas del Apóstol, deseo una vez más proclamar, ante los hombres y
mujeres de nuestro tiempo, la sólida fe de la iglesia en que Jesucristo “fue crucificado,
murió y fue sepultado”, y que “al tercer día resucitó de entre los muertos”. Elevado
a la derecha del Padre, Él nos ha enviado su Espíritu para el perdón de los pecados.
Fuera de Él, a quien Dios ha constituido Señor y Cristo, “no existe bajo el cielo
otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos”.
Encontrándonos
en este santo lugar y considerando aquel maravilloso evento ¿cómo podríamos no sentirnos
profundamente conmovidos como los primeros que escucharon la predicación de Pedro
en el día de Pentecostés? Aquí Cristo murió y resucitó, para no morir nunca más. Aquí
la historia de la humanidad fue definitivamente cambiada. El largo dominio del pecado
y de la muerte fue destruido por el triunfo de la obediencia y de la vida; el madero
de la cruz revela la verdad sobre el bien y el mal; el juicio de Dios fue pronunciado
sobre este mundo y la gracia del Espíritu Santo fue derramada sobre la entera humanidad.
Aquí Cristo, el nuevo Adán, nos ha enseñado que el mal nunca tiene la última palabra,
que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro y el de la humanidad está
en las manos de un Dios próvido y fiel.
La tumba vacía nos habla de
esperanza, la misma que no defrauda, porque es don del Espíritu Santo, que nos da
la vida. Este es el mensaje que hoy deseo dejarles, en la conclusión de mi peregrinaje
en Tierra Santa. ¡Que pueda la esperanza elevarse siempre de nuevo, por la gracia
de Dios, en el corazón de cada persona que vive en estas tierras! Que pueda radicarse
en vuestros corazones, permanecer en vuestras familias y comunidades e inspirar a
cada uno de vosotros un testimonio siempre más fiel al Príncipe de la Paz. La Iglesia
en Tierra Santa, que continuamente ha experimentado el oscuro misterio del Gólgota,
no debe nunca dejar de ser un intrépido heraldo del luminoso mensaje de esperanza
que esta tumba vacía proclama. El Evangelio nos dice que Dios puede hacer nuevas todas
las cosas, que la historia no necesariamente se repite, que las memorias pueden ser
purificadas, que los frutos amargos de la recriminación y de la hostilidad pueden
ser superados, y que un futuro de justicia, de paz, de prosperidad y de colaboración
puede surgir para cada hombre y mujer, para la entera familia humana, y de manera
especial para el pueblo que vive en esta tierra, tan querida al corazón del Salvador.
Esta antigua iglesia del Anástasis lleva su mudo testimonio: sea del
peso del nuestro pasado -con todas sus faltas, incomprensiones y conflictos-, sea
de la promesa gloriosa que sigue irradiando desde la tumba vacía de Cristo. Este lugar
santo, donde la potencia de Dios se reveló en la debilidad, y los sufrimientos humanos
fueron transfigurados por la gloria divina, nos invita a mirar una vez más con los
ojos de la fe el rostro del Señor crucificado y resucitado. Al contemplar su carne
glorificada, completamente transfigurada por el Espíritu, llegamos a comprender más
plenamente que también ahora, mediante el Bautismo, llevamos “siempre y a todas partes
en nuestro cuerpo, los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que también la vida
de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” ¡También ahora la gracia de la resurrección
está actuando en nosotros! Que pueda la contemplación de este misterio impulsar nuestros
esfuerzos, sea como individuos que como miembros de la comunidad eclesial, para crecer
en la vida del Espíritu mediante la conversión, la penitencia y la oración. Que pueda
además ayudarnos a superar, con la potencia de aquel mismo Espíritu, todo conflicto
y tensión nacidos de la carne y remover cada obstáculo, por dentro y por fuera, que
se interpone a nuestro común testimonio de Cristo y al poder de su amor que reconcilia.
Con
tales palabras de aliento, queridos amigos, concluyo mi peregrinaje a los lugares
santos de nuestra redención y renacimiento en Cristo. Rezo para que la Iglesia en
Tierra Santa obtenga siempre una mayor fuerza de la contemplación de la tumba vacía
del Redentor. En aquella tumba ella está llamada a sepultar todas sus ansiedades y
temores, para resurgir nuevamente cada día y proseguir su viaje por los caminos de
Jerusalén, de Galilea y más allá, proclamando el triunfo del perdón de Cristo y la
promesa de una vida nueva. Como cristianos, sabemos que la paz a la cual anhela esta
tierra lacerada por los conflictos tiene un nombre: Jesucristo. “Él es nuestra paz”
que nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo mediante la Cruz, poniendo fin
a la enemistad. En sus manos confiamos toda nuestra esperanza en el futuro, exactamente
como lo hizo Él en la hora de las tinieblas confiando su espíritu en las manos del
Padre.
Permítanme que concluya con unas especiales palabras de aliento
a mis hermanos Obispos y sacerdotes, así como a los religiosos y a las religiosas
que sirven a la amada Iglesia en Tierra Santa. Aquí, ante la tumba vacía, el corazón
mismo de la Iglesia, os invito a renovar el entusiasmo de vuestra consagración a
Cristo y vuestro compromiso en el amoroso servicio a su místico Cuerpo. Inmenso es
vuestro privilegio de dar testimonio a Cristo en esta tierra que Él ha santificado
mediante su presencia terrena y su ministerio. Con pastoral caridad hagan capaces,
a vuestros hermanos y hermanas y a todos los habitantes de esta tierra, de percibir
la presencia que sana y el amor que reconcilia del resucitado. Jesús pide a cada uno
de nosotros que seamos testigos de unidad y de paz para todos aquellos que viven en
esta Ciudad de la Paz. Como nuevo Adán, Cristo es la fuente de la unidad a la cual
la entera familia humana está llamada, aquella misma unidad de la cual la Iglesia
es signo y sacramento. Como Cordero de Dios, él es la fuente de la reconciliación,
que es al mismo tiempo don de Dios y Sagrado deber confiado a nosotros. Cual Príncipe
de la paz, Él es la fuente de aquella paz que supera cada comprensión, la paz de la
nueva Jerusalén. Que Él pueda sosteneros en vuestras pruebas, confortaros en lustras
aflicciones, y confirmaros en vuestros esfuerzos por anunciar y extender su Reino.
A todos vosotros y a cuantos son destinatarios de vuestros cuidados pastorales imparto
cordialmente mi Bendición Apostólica, como prenda del gozo y de la paz de la Pascua.