En la Basílica de la Anunciación de Nazaret el Papa exhorta a los cristianos a tener
el valor de ser fieles a Cristo y permanecer en Tierra Santa, la tierra que Él santificó
con su presencia
Jueves, 14 may (RV).- En la Basílica de la Anunciación de Nazaret, Benedicto XVI ha
celebrado las Vísperas exhortando a todos los cristianos a tener el valor de ser fieles
a Cristo y permanecer en Tierra Santa, la tierra que Él santificó con su presencia.
En su discurso el Santo Padre ha recordado que como María, los cristianos tienen “un
papel que jugar en el plan divino de la salvación, llevando a Cristo en el mundo,
dando testimonio de Él y difundiendo su mensaje de paz y unidad”.
“Por esto
–ha exhortado el Papa- es esencial que estén unidos entre ustedes, de modo que la
Iglesia en la Tierra Santa pueda ser claramente reconocida como “un signo y un instrumento
de comunión con Dios y de unidad con todo el género humano” (Lumen gentium,
1).
En este sentido el Pontífice ha señalado que la unidad de los cristianos
“en la fe, en la esperanza y en el amor es un fruto del Espíritu Santo que habita
en ustedes y les hace capaces de ser instrumentos eficaces de la paz de Dios, ayudándolos
a construir una genuina reconciliación entre los diversos pueblos que reconocen a
Abrahám como su padre en la fe”.
Recordando que en el Estado de Israel y en
los Territorios Palestinos los cristianos son una minoría de la población, y que tal
vez “parezca que su voz cuenta poco” porque muchos cristianos han emigrado, en la
esperanza de contar en otros lugares mayor seguridad y mejores perspectivas, el Papa
ha evocado la situación de la joven virgen María, que llevó una vida escondida en
Nazareth, con pocas cosas del ambiente cotidiano en cuanto a la riqueza y a la influencia
mundana: “¡Tomemos fuerza del cántico de María, que dentro de poco cantaremos en unión
con la entera Iglesia de Todo el mundo!”
Sobre el misterio de la esperanza
ofrecido por María en la Anunciación, Benedicto XVI ha invitado a reflexionar con
“la esperanza que Dios continuará conduciendo nuestra historia, actuando con poder
creativo para realizar los objetivos que serían imposibles para el cálculo humano.
Esto nos desafía a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu Creador que nos
hace nuevos, que nos hace una sola cosa con Él y nos llena de su vida”.
Discurso
completo:
Hermanos Obispos,
Padre Custodio,
¡Queridos
hermanos y Hermanas en Cristo!
Es para mi fuente de profunda conmoción estar
presente con ustedes en el lugar donde la Palabra de Dios se hizo carne y vino a habitar
entre nosotros. ¡Qué oportuno es encontrarnos aquí reunidos para cantar la Oración
de las Vísperas de la Iglesia, dando alabanzas y gracias a Dios por las maravillas
que ha hecho en nosotros! Agradezco al arzobispo Sayah por las palabras de bienvenida,
y a través de él, saludo a todos los miembros de la comunidad maronita aquí en Tierra
Santa. Saludo a los sacerdotes, los religiosos, los miembros de los movimientos eclesiales
y los operadores pastorales que han venido de toda Galilea. Una vez más alabo el cuidado
demostrado por los hermanos de la Custodia, que en el curso de los siglos, han provisto
a los lugares santos como estos. Saludo al Patriarca Latino emérito, Su Beatitud Michel
Sabbah, que por más de veinte años guió el rebaño en estas tierras. Saludo a los fieles
del Patriaracado Latino y al actual Patriarca, Su Beatitud Fouad Twal, así como a
los miembros de la comunidad greco-melquita, representada aquí por el arzobispo Elías
Chacour. Y en este lugar donde Jesús mismo creció hasta la madurez y aprendió la lengua
hebrea, saludo a los cristianos de esa lengua, que son para nosotros una llamada a
las raíces hebreas de nuestra fe.
Lo que sucedió aquí en Nazareth, lejos de
la mirada del mundo, fue un acto singular de Dios, una potente intervención en la
historia a través de la cual, un niño fue concebido para traer la salvación al mundo
entero. El prodigio de la Encarnación continúa desafiándonos a abrir nuestra inteligencia
a las ilimitadas posibilidades del poder transformador de Dios, de su amor por nosotros,
de su deseo de estar en comunión con nosotros. Aquí el eterno Hijo de Dios se convirtió
en hombre, e hizo posible para nosotros, sus hermanos y hermanas, el compartir su
filiación divina. Aquel movimiento de rebajarse de un amor que se vació a sí mismo
hizo posible el movimiento inverso de exaltación en el cual también nosotros fuimos
elevados para compartir la vida misma de Dios (cf. Fil 2,6-11).
El Espíritu
que “descendió sobre María” (cf. Lc 1,35) es el mismo Espíritu que se aleteó sobre
las aguas en los albores de la Creación (cf. Gn 1,2). Esto nos recuerda que la Encarnación
fue un nuevo acto creativo. Cuando Nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra
del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad
creada, entrando en una permanente nueva relación con nosotros e inaugurando la nueva
Creación. El relato de la Anunciación ilustra la extraordinaria gentileza de Dios
(Cf. Madre Julian de Norwich, Revelaciones 77-79). Él no se impone a sí mismo,
no predetermina sencillamente la parte que María tendrá en su plan de salvación: él
busca ante todo su ascenso. En la creación original obviamente no era cuestión que
Dios pidiera el consentimiento de sus criaturas, pero en esta nueva Creación él lo
pide. María está en el puesto de toda la humanidad. Ella habla por todos nosotros
cuando responde a la invitación del ángel. San Bernardo describe como la entera corte
celestial estuvo esperando con ansiosa impaciencia su palabra de consentimiento gracias
a la cual se cumplió la unión nupcial entre Dios y la humanidad. La atención de todos
los coros de los ángeles se había reservado para este momento, en el que tuvo lugar
un diálogo que habría dado inicio a un nuevo y definitivo capítulo de la historia
del mundo. María dijo: “hágase en mí según tu palabra”. Y la Palabra de Dios se hizo
carne.
Reflexionar sobre este alegre misterio nos da esperanza, la segura esperanza
de que Dios continuará conduciendo nuestra historia, actuando con poder creativo para
realizar los objetivos que serían imposibles para el cálculo humano. Esto nos desafía
a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu Creador que nos hace nuevos, que
nos hace una sola cosa con Él y nos llena de su vida. Nos invita, con exquisita gentileza,
a consentir que él habite en nosotros, a acoger la Palabra de Dios en nuestros corazones,
haciéndonos capaces de responderle con amor, e ir con amor el uno hacia el otro.
En
el Estado de Israel y en los Territorios Palestinos los cristianos son una minoría
de la población. Tal vez les parezca que su voz cuenta poco. Muchos de sus compañeros
cristianos han emigrado, en la esperanza de contar en otros lugares mayor seguridad
y mejores perspectivas. La situación de ustedes nos trae a la mente la situación de
la joven virgen María, que llevó una vida escondida en Nazareth, con pocas cosas del
ambiente cotidiano en cuanto a la riqueza y a la influencia mundana. Para citar las
palabras de María en su gran himno de alabanza, el Magnificat, Dios ha mirado
la humillación de su sierva, ha colmado de bienes a los hambrientos. ¡Tomemos fuerza
del cántico de María, que dentro de poco cantaremos en unión con la entera Iglesia
de Todo el mundo! ¡Tengan el valor de ser fieles a Cristo y permanecer aquí en la
tierra que Él santificó con su presencia! Como María, ustedes tienen un papel que
jugar en el plan divino de la salvación, llevando a Cristo en el mundo, dando testimonio
de Él y difundiendo su mensaje de paz y unidad. Por esto, es esencial que estén unidos
entre ustedes, de modo que la Iglesia en la Tierra Santa pueda ser claramente reconocida
como “un signo y un instrumento de comunión con Dios y de unidad con todo el género
humano” (Lumen gentium, 1). La unidad de ustedes en la fe, en la esperanza
y en el amor es un fruto del Espíritu Santo que habita en ustedes y les hace capaces
de ser instrumentos eficaces de la paz de Dios, ayudándolos a construir una genuina
reconciliación entre los diversos pueblos que reconocen a Abrahám como su padre en
la fe. Porque, como María ha proclamado alegremente en su Magnificat, Dios
“siempre se acuerda de su misericordia, como había prometido a nuestros padres, a
favor Abraham y su descendencia por siempre” (Lc 1, 54-55).
Queridos
amigos en Cristo, estén seguros que yo continuamente les recuerdo en mi oración, y
les pido hacer lo mismo por mi. Dirijámonos ahora a nuestro Padre celestial, que en
este lugar miró la humildad de su sierva, y cantemos sus alabanzas en unión con la
Bienaventurada Virgen María, con los coros de los ángeles y los santos, y con la Iglesia
en todo el mundo.