El Papa expresa su afecto a los peregrinos de la “martirizada Gaza” y pide una infraestructura
“espiritual” que canalice las energías al servicio de la educación, desarrollo y promoción
del bien común, y garantizar un futuro mejor para sus hijos
Miércoles, 13 may (RV).- El sugestivo marco de la Plaza del pesebre de Belén ha sido
el escenario este miércoles de la Santa Misa celebrada por el Santo Padre, en la que
se ha dirigido de forma especial a “los peregrinos provenientes de la martirizada
Gaza” a quienes ha pedido que transmitan a sus familias y comunidades caluroso abrazo
del Pontífice, sus condolencias por las pérdidas, las adversidades y los sufrimientos
que han tenido que soportar: “Les aseguro mi solidaridad en la inmensa obra de reconstrucción
que ahora tienen por delante y mis oraciones para que el embargo sea pronto levantado”.
Además
el Santo Padre les ha exhortado a no tener miedo porque Cristo nos ha donado una nueva
vida “que puede iluminar y transformar incluso las más oscuras y desesperadas situaciones
humanas”. “Esta tierra –ha insistido el Pontífice- necesita no sólo de nuevas estructuras
económicas y comunitarias, sino más importante- podríamos decir- de una nueva infraestructura
“espiritual”, capaz de galvanizar las energías de todos los hombres y mujeres de buena
voluntad en el servicio de la educación, del desarrollo y de la promoción del bien
común. Ustedes tienen los recursos humanos para edificar la cultura de la paz y del
respeto recíproco que podrán garantizar un futuro mejor para sus hijos. Esta noble
empresa les espera. ¡No tengan miedo!”
La homilía en Belén del Santo Padre
se ha centrado fundamentalmente en la paz, significativamente en una ciudad que para
los hombres y mujeres de cualquier parte del mundo está “asociada el alegre mensaje
del renacimiento, de la renovación, de la luz y de la libertad” y sin embargo, ha
dicho el Pontífice “¡cuán lejano pareciera el cumplimiento de esta magnífica promesa!
¡Cuán distante aparece aquel Reino de amplio dominio y de paz, seguridad, justicia
e integridad, que el profeta Isaías había anunciado, y que proclamamos como definitivamente
establecido con la venida de Jesucristo, Mesías y Rey!”.
Benedicto XVI ha recordado
que “el mensaje de Belén nos llama a ser: ¡testigos del triunfo del amor de Dios sobre
el odio, sobre el egoísmo, sobre el miedo y sobre el rencor que paralizan las relaciones
humanas y crean divisiones entre los hermanos que deberían vivir juntos en unidad,
destrucción donde los hombres deberían edificar, desesperación donde la esperanza
debería florecer!”
En otro momento de su homilía y aludiendo a la segunda lectura
el Papa ha indicado que el apóstol Pablo extrae una lección de la Encarnación particularmente
aplicable a los sufrimientos que la población está experimentando: “porque se ha manifestado
la gracia de Dios”, nos dice, “que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a
las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el tiempo presente”.
En
cuanto a “la constante conversión a Cristo que se refleja no sólo sobre nuestras acciones,
sino también sobre nuestro modo de razonar”, el Santo Padre ha subrayado con énfasis
que es necesario tener “la valentía de abandonar líneas de pensamiento, de acción
y de reacción, infructuosas y estériles”, cultivar una mentalidad de paz basada en
la justicia, en el respeto de los derechos y los deberes de todos, el compromiso de
colaborar por el bien común, y sobre todo la perseverancia: perseverancia en el bien
y en el rechazo del mal.
Benedicto XVI ha animado a los habitantes de Belén
a trabajar en iniciativas concretas para consolidar su presencia y ofrecer nuevas
posibilidades a cuantos tienen la tentación de partir. “Sean un puente de diálogo
y de colaboración constructiva en la edificación de una cultura de paz que supere
el actual nivel de miedo, de agresión y de frustración. Edifiquen sus Iglesias locales
haciendo de ellas laboratorios de diálogo, tolerancia y esperanza, así como de solidaridad
y de caridad activa”.
HOMILÍA COMPLETA Y SALUDO
DE MONS. FOUAD TWAL
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Agradezco
a Dios Omnipotente por haberme concedido la gracia de venir a Belén, no sólo para
venerar el lugar donde nació Cristo, sino también para estar al lado de ustedes, hermanos
y hermanas en la fe, en estos Territorios Palestinos. Agradezco al patriarca Fouad
Twal los sentimientos que ha expresado a nombre de ustedes, y saludo con afecto a
los hermanos Obispos y a todos los sacerdotes, religiosos y fieles laicos que se empeñan
cada día para confirmar esta Iglesia local en la fe, en la esperanza, en el amor.
Mi corazón si dirige de manera especial a los peregrinos provenientes de la martirizada
Gaza: les pido lleven a sus familias y comunidades mi caluroso abrazo, mis condolencias
por las pérdidas, las adversidades y los sufrimientos que han tenido que soportar.
Les aseguro mi solidaridad en la inmensa obra de reconstrucción que ahora tienen por
delante y mis oraciones para que el embargo sea pronto levantado.
"No
teman porque les traigo una gran alegría…Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido
un Salvador” (Lc 2,10-11). El mensaje de la venida de Cristo, venido del cielo mediante
la voz de los ángeles, continúa como un eco en esta ciudad, así como hace ecos en
las familias, en las casas y en las comunidades del mundo entero. Es una “buena noticia”,
dijeron los ángeles, “para todo el pueblo”. Este mensaje proclama que el Mesías, Hijo
de Dios e hijo de David nació “para ustedes”: para ti y para mí, y para todos los
hombres y mujeres de todo tiempo y lugar. En el plan de Dios, Belén, “tan pequeña
entre los clanes de Judá” (Miq 5,1) se convirtió en un lugar de gloria inmortal: el
lugar donde, en la plenitud de los tiempos, Dios eligió hacerse hombre, para terminar
el largo reinado del pecado y de la muerte, y para traer vida nueva y abundante a
un mundo que se había hecho viejo, cansado, y oprimido por la desesperación.
Para
los hombres y mujeres de cada lugar, Belén está asociada el alegre mensaje del renacimiento,
de la renovación, de la luz y de la libertad. Y sin embargo aquí, en medio de nosotros,
¡cuán lejano pareciera el cumplimiento de esta magnífica promesa! ¡Cuán distante aparece
aquel Reino de amplio dominio y de paz, seguridad, justicia e integridad, que el profeta
Isaías había anunciado, según cuanto hemos escuchado en la primera lectura (cfr Is
9,7) y que proclamamos como definitivamente establecido con la venida de Jesucristo,
Mesías y Rey!
Desde el día de su nacimiento, Jesús fue “un signo de
contradicción” (Lc 2,34) y lo continúa siendo, también hoy. El Señor de los ejércitos,
cuyos “orígenes son antiguos, desde tiempos remotos” (Miq 5,1), quiso inaugurar su
Reino naciendo en esta pequeña ciudad, entrando a nuestro mundo en el silencio y humildad
de una gruta, y yaciendo, como un niño necesitado de todo, en un pesebre. Aquí en
Belén, en medio de todo tipo de contradicciones, las piedras continúan gritando esta
“buena nueva”, el mensaje de redención que esta ciudad, por encima de todas las otras,
está llamada a proclamar al mundo. Aquí, de hecho, de un modo que supera todas las
esperanzas y expectativas humanas, Dios se mostró fiel a sus promesas. En el nacimiento
de su Hijo, reveló la venida de un Reino de amor: un amor divino que se rebaja para
traer la sanación y levantarnos; un amor que se revela en la humillación y la debilidad
de la cruz, y que triunfa en la gloriosa resurrección a la nueva vida. Cristo ha traído
un Reino que no es de este mundo, sino que es un Reino capaz de cambiar este mundo,
pues tiene el poder de cambiar los corazones, de iluminar las mentes y de reforzar
la voluntad. Al asumir nuestra carne, con todas sus debilidades, y al transfigurarla
con el poder de su Espíritu, Jesús nos llamó a ser testigos de su victoria sobre el
pecado y la muerte. Y esto es lo que el mensaje de Belén nos llama a ser: ¡testigos
del triunfo del amor de Dios sobre el odio, sobre el egoísmo, sobre el miedo y sobre
el rencor que paralizan las relaciones humanas y crean divisiones entre los hermanos
que deberían vivir juntos en unidad, destrucción donde los hombres deberían edificar,
desesperación donde la esperanza debería florecer!
“En la esperanza
hemos sido salvados”, dice el apóstol Pablo (Rom 8,24). Pero afirma -con gran realismo-
que la creación continúa con gemidos de parto, así como nosotros, que hemos recibido
las primicias del Espíritu, esperamos pacientemente el cumplimiento de nuestra redención
(cf. Rom 8,22-24). En la segunda lectura de hoy, Pablo extrae una lección de la Encarnación
que es particularmente aplicable a los sufrimientos que ustedes, los predilectos de
Dios en Belén, están experimentando: “porque se ha manifestado la gracia de Dios”,
nos dice, “que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas,
vivamos con sensatez, justicia y piedad en el tiempo presente”, mientras aguardamos
la feliz esperanza, el Salvador Cristo Jesús” (Tit 2,11-13).
¿No son
éstas, quizás, las virtudes requeridas a hombres y mujeres que viven en la esperanza?
En primer lugar, la constante conversión a Cristo que se refleja no sólo sobre nuestras
acciones, sino también sobre nuestro modo de razonar: la valentía de abandonar líneas
de pensamiento, de acción y de reacción, infructuosas y estériles. También el cultivo
de una mentalidad de paz basada en la justicia, en el respeto de los derechos y los
deberes de todos, y el compromiso de colaborar por el bien común. Y luego la perseverancia,
perseverancia en el bien y en el rechazo del mal. Aquí en Belén una especial perseverancia
se pide a los discípulos de Cristo: perseverancia en el testimoniar fielmente la gloria
de Dios aquí revelada en el nacimiento de su Hijo, la buena nueva de su paz que descendió
desde el cielo para habitar sobre la tierra.
“No tengan miedo”. Este
es el mensaje que el Sucesor de San Pedro desea entregarles hoy, haciéndose eco del
mensaje de los ángeles y de la consigna que el amado Papa Juan Pablo II les dejó el
año del Gran Jubileo del nacimiento de Cristo. Cuenten con las oraciones y con la
solidaridad de sus hermanos y hermanas de la Iglesia universal y trabajen en iniciativas
concretas para consolidar su presencia y para ofrecer nuevas posibilidades a cuantos
tienen la tentación de partir. Sean un puente de diálogo y de colaboración constructiva
en la edificación de una cultura de paz que supere el actual nivel de miedo, de agresión
y de frustración. Edifiquen sus Iglesias locales haciendo de ellas laboratorios de
diálogo, tolerancia y esperanza, así como de solidaridad y de caridad activa.
Por
encima de todo, sean testigos del poder de la vida, la nueva vida que nos ha donado
Cristo resucitado, la vida que puede iluminar y transformar incluso las más oscuras
y desesperadas situaciones humanas. Esta tierra necesita no sólo de nuevas estructuras
económicas y comunitarias, sino más importante- podríamos decir- de una nueva infraestructura
“espiritual”, capaz de galvanizar las energías de todos los hombres y mujeres de buena
voluntad en el servicio de la educación, del desarrollo y de la promoción del bien
común. Ustedes tienen los recursos humanos para edificar la cultura de la paz y del
respeto recíproco que podrán garantizar un futuro mejor para sus hijos. Esta noble
empresa les espera. ¡No tengan miedo!
La antigua basílica de la Natividad,
que ha experimentado los vientos de la historia y el peso de los siglos, se yergue
ante nosotros cual testimonio de la fe que permanece y triunfa sobre el mundo (cf.
1Jn 5,4). Ningún visitante de Belén puede dejar de notar que en el curso de los siglos
la gran puerta que introduce en la casa de Dios se ha hecho cada vez más pequeña.
Oremos hoy para que por la gracia de Dios y nuestro compromiso, la puerta que introduce
en el misterio del Dios viviente a los hombres, el templo de nuestra comunión en su
amor, y la anticipación de un mundo de perenne paz y alegría, se abra cada vez más
ampliamente para acoger a cada corazón humano y renovarlo y transformarlo. De este
modo, Belén continuará siendo eco del mensaje confiado a los pastores, a nosotros,
y a la humanidad: “!Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres
que ama el Señor!”. Amén
SALUDO DE MONS. FOUAD TWAL
Santísimo
Padre
En nombre de mis hermanos los obispos católicos de Tierra Santa; en nombre
de todas la Iglesias locales de Jesucristo presentas en esta tierra; en nombre de
todos los habitantes y visitantes de esta tierra santificada por el nacimiento, por
la vida, la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, le doy la bienvenida
hoy, a Belén.
Lo acogemos como sucesor de san Pedro, a quien Cristo dio la
misión de “confirmar a sus hermanos”. Ud. está entre nosotros como nuestro padre y
nuestro hermano. Su presencia hoy aquí, significa que estamos siempre presentes en
el corazón y en el espíritu de la Iglesia universal, que la entera Iglesia católica
está con nosotros y por nosotros. Sus oraciones y las oraciones de la Iglesia nos
sostienen y nos dan un renovado valor para servir a nuestro Señor en esta tierra.
Sólo
a algunos metros de distancia de aquí,, nació nuestro Señor Jesucristo; el verbo de
Dios se hizo visible. Dios visitó a su pueblo para ser el Emmanuel, para “estar con
nosotros”; y él continúa viniendo, para estar con nosotros todos los días. En esta
tierra, el mensaje de los ángeles de Dios ha sido escuchado por los más pobres y los
más pequeños: “Gloria a Dios en el alto del cielo y paz en la tierra a los hombres
que ama”. Este ha sido el mensaje celestial recibido por nuestros antepasados, los
pastores de Belén. Este es el mensaje que continúa siendo proclamado diariamente.
Si aquel es el mensaje de nuestra tierra y de Belén para el mundo, nuestra vocación-
misión en esta tierra martirizada es aquella de glorificar a Dios y de extender su
paz sobre la tierra. Este mensaje representa una tarea y una misión cotidiana. Ello
se traduce en el compromiso de la iglesia en servir a la paz y la reconciliación,
en sostener a los pobres, en fortalecer a los débiles, en comunicar la esperanza a
aquellos que se desesperan. Para esta misión, tenemos necesidad de su apoyo y de sus
oraciones.
Santísimo Padre, esta tierra donde Jesús eligió vivir para salvar
al mundo, tiene necesidad de paz, de justicia y de reconciliación. Nuestras heridas
tienen necesidad de ser curadas, los encarcelados de ser liberados, nuestros corazones
de ser purificados del odio, y nuestro pueblo de vivir en paz y en seguridad. Nuestro
pueblo sufre y continúa sufriendo la injusticia, la guerra (la guerra de Gaza es
aun una herida abierta para cientos de miles de personas), la ocupación y la falta
de esperanza en un futuro mejor. Cuando recibimos a su antecesor, el Papa JPII, teníamos
la esperanza de alcanzar la paz, pero esta paz nunca llegó. Entonces muchos abandonaron
toda esperanza y han dejado Tierra Santa para ir en busca de un porvenir mejor en
otros países. He aquí el porqué el número de palestinos, sobretodo cristianos, ha
disminuido y continúa disminuyendo. Mientras no encontremos la paz y la tranquilidad,
temo que esta situación continúe. Hasta que la inestabilidad política perdure, mientras
exista el muro que separa Belén de Jerusalén y del resto del mundo, no podremos encontrar
la paz para nuestra tierra.
Santísimo Padre, los ciudadanos de Belén y de los
territorios palestinos han venido a recibirlo y a orar con Ud.: católicos y cristianos
de todas las Iglesias, musulmanes y representantes de la Autoridad Palestina, todos
hemos venido para renovar nuestro compromiso a favor de una paz justa, una paz que
dé a cada individuo y a todo pueblo la posibilidad de vivir dignamente en esta tierra;
una paz que permita a los padres de no tener miedo por sus hijos y su seguridad; una
paz que permita a los jóvenes a llevar una vida normal y construir su futuro; una
paz que permita a esta Tierra Santa cumplir su vocación: glorificar a Dios y vivir
en paz.
Somos concientes de la vocación de esta tierra de estar abierta a todos
los creyentes, de alabar a Dios, de ser una tierra de armonía y de coexistencia pacifica,
una tierra donde todos los creyentes en un mismo Dios puedan experimentar que también
ellos “han nacido aquí (Sal 87). Nadie puede pretender poseer esta tierra en el lugar
de los otros y excluyendo a los otros. Dios mismo eligió esta tierra, y quiere que
todos sus hijos vivan juntos en ella.
Santísimo Padre, hemos venido aquí para
orar con Ud. y para escucharle. Todos nosotros vemos en Ud. un mensajero de paz,
un líder espiritual que defiende a los pobres y a los oprimidos, un padre y un hermano
que trae un mensaje de amor y solidaridad.
Para terminar, queremos volver a
ofrecerle nuestro compromiso de vivir y expandir la Buena Nueva de Jesucristo: ante
Ud. la Iglesia católica renueva su fe en nuestro Señor Jesucristo, su amor por Dios
y por el prójimo, y su esperanza en los designios misericordioso de Dios para todos
nosotros.
Que Dios y nuestro Salvador estén con Ud., que lo sostengan y lo
guíen en su misión y su obra constante a favor de la paz y la reconciliación