El patriarca latino Fouad Twal pide al Papa fortaleza en la fe
Martes, 12 may (RV).- Desde el Valle de Josafat, nuestra enviada especial a Tierra
Santa, María Fernanda Bernasconi, evoca las palabras del patriarca latino, Su Beatitud
Fouad Twal, quien pidió al Santo Padre que les fortaleciera en la fe, porque “somos
un pequeño rebaño que se está empequeñeciendo y que está soñando que cede la ocupación
y la violencia”.
Escuchar el servicio desde Jerusalén:
Después
de una mañana “ecuménica”, por decirlo de alguna manera, cargada de encuentros y visitas
de cortesía a musulmanes y judíos –incluidos los ordinarios de Tierra Santa, con quienes
el Papa, después de haber rezado en el Cenáculo –y donde, por otra parte, recordamos,
en 1964 a Pablo VI no se le permitió celebrar la Eucaristía, mientras sí pudo hacerlo
Juan Pablo II en el año 2000–, Benedicto XVI, tras almorzar en el Patriarcado latino
de Jerusalén, coronó esta intensa jornada con la celebración de la primera misa en
la Ciudad Santa.
El marco de la celebración al aire libre fue el sugestivo
valle de Josafat también conocido como valle del Cedrón–porque en este sitio
pasaba antiguamente el río del mismo nombre–, y donde esta semana hemos visto trabajar
a los obreros, en turnos de hasta 18 horas diarias, para recibir al Papa y a la mayor
cantidad posible de fieles, considerando que en este lugar caben, como máximo, seis
mil personas.
Lamentablemente, dadas las excesivas medidas de seguridad implementadas
por el gobierno israelí, sólo pudieron asistir tres mil fieles, es decir la mitad.
Tan excesivas fueron estas medidas que ni siguiera a las religiosas de la nunciatura
apostólica les fue permitido pasar. Entre los fieles se distinguían numerosos jóvenes
del Camino Neoatecumenal procedentes de diversos países, de España y América Latina,
quienes se hicieron sentir con el típico “viva el Papa”, agitando las banderas de
sus naciones de procedencia.
Aquí, en Jerusalén, la iglesia católica más grande
es la Basílica de las Naciones, en el Getsemaní, que puede acoger como máximo a 800
personas, por lo que resultaba pequeña para este encuentro con el Vicario de Cristo
que quedará en la memoria histórica de Tierra Santa. Los franciscanos pusieron a disposición
una parte del terreno que adquirieron en el lejano 1666, y que probablemente en aquella
época constituía una sola parte, unida al Monte de los Olivos.
El olivo es
el signo de la inmortalidad, tal como nos lo explicó el hermano Rafael Dorado, franciscano
español, quien desde hace más de medio siglo se encuentra sirviendo a la Iglesia aquí,
en la Ciudad Santa; donde suele rezar paseando entre estos añosos árboles, de los
que nos dice, hay ocho que tienen más de veinte siglos, por lo que es muy posible
pensar que nuestro Señor los haya visto y haya caminado también él entre ellos.
Seis
candelabros adornaban el grandioso altar preparado para una ceremonia con tanta solemnidad,
en cuyo fondo se distinguía la imagen de santo Tomás que, incrédulo, pone las manos
en las llagas de Cristo.
En su saludo litúrgico, el patriarca latino, Su Beatitud
Fouad Twal dijo al Papa que la Iglesia de Jerusalén le daba la bienvenida a esta ciudad
donde Jesús fue recibido por la multitud; a la ciudad donde Él ofreció su vida por
nosotros. “Gracias por su afecto –le dijo– y por venir a este lugar donde el Señor
pasó sus últimos días”. Y añadió que el gesto del Pontífice representa un testimonio
verdadero para sus vidas. Porque Jesús dijo a sus discípulos en este mismo lugar,
en el jardín del Getsemaní, que permanecieran y rezaran con él. Y entre los aplausos
de la asamblea agregó: “Hoy la situación no ha cambiado, puesto que ante nosotros
tenemos la agonía del pueblo palestino, de quienes quieren vivir en libertad”.
“Y
tenemos al mismo tiempo –prosiguió diciendo el patriarca– la agonía del pueblo de
Israel, en busca de seguridad”. Seguridad que –dijo–, a pesar de todos los esfuerzos
militares no logra obtener. Su Beatitud afirmó además que la comunidad internacional,
tal como sucedió a Jesús con sus discípulos, ha sido indiferente ante la agonía de
Tierra Santa por tantos años. Y aún hoy no se encuentra una solución. Por eso pidió
que se rece, en este valle de Josafat por Jerusalén, por el sueño de esta gente, para
que se encuentre libre. En este Monte de los Olivos –agregó Su Beatitud Fouad Twal–
Jesús lloró por Jerusalén, y sigue llorando hoy cuando ve a los refugiados que no
tienen ninguna ilusión, que se sienten heridos en esta ciudad; y cuando a todas estas
situaciones todavía no se encuentra solución. En el lugar en que estamos –recordó–
el Señor se dirigió con dolor a Jerusalén. E imploró que reúna a sus hijos, a todos
sus hijos, judíos, cristianos, musulmanes.
Querido Santo Padre –concluyó el
patriarca– le pedimos que comprenda esta situación, y que fortalezca nuestra esperanza.
La de esta gente, con su historia, sus problemas, sus expectativas, y sus temores.
Especialmente la de los que sufren, los refugiados, los prisioneros que están cargando
el peso de la injusticia, los que piensan que han sido olvidados, los que nadie ve,
y que con su visita en este día les llena de alegría los corazones, porque descubren
que no han sido olvidados. Usted es el Sucesor de Pedro, y ha venido a confirmar y
fortalecer a sus hermanos en la fe. Mientras nosotros le pedimos que incremente nuestra
fe. Somos un pequeño rebaño que se está empequeñeciendo, y que está soñando que cese
la ocupación y la violencia. En Jesús queremos gozar de la paz que estamos buscando.
Paz –dijo el cardenal Toual- significa serenidad, fe, y espíritu de acogida. Meditamos
con el sufrimiento de los padres y pedimos a Jesús que venga a liberarnos. Confirma
nuestra fe. Lo recibimos como Sucesor de Pedro. Rece por nosotros al Padre celestial
para que en esta Tierra Santa podamos estar a los pies de la Cruz, ofrecer nuestros
sufrimientos y crecer en la fe, aceptando todo, a pesar de que no todo lo entendemos.
Desde Jerusalén, María Fernanda Bernasconi, Radio Vaticano.
TEXTO
COMPLETO DEL SALUDO EL PATRIARCA LATINO DE JERUSALÉN
Santísimo Padre,
La
Iglesia de Jerusalén Le acoge con fervor en esta ciudad donde Jesucristo fue acogido
por la multitud gritando, “¡Hosanna en las alturas! ¡Bendito el que viene en nombre
del Señor!” (Mt 21,9). Bienvenido a la ciudad donde Jesucristo trajo la victoria sobre
el pecado y sobre la muerte y obtuvo la salvación para aquellos que tienen fe en él.
Aquí,
con Él, la Iglesia reza y vela con amor sobre estos lugares donde Nuestro Señor cumplió
la obra maravillosa de nuestra redención. Estos lugares son testigos del pasado y
de la verdad de nuestra vida presente.
Solamente a algunos metros de aquí,
Jesús dijo a sus discípulos: “Quedaos aquí y velad conmigo” (Mt 26,38). Pero ellos
han cerrado los ojos, sin ocuparse de hecho de Jesús, agonizante un poco más lejos.
Santísimo
Padre, por muchos aspectos la situación hoy no ha cambiado tanto. Asistimos por una
parte a la agonía del pueblo palestino, que sueña vivir en un Estado palestino libre
e independiente, pero no llega; y asistimos por otra parte a la agonía de un pueblo
israelí, que sueña con una vida normal en la paz y en la seguridad pero, a pesar de
la potencia mediática y militar, no nos llega.
En cuanto a la comunidad internacional,
esta juega el papel de los discípulos de Jesús: está aparte, los parpadeos pesados
de indiferencia, insensible a la agonía por la que pasa Tierra Santa desde hace sesenta
años, sin querer verdaderamente despertarse para encontrar una solución justa. Desde
este valle de Josafat, valle de lágrimas, elevamos nuestra oración para que se realicen
los sueños de estos dos pueblos.
En este huerto de los Olivos, Jesús lloró
en vano por Jerusalén. Hoy, él continúa llorando con los refugiados sin esperanza
de volver, con las viudas cuyos maridos han sido víctimas de violencia, y con las
numerosas familias de esta ciudad que todos los días ven sus casas demolidas con el
pretexto que han sido “construidas ilegalmente”, cuando toda la situación general,
toda en su totalidad es ilegal y no recibe solución alguna.
Sobre este lugar
donde ahora nos encontramos, Nuestro Señor gritó: “¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas
a los profetas y apedreas a los que te son enviados. ¡Cuántas veces he querido reunir
a tus hijos – todos tus hijos, judíos, cristianos y musulmanes – y no habéis querido!
(Lc 13,34).
Querido Santo Padre, nosotros le pedimos que comprenda aquello
que viven aquí sus pobres hijos y que fortalezca nuestra fe y nuestra esperanza. Con
Su visita, Usted nos trae la solicitud y la solidaridad de toda la Iglesia, y pone
la atención del mundo sobre esta región, sobre estos pueblos, su historia, sus luchas
y sus esperanzas, sus sonrisas y sus lágrimas.
Para cualquiera que sufre –
un enfermo, un refugiado, un prisionero o uno que lleva el peso de la injusticia –
el mayor desconsuelo es el de constatar el haber sido olvidado y que nadie vea, no
sepa ni se conmueva por aquello que él soporta. Su visita hoy es un gran consuelo
para nuestros corazones y la ocasión de decir a todos que el Dios de compasión son
aquellos que creen en Él; no son ni los ciegos, ni los olvidados, ni los insensibles.
Santidad, Usted es el sucesor de san Pedro, encargado por el Señor para “confirmar
a sus hermanos” en la fe (Lc 22,32). Nosotros también le suplicamos y gritamos con
los Apóstoles: “Auméntanos la fe” (Lc 17,25).
Santísimo Padre, usted tiene
ante sí una pequeña grey, y que continúa disminuyendo a causa de la emigración, una
emigración prolongada debida a los efectos de una ocupación injusta, acompañada de
humillaciones, de violencia y de odio. Pero nosotros sabemos que “esta es la victoria
que ha vencido al mundo: nuestra fe” (¡ Gv 5,4) y que la fe nos capacita para ver
y reconocer a Jesucristo en cada persona. Con Jesús y en Jesús, nosotros podemos disfrutar
aquí y ahora la paz que el mundo no puede ni dar, ni quitar de nuestros corazones.
Esta paz significa serenidad, fe, espíritu de acogida y alegría de vivir y de trabajar
en esta tierra.
Por ello aprovechamos Su presencia bendita entre nosotros
para gritarle, como aquel padre sufriente que suplico a Jesús que liberara a su hijo
de los tormentos que le oprimían desde hacía mucho tiempo: “¡Creo, ayuda a mi poca
fe!” (Mc 9, 24).
Santísimo Padre, nosotros le acogemos como el sucesor de san
Pedro: ¡venga en auxilio de nuestra incredulidad! Rece con nosotros a nuestro Padre
de los cielos por todos los habitantes de Tierra Santa; invoque también a la Madre
Dolorosa, que a los pies de la cruz de su hijo sufriente no se ha echado hacia atrás,
para ayudarnos a tener su misma fe en la buena providencia de Dios y de aceptar todo,
incluso sin comprender desde el comienzo.