Benedicto XVI reitera la cercanía de la Iglesia y de la Santa Sede a los cristianos,
que junto a judíos y musulmanes deben impulsar la paz en Oriente Medio y en todo el
mundo, porque “en Tierra Santa hay lugar para todos”
Martes, 12 may (RV).- Benedicto XVI ha alentado una vez más a judíos, cristianos y
musulmanes a no flaquear en la promoción de la reconciliación y de la paz en Tierra
Santa y en todo el mundo, porque “¡en Tierra Santa hay lugar para todos!”
El
Papa ha presidido, esta tarde la Santa Misa en el Valle de Josafat, en su peregrinación
«a los pies del monte de los Olivos, donde nuestro Señor rezó y sufrió, donde lloró
por amor de esta ciudad y por el anhelo de que ésta pudiera conocer ‘la senda de la
paz’ ». Y saludando a todos los presentes, Benedicto XVI ha dirigido un pensamiento
especial “a aquellos fieles de la Tierra Santa que por varias razones no han podido
estar aquí hoy con nosotros”.
El Pontífice ha exhortado a las autoridades a
respetar y sostener la presencia cristiana, y ha asegurado a las comunidades la solidaridad,
el amor y el apoyo de toda la Iglesia y de la Santa Sede».
«Como un microcosmos
de nuestro mundo globalizado, esta ciudad, para vivir su vocación universal, debe
ser un lugar que enseña la universalidad, el respeto a los demás, el diálogo y la
comprensión recíproca. Debe ser un lugar donde el prejuicio, la ignorancia y el miedo
que los alimenta sean superados por la honradez, la integridad y la búsqueda de la
paz. Entre estos muros no debe haber lugar para la cerrazón, la discriminación, la
violencia y la injusticia. Los creyentes en un Dios de misericordia – se llamen judíos,
cristianos o musulmanes – deben ser los primeros en promover esta cultura de la reconciliación
y de la paz, por lento que pueda ser el proceso y por gravoso que sea el peso de los
recuerdos pasados».
Benedicto XVI ha lamentado profundamente que «en esta
Ciudad Santa donde la vida ha derrotado la muerte, donde el Espíritu ha sido infundido
como primer fruto de la nueva creación, la esperanza sigue luchando contra la desesperación,
la frustración y el cinismo, al tiempo que la paz, que es don de Dios, sigue siendo
amenazada por egoísmos, conflictos, divisiones y el peso de tantas ofensas».
Ante
esta situación tan difícil, el Papa ha recordado la misión de la comunidad cristiana
en Jerusalén. «Hacer todo lo posible para conservar la esperanza donada por el Evangelio,
afianzada en la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, testimoniando
el poder del perdón y manifestando la naturaleza más profunda de la Iglesia como signo
y sacramento de una humanidad reconciliada, renovada y unificada en Cristo».
Recordando
también a los numerosos cristianos que por razones comprensibles se han alejado de
Tierra Santa, el Papa ha subrayado esta trágica realidad que sigue preocupando profundamente,
porque lleva a un empobrecimiento cultural y espiritual de esta región.
Tras
subrayar el significado fundamental de la unión y de los lazos recíprocos entre los
cristianos en Tierra Santa y toda la Iglesia universal, el Papa ha hecho hincapié
en que precisamente la presencia de estos cristianos en estos santos lugares – llenos
de conflictos y problemas tan complejos – tiene un significado y un objetivo que supera
los límites de la misma Iglesia.
Benedicto XVI ha reiterado el anhelo de que
su presencia entre los cristianos de Tierra Santa quiere manifestar que «no han sido
olvidados, que su perseverancia en seguir testimoniando y viviendo y allí es un don
precioso a los ojos de Dios y una componente del futuro de estas tierras: «Precisamente
gracias a vuestras profundas raíces en estos lugares, vuestra antigua y firme cultura
cristiana y vuestra perdurable confianza en las promesas de Dios, vosotros cristianos
de Tierra Santa estáis llamados a servir no sólo como un faro de fe para la Iglesia
universal, sino también como levadura de armonía, sabiduría y equilibrio en la vida
de una sociedad que tradicionalmente ha sido y sigue siendo pluralista, multiétnica
y multirreligiosa».
El Santo Padre ha recordado el precio de esta esperanza,
precio de sufrimiento y persecuciones. Las mismas que conoció san Pablo, que nunca
vaciló en su convicción de que la resurrección de Cristo era el comienzo de la nueva
creación: «La visión bíblica de Isaías y la de Apocalipsis muestran a una Jerusalén
terrenal ligada a la ‘promesa de aquella reconciliación universal y de aquella paz
que Dios desea para toda la familia humana».
Benedicto XVI, como Sucesor de
Pedro, ha señalado que ha querido recorrer los pasos del Apóstol para proclamar al
Señor Resucitado junto con la Iglesia en Jerusalén, para confirmar a los fieles en
la fe e invocar sobre ellos el consuelo, que es el don del Paráclito: «Encontrándome
aquí entre vosotros hoy, deseo reconocer las dificultades, la frustración, la pena
y el sufrimiento que tantos entre vosotros han sufrido como consecuencia de los conflictos
que han afligido a estas tierras y también las amargas experiencias del desplazamiento
que muchas familias vuestras han conocido y – Dios no lo permita – pueden seguir conociendo».
HOMILÍA COMPLETA
Queridos
hermanos y hermanas en el Señor.
“Cristo ha resucitado, aleluya”. Con
estas palabras les saludo con gran afecto. Agradezco al Patriarca Fouad Twal por sus
palabras de bienvenida en nombre de ustedes, y ante todo, expreso también mi alegría
de estar aquí para celebrar esta Eucaristía con ustedes, Iglesia en Jerusalén. Nos
hemos reunido aquí bajo el Monte de los Olivos, donde nuestro Señor rezó y sufrió,
donde lloró por amor a esta ciudad y por el deseo de que ésta pudiera conocer “el
camino de la paz” (cfr Lc 19,42), aquí donde él regresó al Padre, dando su última
bendición terrena a sus discípulos y a nosotros. Acojamos hoy esta bendición. Él la
dona de manera especial a ustedes, queridos hermanos y hermanas, que están unidos
en una ininterrumpida línea con los primeros discípulos que encontraron al Señor Resucitado
en el partir el pan, que experimentaron la efusión del Espíritu Santo en el cenáculo,
que fueron convertidos por la predicación de San Pedro y de los otros apóstoles. Mis
saludos los dirijo también a todos los presentes, y de modo especial a aquellos fieles
de la Tierra Santa que por varias razones no han podido estar aquí hoy con nosotros.
Como
sucesor de San Pedro, he recorrido sus pasos para proclamar al Señor Resucitado en
medio de ustedes, para confirmarlos en la fe de sus padres e invocar sobre ustedes
el consuelo que es el don del Paráclito. Encontrándome ante ustedes hoy, deseo reconocer
las dificultades, la frustración, la pena y el sufrimiento que tantos de ustedes han
soportado como consecuencia de los conflictos que han afligido estas tierras, y también
las amargas experiencias de desplazamientos que muchas de sus familias han conocido
y – Dios no lo permita- pueden aún conocer. Espero que mi presencia aquí sea un signo
de que ustedes no son olvidados, que su perseverante presencia y testimonio son de
hecho preciosos a los ojos de Dios y son una parte del futuro de estas tierras. Justamente
a causa de sus profundas raíces en estos lugares, su antigua y fuerte cultura cristiana
y su perdurable confianza en las promesas de Dios, ustedes Cristianos de Tierra Santa,
están llamados a servir no sólo como un faro de fe para la iglesia universal, sino
también como levadura de armonía, sabiduría y equilibrio en la vida de una sociedad
que tradicionalmente ha sido, y continúa siendo, pluralista, multiétnica y multireligiosa.
En
la segunda lectura de hoy, el Apóstol Pablo pide a los Colosenses que “busquen los
bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1). Estas
palabras resuenan con particular fuerza aquí, bajo el Jardín del Getsemaní, donde
Jesús aceptó el cáliz del sufrimiento en completa obediencia a la voluntad del Padre
y donde según la tradición, ascendió a la derecha del Padre para interceder continuamente
por nosotros, miembros de su Cuerpo. San Pablo, el gran heraldo de la esperanza cristiana,
conoció el precio de ésta esperanza, su costo en sufrimiento y persecución por amor
al Evangelio, y nunca vaciló en su convicción de que la resurrección de Cristo era
el comienzo de la nueva creación. Como él nos dice a nosotros: “Cuando se manifieste
Cristo, que es nuestra vida, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de
gloria” (Col 3,4)!
La exhortación de pablo de “buscar los bienes del
cielo” debe continuamente resonar en nuestros corazones. Sus palabras nos indican
el cumplimiento de la visión de fe en esa celeste Jerusalén donde, en conformidad
con las antiguas profecías, Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros y preparará
un banquete de salvación para todos los pueblos” (cfr Is 25,6-8; Hc 21,2-4).
Ésta
es la esperanza, esta es la visión que impulsa a todos aquellos que amamos esta Jerusalén
terrestre a verla como una profecía y una promesa de aquella reconciliación universal
y paz que Dios desea para toda la familia humana. Lamentablemente, bajo los muros
de esta misma Ciudad, somos también llevados a considerar cuán lejos esta nuestro
mundo del cumplimiento de aquella profecía y promesa. En esta Ciudad Santa donde la
vida ha vencido a la muerte, donde el Espíritu ha sido infundido como primer fruto
de la nueva creación, la esperanza continua combatiendo la desesperación, la frustración
y el cinismo, mientras la paz, que es don y llamada de Dios, continua siendo amenazada
por el egoísmo, por el conflicto, por la división y por el peso de las ofensas del
pasado. Por esta razón, la comunidad cristiana en esta Ciudad que ha visto la resurrección
de Cristo y la efusión del Espíritu debe hacer todo lo posible por conservar la esperanza
donada por el Evangelio, teniendo en cuenta el precio de la victoria definitiva de
Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, testimoniando la fuerza del perdón y manifestando
la naturaleza más profunda de la Iglesia como signo y sacramento de una humanidad
reconciliada, renovada y hecha uno en Cristo, el nuevo Adán.
Reunidos
bajo los muros de esta ciudad, sagrada para los seguidores de las tres grandes religiones,
¿cómo no podemos dirigir nuestros pensamientos a la universal vocación de Jerusalén?
Anunciada por los profetas, esta vocación aparece como un hecho indiscutible, una
realidad irrevocable fundada en la historia compleja de esta ciudad y de su pueblo.
Judíos, Musulmanes y Cristianos califican juntos esta ciudad como su patria espiritual.
¡Cuánto se necesita hacer todavía para convertirla verdaderamente en una “ciudad de
la paz” para todos los pueblos, donde todos puedan venir en peregrinación en la búsqueda
de Dios, y escuchar su voz, “una voz que habla de paz” (cf. Sal 85,8)!
Jerusalén
en realidad ha sido siempre una ciudad en la cual resuenan lenguas diversas, cuyas
piedras son pisadas por pueblos de toda raza y lengua, cuyos muros son símbolo del
cuidado providente de Dios para toda la familia humana. Como un microcosmos de nuestro
mundo globalizado, esta Ciudad, debe vivir su vocación universal, debe ser un lugar
que enseñe la universalidad, el respeto por los otros, el diálogo y la mutua compresión;
un lugar donde el prejuicio, la ignorancia y el miedo que la alimenta, sean superados
por la honestidad, la integridad y la búsqueda de la paz. No debería haber lugar entre
estos muros para la mezquindad, la discriminación, la violencia y la injusticia. Los
creyentes en un Dios de misericordia –se califiquen como Judíos, Cristianos o Musulmanes-,
deben ser los primeros en promover esta cultura de la reconciliación y de la paz,
por cuanto pueda ser lento el proceso y grave el peso de los recuerdos pasados.
Quisiera
aquí referirme directamente a la trágica realidad –que no puede nunca dejar de ser
fuente de preocupaciones para todos aquellos que aman esta Ciudad y esta tierra- de
la partida de numerosos miembros de la comunidad cristiana en los tiempos recientes.
Si bien razones comprensibles llevan a muchos, especialmente jóvenes, a emigrar, esta
decisión trae consigo como consecuencia un gran empobrecimiento cultural y espiritual
de la ciudad. Deseo hoy repetir cuanto he dicho en otras ocasiones: ¡en la Tierra
Santa hay lugar para todos! Mientras exhorto a las autoridades a respetar y sostener
la presencia cristiana aquí, deseo al mismo tiempo asegurarles la solidaridad, el
amor y el sostén de toda la Iglesia y de la Santa Sede.
Queridos amigos,
en el Evangelio que apenas hemos escuchado, San Pedro y San Juan corren hacia la tumba
vacía, y Juan nos ha dicho, “él vio y creyó”(Jn 20,8). Aquí en tierra Santa, con los
ojos de la fe, ustedes junto a los peregrinos de todas partes del mundo que llenan
las iglesias y los santuarios, son bendecidos al ver los lugares santificados por
la presencia de Cristo, por su ministerio terreno, por su pasión, muerte y resurrección
y por el don de su Santo Espíritu. Aquí como al apóstol Tomás, les es concedida la
oportunidad de “tocar” las realidades históricas que están en la base de nuestra confesión
de fe en el Hijo de Dios. Mi oración por ustedes hoy es que continúen, día a día,
a “ver y creer” en los signos de la providencia de Dios de su inagotable misericordia,
a “escuchar” con renovada fe y esperanza, las consoladoras palabras de la predicación
apostólica y a “tocar” las fuentes de la gracia de los sacramentos y encarnar por
los otros la promesa de nuevos inicios, la libertad nacida del perdón, la luz interior
y la paz que pueden llevar salvación y esperanza también en las más oscuras realidades
humanas.
En la iglesia del Santo sepulcro, los peregrinos de cada siglo
han venerado la piedra que la tradición nos dice que estaba en la entrada de la tumba
la mañana de la resurrección de Cristo. Regresemos frecuentemente a esta tumba vacía.
Reafirmemos allí nuestra fe en la victoria de la vida, y oremos para que cada “piedra
pesada” colocada en la puerta de nuestros corazones, bloqueando nuestra completa entrega
al Señor en la fe, a la esperanza y el amor por el Señor, pueda ser eliminada por
la fuerza de la luz y de la vida que, desde el amanecer de la pascua, resplandecen
desde Jerusalén sobre todo el mundo. ¡Cristo ha resucitado, aleluya! ¡Verdaderamente
ha resucitado, Aleluya!