Homilía de la Pascua de Resurrección: Abramos el corazón a Cristo muerto y resucitado
para que nos limpie del veneno del pecado y de la muerte y nos infunda la savia vital
del Espíritu Santo: la vida divina y eterna
Domingo, 12 abr (RV).- Esta mañana a las diez en la Plaza de san Pedro, el Pontífice
ha celebrado la Santa Misa para los miles de fieles que han querido participar esta
mañana en la Eucaristía del Domingo de Pascua. En su homilía el Santo Padre Benedicto
XVI ha evocado las palabras de san Pablo en la primera Carta a los Corintios: “Ha
sido inmolado Cristo, nuestra Pascua”.
En este sentido el Papa ha puesto en
evidencia cómo en su pasión y muerte, Jesús se revela como el Cordero de Dios “inmolado”
en la cruz para quitar los pecados del mundo. “Así podemos decir –ha señalado el Santo
Padre- que Jesús realmente ha llevado a cumplimiento la tradición de la antigua Pascua
y la ha transformado en su Pascua”.
Reflexionando sobre este nuevo significado
de la fiesta pascual, Benedicto XVI ha analizado también la interpretación de san
Pablo sobre los “ázimos”: símbolo del momento de la huída a Egipto, y también, símbolo
de purificación. San Pablo añade un nuevo sentido: “Y puesto que Cristo, como el verdadero
Cordero, se ha sacrificado a sí mismo por nosotros, también nosotros, sus discípulos
–gracias a Él y por medio de Él– podemos y debemos ser «masa nueva», «ázimos», liberados
de todo residuo del viejo fermento del pecado: ya no más malicia y perversidad en
nuestro corazón”.
Estas interpretaciones son más significativas en el contexto
de este Año Paulino, como el propio Pontífice ha recordado al mismo tiempo que ha
pedido acoger la invitación del Apóstol: “Abramos el corazón a Cristo muerto y resucitado
para que nos renueve, para que nos limpie del veneno del pecado y de la muerte y nos
infunda la savia vital del Espíritu Santo: la vida divina y eterna”.
Benedicto
XVI ha finalizado su homilía pidiendo que el anuncio de la Pascua se propague por
el mundo con el jubiloso canto del aleluya: “Cantémoslo con la boca, cantémoslo sobre
todo con el corazón y con la vida, con un estilo de vida «ázimo», simple, humilde,
y fecundo de buenas obras. «Surrexit Christus spes mea: / precedet suos in Galileam»
- ¡Cristo resucitó de veras mi esperanza! Venid a Galilea, el Señor allí aguarda.
El Resucitado nos precede y nos acompaña por las vías del mundo. Él es nuestra esperanza,
Él es la verdadera paz del mundo. Amén.
A continuación les ofrecemos
el texto completo de la homilía: Queridos hermanos y hermanas,
«Ha
sido inmolado Cristo, nuestra Pascua» (1 Co 5,7). Resuena en este día la
exclamación de san Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de la primera
Carta a los Corintios. Un texto que se remonta a veinte años apenas después
de la muerte y resurrección de Jesús y que, no obstante, contiene en una síntesis
impresionante – como es típico de algunas expresiones paulinas – la plena conciencia
de la novedad cristiana. El símbolo central de la historia de la salvación – el cordero
pascual – se identifica aquí con Jesús, llamado precisamente «nuestra Pascua». La
Pascua judía, memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto, prescribía el
rito de la inmolación del cordero, un cordero por familia, según la ley mosaica. En
su pasión y muerte, Jesús se revela como el Cordero de Dios «inmolado» en la cruz
para quitar los pecados del mundo; fue muerto justamente en la hora en que se acostumbraba
a inmolar los corderos en el Templo de Jerusalén. El sentido de este sacrificio suyo,
lo había anticipado Él mismo durante la Última Cena, poniéndose en el lugar – bajo
las especies del pan y el vino – de los elementos rituales de la cena de la Pascua.
Así, podemos decir que Jesús, realmente, ha llevado a cumplimiento la tradición de
la antigua Pascua y la ha transformado en su Pascua.
A partir de este
nuevo sentido de la fiesta pascual, se comprende también la interpretación de san
Pablo sobre los «ázimos». El Apóstol se refiere a una antigua costumbre judía, según
la cual en la Pascua había que limpiar la casa hasta de las migajas de pan fermentado.
Eso formaba parte del recuerdo de lo que había pasado con los antepasados en el momento
de su huída de Egipto: teniendo que salir a toda prisa del país, llevaron consigo
solamente panes sin levadura. Pero, al mismo tiempo, «los ázimos» eran un símbolo
de purificación: eliminar lo viejo para dejar espacio a lo nuevo. Ahora, como explica
san Pablo, también esta antigua tradición adquiere un nuevo sentido, precisamente
a partir del nuevo «éxodo» que es el paso de Jesús de la muerte a la vida eterna.
Y puesto que Cristo, como el verdadero Cordero, se ha sacrificado a sí mismo por nosotros,
también nosotros, sus discípulos – gracias a Él y por medio de Él – podemos y debemos
ser «masa nueva», «ázimos», liberados de todo residuo del viejo fermento del pecado:
ya no más malicia y perversidad en nuestro corazón.
«Así, pues, celebremos
la Pascua... con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad». Esta exhortación
de san Pablo con que termina la breve lectura que se ha proclamado hace poco, resuena
aún más intensamente en el contexto del Año Paulino. Queridos hermanos y hermanas,
acojamos la invitación del Apóstol; abramos el corazón a Cristo muerto y resucitado
para que nos renueve, para que nos limpie del veneno del pecado y de la muerte y nos
infunda la savia vital del Espíritu Santo: la vida divina y eterna. En la secuencia
pascual, como haciendo eco a las palabras del Apóstol, hemos cantado: «Scimus Christum
surrexisse / a mortuis vere» – sabemos que estás resucitado, la muerte en ti no
manda. Sí, éste es precisamente el núcleo fundamental de nuestra profesión de fe;
éste es hoy el grito de victoria que nos une a todos. Y si Jesús ha resucitado, y
por tanto está vivo, ¿quién podrá jamás separarnos de Él? ¿Quién podrá privarnos de
su amor que ha vencido al odio y ha derrotado la muerte? Que el anuncio de la Pascua
se propague por el mundo con el jubiloso canto del aleluya. Cantémoslo con
la boca, cantémoslo sobre todo con el corazón y con la vida, con un estilo de vida
«ázimo», simple, humilde, y fecundo de buenas obras. «Surrexit Christus spes mea:
/ precedet suos in Galileam» - ¡Resucitó de veras mi esperanza! Venid a Galilea,
el Señor allí aguarda. El Resucitado nos precede y nos acompaña por las vías del mundo.
Él es nuestra esperanza, Él es la verdadera paz del mundo. Amén.