Pasión del Señor: el predicador de la Casa Pontificia define el ateísmo como un lujo
que sólo se pueden permitir los privilegiados y culpa a la élite financiera y económica
mundial de la crisis por la desenfrenada codicia de dinero y la avaricia insaciable
Viernes, 10 abr (RV).- Esta tarde a las cinco, Benedicto XVI ha presidido en la Basílica
Vaticana la celebración de la Pasión de Señor. Durante la Liturgia de la Palabra se
ha leído el pasaje de la Pasión del Señor según san Juan y el predicador de la Casa
Pontificia, padre Raniero Cantalamessa, ha pronunciado la homilía, en la que ha criticado
con firmeza, la causa principal de la infelicidad de los hombres: el rechazo de Dios.
El
predicador ha señalado el pecado como auténtico protagonista del encierro “de la criatura
humana en la mentira y en la injusticia”, de la condena del mismo cosmos material
a la vanidad y a la corrupción y de la causa última de los males sociales que afligen
a la humanidad.
Retomando la misma denuncia del Apóstol Pablo, el predicador
ha abordado la crisis económica que atraviesa el mundo y sus causas y ha indicado
como raíz de todos los males la avaricia insaciable, la desenfrenada codicia de dinero.
De hecho “el Apóstol define la avaricia insaciable como una “idolatría” e indica en
la desenfrenada codicia de dinero “la raíz de todos los males” (1 Tm 6,10).
En
este contexto el predicador se ha preguntado “¿por qué tantas familias reducidas a
la miseria, masas de obreros sin trabajo, más que por la sed insaciable de provecho
por parte de algunos?”. Y en esta misma línea el padre Cantalamesa se ha referido
al terremoto de los Abruzos y se ha preguntado ¿por qué se desplomaron tantos edificios
nuevos? ¿Qué los indujo a poner arena en vez de cemento?
El padre Cantalamessa
ha acusado a la elite financiera y económica mundial como la locomotora enloquecida
que ha avanzado desenfrenadamente sin preocuparse del resto del tren.
El predicador
de la Casa Pontificia se ha detenido ampliamente en el tema del sufrimiento. “Una
experiencia humana universal- ha dicho el padre Cantlamessa: en esta vida placer y
dolor se suceden con la misma regularidad con la que, al elevarse una ola del mar,
le sigue un hundimiento y un vacío que absorbe al náufrago hacia atrás... El consumo
de drogas, el abuso del sexo, la violencia homicida, suscitan en el momento la ebriedad
del placer, pero conducen a la disolución moral y frecuentemente también física de
la persona”.
“Cristo no ha venido para aumentar el sufrimiento humano o para
predicar la resignación a éste; ha venido para darle un sentido y anunciar su final
y su superación. Leen ese eslogan en los autobuses de Londres y de otras ciudades
también los padres con un hijo enfermo, las personas solas o que se han quedado sin
trabajo, los exiliados que huyen de los horrores de la guerra, quienes han sufrido
graves injusticias en la vida... Intento imaginar su reacción al leer las palabras:
“Probablemente Dios no existe: ¡disfruta de la vida!”. ¿Con qué?
El sufrimiento
– ha respondido el padre Cantalamessa- ciertamente sigue siendo un misterio para todos,
especialmente el sufrimiento de los inocentes; pero sin fe en Dios, se convierte en
algo inmensamente más absurdo. Se le priva hasta de la última esperanza de rescate.
“El
ateísmo es un lujo que se pueden permitir sólo los privilegiados de la vida, los que
han tenido todo, incluida la posibilidad de dedicarse a los estudios y a la investigación”.
Volviendo
al slogan de los autobuses en Europa, el predicador pontificio se ha centrado en la
una parte concreta de esta publicidad: “Dios probablemente no existe”, así que incluso
podría existir; no se puede excluir del todo que exista. Según el P. Cantalamessa
esta frase, al fin y al cabo, dice al no creyente, que si Dios no existe, no pierde
nada; si en cambio existe, ha perdido todo. Por lo tanto –ha dicho el predicador-
“deberíamos casi dar las gracias al promotor de esa campaña publicitaria, pues ha
mostrado la pobreza de sus razones y ha contribuido a sacudir muchas conciencias adormecidas”.
Recordando
que Dios, salva también a quien durante la vida se ha esforzado en combatirle el predicador
ha advertido a los creyentes para que estén preparados para sorpresas al respecto,
porque “cuántas ovejas están fuera del redil –ha dicho citando a Agustín- y cuantos
lobos dentro”.
El padre Cantalamessa había tomado la dimensión universal y
cósmica del Apóstol Pablo sobre la Crucifixión de Jesús como punto de partida para
analizar lo que ha considerado como uno de los más recientes y abiertos desafíos actuales
de la fe: el eslogan publicitario en los medios de transporte público de Londres y
de otras ciudades europeas.
“El mayor efecto de este eslogan no está en la
premisa ‘Dios no existe’, sino en la conclusión: ‘¡Disfruta de la vida!’. Se sobreentiende
el mensaje de que la fe en Dios impide disfrutar de la vida; es enemiga de la alegría.
¡Sin ella habría más felicidad en el mundo! ”
Para responder a esta premisa,
el predicador pontificio se ha remitido a la concepción madurada en los países de
antigua fe cristiana, en los que se asocia casi siempre la idea de sufrimiento y de
cruz a la de sacrificio y de expiación, pues se piensa que el sufrimiento es necesario
para expiar el pecado y aplacar la justicia de Dios. Es esto –afirma Cantalamenssa-
lo que ha provocado, en la época moderna, el rechazo de toda idea de sacrificio ofrecido
por Dios y, finalmente, la idea misma de Dios.
Para contrarrestar esta equívoca
concepción, el predicador pontificio ha retomado a San Pablo quien escribe que “Dios
prefijó a Cristo para que sirviera como instrumento de expiación”, pero tal expiación
no actúa sobre Dios para aplacarle, sino sobre el pecado para eliminarlo. Es decir,
Cristo ha dado un contenido radicalmente nuevo a la idea de sacrificio. En él “ya
no es el hombre el que ejerce una influencia sobre Dios para que se aplaque. Más bien
es Dios quien actúa para que el hombre desista de la propia enemistad contra él y
hacia el prójimo”.
El P. Cantalamessa ha subrayado que “con su muerte, Cristo
no sólo ha denunciado y ha vencido el pecado; ha dado también un sentido nuevo al
sufrimiento, incluso aquél que no depende del pecado de nadie, como es el caso del
que se ha desencadenado, esta semana, en la cercana región del Abruzo a causa del
devastador terremoto”. Cristo- ha explicado el predicador-ha hecho del sufrimiento
un instrumento de salvación, un camino a la resurrección y a la vida. Su sacrificio
ejerce sus efectos no a través de la muerte, sino gracias a la superación de la muerte,
esto es, a la resurrección.
TEXTO COMPLETO
P.
Raniero Cantalamessa, ofmcap.
“HASTA LA MUERTE,
Y MUERTE
DE CRUZ”
Predicación del Viernes Santo 2009 en la Basílica de San Pedro
“Christus
factus est pro nobis oboediens usque ad mortem, mortem autem crucis”: “Por nosotros
Cristo fue obediente hasta la muerte. Y muerte de cruz”. En el bimilenario del nacimiento
del apóstol Pablo, volvemos a escuchar algunas de sus ardientes palabras sobre el
misterio de la muerte de Cristo que estamos celebrando. Ninguno puede ayudarnos mejor
que él para comprender su significado y su alcance.
A los Corintios,
escribe a modo de manifiesto: “Así, mientras los judíos piden señales y los griegos
buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los
judíos, necedad para los gentiles; mas para los que son llamados, sean judíos o griegos,
predicamos un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 1,22-24). La muerte
de Cristo tiene un alcance universal: “Si uno murió por todos, todos por tanto murieron”
(2 Co 5,14). Su muerte ha dado un sentido nuevo a la muerte de cada hombre y de cada
mujer.
A los ojos de Pablo la cruz asume una dimensión cósmica. Por
ella Cristo ha abatido el muro de separación, ha reconciliado a los hombres con Dios
y entre sí, destruyendo la enemistad (Cf. Ef. 2,14-16). De aquí la primitiva tradición
desarrollará el tema de la cruz árbol cósmico cuyo brazo vertical une el cielo y la
tierra, y cuyo brazo horizontal reconcilia entre sí a los diversos pueblos del mundo.
Evento cósmico y al mismo tiempo personalísimo: “Me amó y se entregó a sí mismo por
mí” (Ga 2,20). Cada hombre, escribe el Apóstol, es “aquel por quien murió Cristo”
(Rm 14,15).
De todo ello nace el sentimiento de la cruz ya no como castigo,
reproche o causa de aflicción, sino como gloria y honor del cristiano, esto es, como
una jubilosa seguridad, acompañada de conmovida gratitud, en la que el hombre se eleva
en la fe: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro
Señor Jesucristo!”(Ga 6,14).
Pablo ha plantado la cruz en el centro
de la Iglesia como el palo mayor en el centro de la nave; ha hecho de ella el fundamento
y el baricentro de todo. Ha fijado para siempre el marco del anuncio cristiano. Los
evangelios, escritos después de él, seguirán su esquema, haciendo del relato de la
pasión y muerte de Cristo el eje hacia el que se orienta todo.
Es sorprendente
la empresa que llevó a término el Apóstol. Para nosotros actualmente es relativamente
fácil ver las cosas bajo esta luz, después de que la cruz de Cristo, como decía Agustín,
haya colmado la tierra y brille ahora sobre la corona de los reyes [1]. Cuando Pablo
escribía, aquella todavía era sinónimo de la mayor ignominia, algo que ni siquiera
se debía nombrar entre personas educadas.
* * *
El
objetivo del año paulino no es tanto el de conocer mejor el pensamiento del Apóstol
(esto lo hacen los estudiosos desde siempre, sin contar con que la investigación científica
requiere tiempos más largos que un año); es más bien, como ha recordado en varias
ocasiones el Santo Padre, el de aprender de Pablo cómo responder a los desafíos actuales
de la fe.
Uno de estos desafíos, tal vez el más abierto que se haya
conocido hasta la fecha, se ha traducido en un eslogan publicitario en los medios
de transporte público de Londres y de otras ciudades europeas: “Probablemente Dios
no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”: There’s probably no God. Now
stop worrying and enjoy your life. El mayor efecto de este eslogan no está
en la premisa “Dios no existe”, sino en la conclusión: “¡Disfruta de la vida!”. Se
sobreentiende el mensaje de que la fe en Dios impide disfrutar de la vida; es enemiga
de la alegría. ¡Sin ella habría más felicidad en el mundo! Pablo nos ayuda a dar una
respuesta a este desafío, explicando el origen y el sentido de todo sufrimiento, a
partir del de Cristo.
¿Por qué “era necesario que el Cristo padeciera
y entrara así en su gloria”? (Lc 24,26). A esta pregunta se da a veces una respuesta
“débil” y, en cierto sentido, tranquilizadora. Cristo, revelando la verdad de Dios,
provoca necesariamente la oposición de las fuerzas del mal y de las tinieblas y éstas,
como había ocurrido en los profetas, llevarán a su rechazo y a su eliminación. “Era
necesario que el Cristo padeciera” se entiende, por lo tanto, en el sentido de que
“era inevitable que el Cristo padeciera”.
Pablo brinda una respuesta
“fuerte” a ese interrogante. La necesidad no es de orden natural, sino sobrenatural.
En los países de antigua fe cristiana, se asocia casi siempre la idea de sufrimiento
y de cruz a la de sacrificio y de expiación: el sufrimiento –se piensa- es necesario
para expiar el pecado y aplacar la justicia de Dios. Es esto lo que ha provocado,
en la época moderna, el rechazo de toda idea de sacrificio ofrecido por Dios y, finalmente,
la idea misma de Dios.
No se puede negar que a veces los cristianos
nos hemos expuesto a esta acusación. Pero se trata de un equívoco que un conocimiento
mejor del pensamiento de san Pablo ya ha aclarado definitivamente. Él escribe que
Dios prefijó a Cristo “para que sirviera como instrumento de expiación” (Rm 3,25);
pero tal expiación no actúa sobre Dios para aplacarle, sino sobre el pecado para eliminarlo.
“Se puede decir que es Dios mismo, no el hombre, quien expía el pecado... La imagen
es más la de la remoción de una mancha corrosiva o la neutralización de un virus letal
que la de una ira aplacada por el castigo” [2].
Cristo ha dado un contenido
radicalmente nuevo a la idea de sacrificio. En él “ya no es el hombre el que ejerce
una influencia sobre Dios para que se aplaque. Más bien es Dios quien actúa para que
el hombre desista de la propia enemistad contra él y hacia el prójimo. La salvación
no empieza con la petición de reconciliación por parte del hombre, sino con la petición
de Dios: ‘Dejaos reconciliar con Él’(1 Co 2,6 ss)” [3].
El hecho es
que Pablo se toma en serio el pecado, no lo banaliza. El pecado es, para él, la causa
principal de la infelicidad de los hombres, o sea, el rechazo de Dios, ¡no Dios! [El
pecado] encierra a la criatura humana en la “mentira” y en la “injusticia” (Rm 1,18ss.;
3,23), condena al mismo cosmos material a la “vanidad” y a la “corrupción” (Rm 8,19ss.)
y también es la causa última de los males sociales que afligen a la humanidad.
Se
analiza sin parar la crisis económica que atraviesa el mundo y sus causas, pero ¿quién
se atreve a meter el hacha en la raíz y a hablar de pecado? La élite financiera y
económica mundial se había convertido en la locomotora enloquecida que avanzaba desenfrenadamente,
sin preocuparse del resto del tren, que se había detenido distante en las vías. Íbamos
todos “a contramano”.El Apóstol define la avaricia insaciable como una “idolatría”
(Col 3,5) e indica en la desenfrenada codicia de dinero “la raíz de todos los males”
(1 Tm 6,10). ¿Podemos decir que se equivoca? ¿Por qué tantas familias reducidas a
la miseria, masas de obreros sin trabajo, más que por la sed insaciable de provecho
por parte de algunos? ¿Por qué en el terremoto en Los Abruzos se desplomaron tantos
edificios nuevos? ¿ qué los indujo a poner arena en vez de cemento?
*
* *
Con su muerte, Cristo no sólo ha denunciado y ha vencido
el pecado; ha dado también un sentido nuevo al sufrimiento, incluso aquél que no depende
del pecado de nadie, como es el caso del que se ha desencadenado, esta semana, en
la cercana región del Abruzo a causa del devastador terremoto.
Ha hecho
[del sufrimiento] un instrumento de salvación, un camino a la resurrección y a la
vida. Su sacrificio ejerce sus efectos no a través de la muerte, sino gracias a la
superación de la muerte, esto es, a la resurrección. “Murió por nuestros pecados y
resucitó para nuestra justificación” (Rm 4,25): los dos acontecimientos son inseparables
en el pensamiento de Pablo y de la Iglesia.
Es una experiencia humana
universal: en esta vida placer y dolor se suceden con la misma regularidad con la
que, al elevarse una ola del mar, le sigue un hundimiento y un vacío que absorbe al
náufrago hacia atrás. “Un no sé qué de amargo –escribió el poeta Lucrecio- surge de
la intimidad misma de todo placer y nos angustia en medio de las delicias” [4]. El
consumo de drogas, el abuso del sexo, la violencia homicida, suscitan en el momento
la ebriedad del placer, pero conducen a la disolución moral y frecuentemente también
física de la persona.
Cristo, con su pasión y muerte, ha dado un vuelco
a la relación entre placer y dolor. Él “en lugar del gozo que se le proponía, soportó
la cruz” (Hb 12,2). No se trata ya de un placer que termina en sufrimiento, sino de
un sufrimiento que lleva a la vida y al gozo. No se trata sólo de una sucesión distinta
de las dos cosas; es la alegría, en este modo, la que tiene la última palabra, no
el sufrimiento; y una alegría que durará eternamente. “Cristo, una vez resucitado
de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte ya no tiene dominio sobre él” (Rm
6,9). Ni lo tendrá sobre nosotros.
Esta nueva relación entre sufrimiento
y placer se refleja en el modo de marcar el tiempo en la Biblia. En el cálculo humano
el día empieza con la mañana y concluye con la noche; para la Biblia, comienza con
la noche y termina con el día: “Y atardeció y amaneció: día primero”, dice el relato
de la creación (Gn 1,5). No carece de significado que Jesús muriera por la tarde y
resucitara por la mañana. Sin Dios, la vida es un día que termina en la noche; con
Dios, es una noche que termina en el día, y un día sin ocaso.
Así que
Cristo no ha venido para aumentar el sufrimiento humano o para predicar la resignación
a éste; ha venido para darle un sentido y anunciar su final y su superación. Leen
ese eslogan en los autobuses de Londres y de otras ciudades también los padres con
un hijo enfermo, las personas solas o que se han quedado sin trabajo, los exiliados
que huyen de los horrores de la guerra, quienes han sufrido graves injusticias en
la vida... Intento imaginar su reacción al leer las palabras: “Probablemente Dios
no existe: ¡disfruta de la vida!”. ¿Con qué?
El sufrimiento ciertamente
sigue siendo un misterio para todos, especialmente el sufrimiento de los inocentes;
pero sin fe en Dios, se convierte en algo inmensamente más absurdo. Se le priva hasta
de la última esperanza de rescate. El ateísmo es un lujo que se pueden permitir sólo
los privilegiados de la vida, los que han tenido todo, incluida la posibilidad de
dedicarse a los estudios y a la investigación.
* *
*
No es la única incongruencia de esa idea publicitaria. “Dios probablemente
no existe”: así que incluso podría existir; no se puede excluir del todo que exista.
Sino, querido hermano no creyente, si Dios no existe, yo no pierdo nada; si en cambio
existe, ¡tú has perdido todo! Deberíamos casi dar las gracias al promotor de esa campaña
publicitaria; ha servido a la causa de Dios más que muchos de nuestros argumentos
apologéticos. Ha mostrado la pobreza de sus razones y ha contribuido a sacudir muchas
conciencias adormecidas.
Dios, sin embargo, tiene una medida de juicio
diferente a la nuestra y si ve la buena fe, o una ignorancia inculpable, salva también
a quien durante la vida se ha esforzado en combatirle. Los creyentes debemos prepararnos
a sorpresas al respecto. “¡Cuántas ovejas están fuera del redil –exclama Agustín-
y cuantos lobos dentro!”: “Quam multae oves foris, quam multi lupi intus!” [5].
Dios
es capaz de hacer de sus detractores más encarnecidos, sus apóstoles más apasionados.
Pablo es la demostración de ello. ¿Qué había hecho Saulo de Tarso para merecer aquel
encuentro extraordinario con Cristo? ¿Qué había creído, esperado, sufrido? A él se
aplica lo que decía Agustín de toda elección divina: “Busca el mérito, busca la justicia,
reflexiona y mira si encuentras otra cosa que la gracia” [6]. Es así como él explica
su propia llamada: “Soy indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia
de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy” (1 Co 15,9-10).
La
cruz de Cristo es motivo de esperanza para todos y el año paulino una ocasión de gracia
también para quien no cree y está en búsqueda. Una cosa habla a su favor ante Dios:
¡el sufrimiento! Como el resto de la humanidad, también los ateos sufren en la vida,
y el sufrimiento, desde que el Hijo de Dios lo cargó sobre sí, tiene un poder redentor
casi sacramental. Es un canal, escribía Juan Pablo II en la “Salvifici doloris”, a
través del cual las energías salvíficas de la cruz de Cristo se ofrecen a la humanidad
[7].
A la invitación a orar “por los que no creen en Dios” le seguirá,
en unos instantes, una conmovedora oración en latín. Traducida, dice así: “Dios omnipotente
y eterno, que has puesto en el corazón de los hombres una nostalgia tan profunda de
ti que sólo cuando te encuentran hallan la paz: haz que, más allá de todo obstáculo,
todos reconozcan los signos de tu bondad y, animados por el testimonio de nuestra
vida, tengan el gozo de creer en ti, único verdadero Dios y Padre de todos los hombres.
Por Cristo Nuestro Señor”.
[Traducción del original italiano por Marta
Lago]
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[1]
S. Agostino, Enarr. in Psalmos, 54, 12 (PL 36, 637).
[2] J. Dunn, La
teologia dell’apostolo Paolo, Paideia, Brescia 1999, p. 227.
[3] G.
Theissen – A. Merz, Il Gesù storico. Un manuale, Queriniana, Brescia 20032, p. 573.
[4]
Lucrezio, De rerum natura, IV, 1129 s.
[5] S. Agostino, In Ioh. Evang.
45,12.
[6] S. Agostino, La predestinazione dei santi 15, 30 (PL 44,
981).