Mensaje para la XVI jornada mundial de oración por las vocaciones: el Papa expresa
su preocupación por la escasez de presbíteros en algunas regiones de la tierra y asegura
a los sacerdotes que Cristo los sostiene incluso en la debilidad o en el contexto
de la incomprensión e incluso persecución
Martes, 31 mar (RV).- Benedicto XVI sostiene en su Mensaje para la Jornada Mundial
de oración para las vocaciones que si bien es cierto que hay una gran escasez de presbíteros
en nuestro tiempo es indudable que el Señor sigue llamando a personas de todas las
edades y culturas para que se entreguen completa y libremente al servicio del Evangelio.
La
confianza en la iniciativa de Dios y la respuesta humana, es el tema del mensaje hecho
público este martes con ocasión de la próxima Jornada Mundial de oración por las vocaciones,
que se celebrará el próximo 3 de mayo de 2009, IV Domingo de Pascua, en el que el
Papa ante todo hace una apremiante invitación a orar interrumpida y confiadamente
al Señor por este especial don divino de la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada
que se sitúa en el amplio proyecto de amor y de salvación que Dios tiene para cada
hombre y la humanidad entera.
El Santo Padre, recuerda que el Apóstol Pablo
-de quien celebramos este año el segundo milenio de su nacimiento-, escribiendo a
los efesios afirma que Dios, nos ha bendecido en la persona de Cristo, con toda clase
de bienes espirituales y celestiales para que fuésemos santos e irreprochables ante
Él por amor. Una llamada universal a la santidad -destaca el Pontífice- que revela
la peculiar iniciativa de Dios, que escoge a algunos para que sigan más de cerca a
su Hijo Jesucristo, y sean sus ministros y testigos privilegiados.
“Damos
gracias al Señor porque también hoy sigue llamando a obreros para su viña- escribe
el Papa en su mensaje- en el que reconoce que “aunque es verdad que en algunas regiones
de la tierra se registra una escasez preocupante de presbíteros, y que dificultades
y obstáculos acompañan el camino de la Iglesia, nos sostiene la certeza inquebrantable
de que el Señor, que libremente escoge e invita a su seguimiento a personas de todas
las culturas y de todas las edades, la guía firmemente por los senderos del tiempo
hacia el cumplimiento definitivo del Reino”.
En este sentido, Benedicto XVI
recuerda que el primer deber de todo cristiano es mantener viva, con oración incesante,
una invocación de la iniciativa divina por las vocaciones en las familias y en las
parroquias, en los movimientos y en las asociaciones entregadas al apostolado, en
las comunidades religiosas y en todas las estructuras de la vida diocesana. Pero de
cuantos están llamados al servicio del Evangelio, se requiere según el Papa, escucha
atenta y prudente discernimiento, adhesión generosa y dócil al designio divino, profundización
seria en lo que es propio de la vocación sacerdotal y religiosa para corresponder
a ella de manera responsable y convencida.
El Santo Padre explica que el
tema para esta jornada “La confianza en la iniciativa de Dios: y la respuesta humana”
se comprende en el misterio eucarístico que expresa el don que libremente hizo el
Padre en la Persona del Hijo para la salvación de los hombres, y al mismo tiempo la
plena y dócil disponibilidad de Cristo para cumplir plenamente la voluntad de Dios.
El Papa subraya que es precisamente en Cristo eucarístico donde los presbíteros pueden
contemplar el modelo eximio de un «diálogo vocacional». En la celebración eucarística
–recalca el Papa- es el mismo Cristo el que actúa en quienes Él ha escogido como ministros
suyos; los sostiene para que su respuesta se desarrolle en una dimensión de confianza
y de gratitud que despeje todos los temores, incluso cuando aparece más fuerte la
experiencia de la propia flaqueza o se hace más duro el contexto de incomprensión
o incluso de persecución.
Benedicto XVI recuerda que un confiado abandono en
Cristo, creer en el Señor y aceptar su don es lo que lleva a la persona llamada a
abandonar todo gustosamente y acudir a la escuela del divino Maestro. Una respuesta
humana que se presenta también, de manera admirable, en la vocación a la vida consagrada,
que atraídos Jesús, modelo ejemplar de adhesión total y confiada a la voluntad del
Padre, siguen los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, pobreza y obediencia.
La parte final de su mensaje para la Jornada de oración para las vocaciones
el Santo Padre advierte que quien puede considerarse digno de acceder al ministerio
sacerdotal o quien puede abrazar la vida consagrada debe responder en conciencia a
la llamada divina, no puede ser un siervo miedoso o perezoso que por temor esconde
el talento recibido en la tierra, sino que debe ser una adhesión rápida y decidida,
sin abdicar en ningún momento a la responsabilidad personal, pues la respuesta libre
del hombre a Dios se transforma así en «corresponsabilidad», en responsabilidad en
y con Cristo.
Benedicto XVI concluye su mensaje poniendo de relieve la emblemática
respuesta humana, llena de confianza en la iniciativa de Dios, que es el «Amén» generoso
y total de la Virgen de Nazaret. “Su «sí» inmediato –escribe el Papa- le permitió
convertirse en la Madre de Dios, la Madre de nuestro Salvador y la Madre especialmente
de los sacerdotes y de las personas consagradas. A la Virgen el Papa los encomienda
para que descubran la llamada de Dios para que se encaminen por la senda del sacerdocio
ministerial o de la vida consagrada.
MENSAJE COMPLETO
MENSAJE
DEL PAPA PARA LA XVI JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES. 3 DE
MAYO DE 2009 – IV DOMINGO DE PASCUA
Tema:
« La confianza en la iniciativa de Dios y la respuesta humana.»
Venerados
Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, Queridos hermanos y hermanas
Con
ocasión de la próxima Jornada Mundial de oración por las vocaciones al sacerdocio
y a la vida consagrada, que se celebrará el 3 de mayo de 2009, Cuarto Domingo de Pascua,
me es grato invitar a todo el pueblo de Dios a reflexionar sobre el tema: La confianza
en la iniciativa de Dios y la respuesta humana. Resuena constantemente en la Iglesia
la exhortación de Jesús a sus discípulos: «Rogad al dueño de la mies, que envíe obreros
a su mies» (Mt 9, 38). ¡Rogad! La apremiante invitación del Señor subraya cómo la
oración por las vocaciones ha de ser ininterrumpida y confiada. De hecho, la comunidad
cristiana, sólo si efectivamente está animada por la oración, puede «tener mayor fe
y esperanza en la iniciativa divina» (Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis,
26).
La vocación al sacerdocio y a la vida consagrada
constituye un especial don divino, que se sitúa en el amplio proyecto de amor y de
salvación que Dios tiene para cada hombre y la humanidad entera. El apóstol Pablo,
al que recordamos especialmente durante este Año Paulino en el segundo milenio de
su nacimiento, escribiendo a los efesios afirma: «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
nos ha bendecido en la persona de Cristo, con toda clase de bienes espirituales y
celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo antes de crear el mundo, para que
fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor» (Ef 1, 3-4). En la llamada universal
a la santidad destaca la peculiar iniciativa de Dios, escogiendo a algunos para que
sigan más de cerca a su Hijo Jesucristo, y sean sus ministros y testigos privilegiados.
El divino Maestro llamó personalmente a los Apóstoles «para que lo acompañaran y para
enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios» (Mc 3,14-15); ellos, a su
vez, se asociaron con otros discípulos, fieles colaboradores en el ministerio misionero.
Y así, respondiendo a la llamada del Señor y dóciles a la acción del Espíritu Santo,
una multitud innumerable de presbíteros y de personas consagradas, a lo largo de los
siglos, se ha entregado completamente en la Iglesia al servicio del Evangelio. Damos
gracias al Señor porque también hoy sigue llamando a obreros para su viña. Aunque
es verdad que en algunas regiones de la tierra se registra una escasez preocupante
de presbíteros, y que dificultades y obstáculos acompañan el camino de la Iglesia,
nos sostiene la certeza inquebrantable de que el Señor, que libremente escoge e invita
a su seguimiento a personas de todas las culturas y de todas las edades, según los
designios inescrutables de su amor misericordioso, la guía firmemente por los senderos
del tiempo hacia el cumplimiento definitivo del Reino.
Nuestro
primer deber ha de ser por tanto mantener viva, con oración incesante, esa invocación
de la iniciativa divina en las familias y en las parroquias, en los movimientos y
en las asociaciones entregadas al apostolado, en las comunidades religiosas y en todas
las estructuras de la vida diocesana. Tenemos que rezar para que en todo el pueblo
cristiano crezca la confianza en Dios, convencido de que el «dueño de la mies» no
deja de pedir a algunos que entreguen libremente su existencia para colaborar más
estrechamente con Él en la obra de la salvación. Y por parte de cuantos están llamados,
se requiere escucha atenta y prudente discernimiento, adhesión generosa y dócil al
designio divino, profundización seria en lo que es propio de la vocación sacerdotal
y religiosa para corresponder a ella de manera responsable y convencida. El Catecismo
de la Iglesia Católica recuerda oportunamente que la iniciativa libre de Dios requiere
la respuesta libre del hombre. Una respuesta positiva que presupone siempre la aceptación
y la participación en el proyecto que Dios tiene sobre cada uno; una respuesta que
acoja la iniciativa amorosa del Señor y llegue a ser para todo el que es llamado una
exigencia moral vinculante, una ofrenda agradecida a Dios y una total cooperación
en el plan que Él persigue en la historia (cf. n. 2062).
Contemplando
el misterio eucarístico, que expresa de manera sublime el don que libremente ha hecho
el Padre en la Persona del Hijo Unigénito para la salvación de los hombres, y la plena
y dócil disponibilidad de Cristo hasta beber plenamente el «cáliz» de la voluntad
de Dios (cf. Mt 26, 39), comprendemos mejor cómo «la confianza en la iniciativa de
Dios» modela y da valor a la «respuesta humana». En la Eucaristía, don perfecto que
realiza el proyecto de amor para la redención del mundo, Jesús se inmola libremente
para la salvación de la humanidad. «La Iglesia –escribió mi amado predecesor Juan
Pablo II- ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre
otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don
de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación»
(Enc. Ecclesia de Eucharistia, 11).
Los presbíteros,
que precisamente en Cristo eucarístico pueden contemplar el modelo eximio de un «diálogo
vocacional» entre la libre iniciativa del Padre y la respuesta confiada de Cristo,
están destinados a perpetuar ese misterio salvífico a lo largo de los siglos, hasta
el retorno glorioso del Señor. En la celebración eucarística es el mismo Cristo el
que actúa en quienes Él ha escogido como ministros suyos; los sostiene para que su
respuesta se desarrolle en una dimensión de confianza y de gratitud que despeje todos
los temores, incluso cuando aparece más fuerte la experiencia de la propia flaqueza
(cf. Rm 8, 26-30), o se hace más duro el contexto de incomprensión o incluso de persecución
(cf. Rm 8, 35-39).
El convencimiento de estar salvados
por el amor de Cristo, que cada Santa Misa alimenta a los creyentes y especialmente
a los sacerdotes, no puede dejar de suscitar en ellos un confiado abandono en Cristo
que ha dado la vida por nosotros. Por tanto, creer en el Señor y aceptar su don, comporta
fiarse de Él con agradecimiento adhiriéndose a su proyecto salvífico. Si esto sucede,
«la persona llamada» lo abandona todo gustosamente y acude a la escuela del divino
Maestro; comienza entonces un fecundo diálogo entre Dios y el hombre, un misterioso
encuentro entre el amor del Señor que llama y la libertad del hombre que le responde
en el amor, sintiendo resonar en su alma las palabras de Jesús: «No sois vosotros
los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que
vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure» (Jn 15, 16).
Ese
engarce de amor entre la iniciativa divina y la respuesta humana se presenta también,
de manera admirable, en la vocación a la vida consagrada. El Concilio Vaticano II
recuerda: «Los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, pobreza y obediencia
tienen su fundamento en las palabras y el ejemplo del Señor. Recomendados por los
Apóstoles, por los Padres de la Iglesia, los doctores y pastores, son un don de Dios,
que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre» (Lumen gentium,
43). Una vez más, Jesús es el modelo ejemplar de adhesión total y confiada a la voluntad
del Padre, al que toda persona consagrada ha de mirar. Atraídos por Él, desde los
primeros siglos del cristianismo, muchos hombres y mujeres han abandonado familia,
posesiones, riquezas materiales y todo lo que es humanamente deseable, para seguir
generosamente a Cristo y vivir sin ataduras su Evangelio, que se ha convertido para
ellos en escuela de santidad radical. Todavía hoy muchos avanzan por ese mismo camino
exigente de perfección evangélica, y realizan su vocación con la profesión de los
consejos evangélicos. El testimonio de esos hermanos y hermanas nuestros, tanto en
monasterios de vida contemplativa como en los institutos y congregaciones de vida
apostólica, le recuerda al pueblo de Dios «el misterio del Reino de Dios que ya actúa
en la historia, pero que espera su plena realización en el cielo» (JUAN PABLO II,
Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata, 1).
¿Quién
puede considerarse digno de acceder al ministerio sacerdotal? ¿Quién puede abrazar
la vida consagrada contando sólo con sus fuerzas humanas? Una vez más conviene recordar
que la respuesta del hombre a la llamada divina, cuando se tiene conciencia de que
es Dios quien toma la iniciativa y a Él le corresponde llevar a término su proyecto
de salvación, nunca se parece al cálculo miedoso del siervo perezoso que por temor
esconde el talento recibido en la tierra (cf. Mt 25, 14-30), sino que se manifiesta
en una rápida adhesión a la invitación del Señor, como hizo Pedro, que no dudó en
echar nuevamente las redes pese a haber estado toda la noche faenando sin pescar nada,
confiando en su palabra (cf. Lc 5, 5). Sin abdicar en ningún momento de la responsabi-lidad
personal, la respuesta libre del hombre a Dios se transforma así en «corresponsabilidad»,
en responsabilidad en y con Cristo, en virtud de la acción de su Espíritu Santo; se
convierte en comunión con quien nos hace capaces de dar fruto abundante (cf. Jn 15,
5).
Emblemática respuesta humana, llena de confianza
en la iniciativa de Dios, es el «Amén» generoso y total de la Virgen de Nazaret, pronunciado
con humilde y decidida adhesión a los designios del Altísimo, que le fueron comunicados
por un mensajero celestial (cf. Lc 1, 38). Su «sí» inmediato le permitió convertirse
en la Madre de Dios, la Madre de nuestro Salvador. María, después de aquel primer
«fiat», que tantas otras veces tuvo que repetir, hasta el momento culminante de la
crucifixión de Jesús, cuando «estaba junto a la cruz», como señala el evangelista
Juan, siendo copartícipe del dolor atroz de su Hijo inocente. Y precisamente desde
la cruz, Jesús moribundo nos la dio como Madre y a Ella fuimos confiados como hijos
(cf. Jn 19, 26-27), Madre especialmente de los sacerdotes y de las personas consagradas.
Quisiera encomendar a Ella a cuantos descubren la llamada de Dios para encaminarse
por la senda del sacerdocio ministerial o de la vida consagrada.
Queridos
amigos, no os desaniméis ante las dificultades y las dudas; confiad en Dios y seguid
fielmente a Jesús y seréis los testigos de la alegría que brota de la unión íntima
con Él. A imitación de la Virgen María, a la que llaman dichosa todas las generaciones
porque ha creído (cf. Lc 1, 48), esforzaos con toda energía espiritual en llevar a
cabo el proyecto salvífico del Padre celestial, cultivando en vuestro corazón, como
Ella, la capacidad de asombro y de adoración a quien tiene el poder de hacer «grandes
cosas» porque su Nombre es santo (Cf. Lc 1, 49).