Especial recuerdo del Papa para los discapacitados, las víctimas de enfermedades como
el SIDA, la malaria y la tuberculosis y por cuantos están marcados por las señales
de la violencia y de las guerras
Jueves, 19 mar (RV).- Benedicto XVI visitó el jueves el Centro Cardenal Paul Emile
Léger, una estructura sanitaria destinada a la rehabilitación de discapacitados fundada
en 1972 por el purpurado canadiense. Desde este centro, el Papa ha tenido un recuerdo
especial para todos aquellos “que en sus casas, en los hospitales, en los ambientes
especializados o en los dispensarios, son portadores de una discapacidad, sea motriz
o mental, y a aquellos que en la propia carne soportan las señales de la violencia
y de las guerras.
El Santo Padre ha dirigido también un recuerdo particular
a todos los enfermos, y especialmente aquí, en África, para las víctimas de enfermedades
como el SIDA, la malaria y la tuberculosis. “Sé bien cómo entre vosotros la Iglesia
católica está fuertemente comprometida en una lucha eficaz contra estos terribles
flagelos, y la estimulo a proseguir con determinación esta obra urgente”.
El
Papa manifestó haber deseado vivamente transcurrir estos momentos con estos hermanos
y hermanas que soportan el peso de la enfermedad y del sufrimiento. Sabed que no estáis
solos en vuestro sufrimiento, porque el mismo Cristo es solidario con aquellos que
sufren, les dijo el Papa. Él revela a los enfermos el lugar que ocupan en el corazón
de Dios y en la sociedad. El evangelista Marcos nos ofrece como ejemplo la curación
de la suegra de Pedro: “Jesús se acerca a ella, la toma por la mano y la hace alzarse”
(Mc 1,30-31). En este pasaje del Evangelio, vemos a Jesús vivir una jornada entre
los enfermos para aliviarlos. El nos revela también, con gestos concretos, su ternura
y su benévola atención hacia todos aquellos que tienen el corazón despedazo y el
cuerpo herido.
Ante el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, el hombre está
tentado de gritar bajo el efecto del dolor, como Job, cuyo nombre significa ‘sufriente’
(cfr Gregorio Magno, Moralia in Job, I, 1, 15). El mismo Jesús ha gritado poco antes
de morir (cfr Mc 15,37; Eb 5,7). Cuando nuestra condición se degrada, la angustia
aumenta; algunos son tentados de dudar de la presencia de Dios en su existencia. Job,
al contrario, es conciente de la presencia de Dios en su vida; su grito no se hace
rebelión, sino que, del profundo de su desventura, él hace emerger su confianza (cfr
Gb 19;42,2-6). Sus amigos, como cada uno de nosotros ante los sufrimientos de un ser
querido, se esfuerzan de consolarlo, pero usan palabras huecas.
En presencia
de sufrimientos atroces, nos sentimos desprotegidos y no encontramos las palabras
justas. Ante un hermano o una hermana inmerso en el misterio de la Cruz, el silencio
respetuoso y compasivo, nuestra presencia sostenida por la oración, un gesto de ternura
y de consuelo, una mirada, una sonrisa, pueden hacer mas que tantos discursos. Esta
experiencia ha sido vivida por un pequeño grupo de hombres y mujeres entre los cuales
la Virgen María y el apóstol Juan, que siguieron a Jesús al culminar de su sufrimiento
en su pasión y muerte en la Cruz. Entre ellos, nos recuerda el Evangelio, estaba un
africano, Simón el Cireneo. Él fue encargado de ayudar a Jesús a cargar Su Cruz en
el camino hacia el Gólgota.
Este hombre, si bien involuntariamente, ha venido
en ayuda del Hombre de los dolores, abandonado por todos y entregado a una violencia
inaudita. La historia recuerda pues que un africano, un hijo de vuestro continente,
ha participado, con su mismo sufrimiento, de la pena infinita de Aquel que ha redimido
a todos los hombres incluidos sus perseguidores. Simón el Cireneo no podía saber que
él tenía a su Salvador ante sus ojos. Él ha sido “levado” para ayudarlo (cfr Mc 15,21);
él fue obligado, forzado a hacerlo. Es difícil aceptar de llevar la cruz de otro.
Es sólo después de la resurrección que él ha podido comprender aquello que había hecho.
Así es también para cada uno de nosotros, hermanos y hermanas: en el corazón de la
desesperación, de la revuelta, Cristo nos propone Su presencia amable también si fatigamos
en el comprender que él está junto a nosotros. Sólo la victoria final del Señor nos
desvelará el sentido definitivo de nuestras pruebas.
¿No se puede decir que
quizás cada africano es en alguna manera miembro de la familia de Simón el Cireneo?
Cada africano y todo aquel que sufre ayudan a Cristo a llevar su Cruz y suben con
él al Gólgota para resucitar un día con Él. Viendo la infamia de que es objeto Jesús,
contemplando su rostro sobre la Cruz, y reconociendo la atrocidad de su dolor, podemos
vislumbrar, con la fe, el rostro luminoso del Resucitado que nos dice que el sufrimiento
y la enfermedad no tendrán la última palabra en nuestras vidas humanas. Rezo, para
que os sepáis reconocer en este ‘Simón el Cireneo’. Rezo, para que muchos ‘Simón el
Cireneo’ vengan también a vuestra cabecera.
Después de la resurrección hasta
hoy, muchos son los testimonios que se han dirigido, con fe y esperanza, al Salvador
de los hombres, reconociendo la Su presencia al centro de sus pruebas. El Padre de
todas las misericordias acoge siempre con benevolencia la oración de quien se dirige
a Él. Él responde a nuestra invocación y a nuestra oración como Él quiere y cuando
quiere, por nuestro bien y no según nuestros deseos. Depende de nosotros discernir
su respuesta y acoger los dones que Él nos ofrece come una gracia. Fijemos nuestra
mirada en el Crucificado, con fe y valor, porque de él provienen la vida, el consuelo,
las curaciones. Sepamos mirar a Aquel que quiere nuestro bien y sabe enjugar las lágrimas
de nuestros ojos; sepamos abandonarnos en sus brazos como un niño en los brazos su
madre.
Los santos nos han dado bello ejemplo con su vida enteramente confiada
a Dios, nuestro Padre. Santa Teresa de Ávila, que puso su monasterio bajo el patrocinio
de san José fue curada de un mal el día mismo de su fiesta. Ella repetía que jamás
rezó inútilmente y lo aconsejaba a todos aquellos que pensaban de no saber orar: “No
comprendo, escribía, cómo se pueda pensar en la Reina de los Ángeles y en todo aquello
que ha debido afrontar durante la infancia del Niño Jesús, sin agradecer a san José
por la dedicación así perfecta con la cual él vino en ayuda de ambos. Aquel que no
encuentra nadie que le enseñe a orar, que coja este admirable santo como maestro,
y no tendrá más que temer de perderse bajo su guía” (Vita, 6). De intercesor por la
salud del cuerpo, la santa veía en san José un intercesor por la salud del alma, un
maestro de oración, de oración.
Concluyendo, el Pontífice manifestó pensar
particularmente en aquellos que trabajan en el mundo de la sanidad. A los científicos
y médicos, recordó, corresponde poner en acción todo aquello que es legítimo para
aliviar el dolor; corresponde a vosotros en primer lugar proteger la vida humana,
ser defensores de la vida desde su concepción hasta su fin natural. Benedicto XVI
ha confiado a todos a la intercesión de la Virgen Maria, nuestra Madre. Que Dios nos
conceda –dijo- ser los unos para con los otros portadores de la misericordia, de la
ternura y del amor de nuestro Dios.
DISCURSO COMPLETO
Señores
Cardenales, Señora Ministra para los Asuntos Sociales, Señora
Ministra de la Salud, Queridos Hermanos en el Episcopado y querido
Monseñor Joseph Djida, Señor Director del Centro Léger, Querido
personal auxiliar, Queridos enfermos
He
deseado vivamente pasar estos momentos con vosotros, y me es grato poder saludaros.
Os dirijo un saludo particular a vosotros, hermanos y hermanas que soportáis el peso
de la enfermedad y el sufrimiento. Sabéis que no estáis solos en vuestro dolor, porque
Cristo mismo es solidario con los que sufren. Él revela a quienes padecen el lugar
que tienen en el corazón de Dios y en la sociedad. El evangelista Marcos nos ofrece
como ejemplo la curación de la suegra de Pedro. Dice que le hablan a Jesús de la enferma
sin más preámbulos, y «Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó» (Mc 1,30-31).
En este pasaje del Evangelio, vemos a Jesús pasar un día con los enfermos para confortarlos.
Así, con gestos concretos, nos manifiesta su ternura y bondad para con todos los que
tienen el corazón roto y el cuerpo herido.
Desde
este Centro que lleva el nombre del Cardenal Paul-Émile Léger, que vino de Canadá
a estar con vosotros para curar los cuerpos y las almas, no me olvido de los que en
su casa, en el hospital, en los ambientes especializados o en los ambulatorios, tienen
una discapacidad motriz o mental, ni de los que llevan en su cuerpo la marca de la
violencia o la guerra. Pienso también en todos los enfermos y, sobre todo aquí, en
África, en los que padecen enfermedades como el sida, la malaria y la tuberculosis.
Sé bien que, entre vosotros, la Iglesia católica está intensamente comprometida en
una lucha eficaz contra estos males terribles, y la animo a proseguir con determinación
esta obra urgente. Deseo portaros a todos vosotros, probados por la enfermedad y el
dolor, así como a vuestras familias, un poco de consuelo de parte del Señor, renovaros
mi cercanía e invitaros a dirigiros a Cristo y a María, que Él nos ha dado como Madre.
Ella conoció el dolor y siguió a su Hijo en el camino del Calvario, guardando en su
corazón el mismo amor que Jesús vino a traer a todos los hombres.
Ante
el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, el hombre tiene la tentación de gritar
a causa del dolor, como hizo Job, cuyo nombre significa «el que sufre» (cf. Gregorio
Magno, Moralia in Job, I, 1,15). Jesús mismo gritó poco antes de morir (cf. Mc 15,37;
Hb 5,7). Cuando nuestra condición se deteriora, aumenta la ansiedad; a algunos les
viene la tentación de dudar de la presencia de Dios en su vida. Por el contrario,
Job es consciente de que Dios está presente en su existencia; su grito no es de rebelión,
sino que, desde lo más hondo de su desventura, hace asomar su confianza (cf. Jb 19;
42,2-6). Sus amigos, como todos nosotros ante el sufrimiento de un ser querido, tratan
de consolarlo, pero utilizan palabras vanas.
Ante
la presencia de sufrimientos atroces, nos sentimos desarmados y no encontramos las
palabras adecuadas. Ante un hermano o hermana sumido en el misterio de la Cruz, el
silencio respetuoso y compasivo, nuestra presencia apoyada por la oración, una mirada,
una sonrisa, pueden valer más que tantos razonamientos. Un pequeño grupo de hombres
y mujeres vivió esta experiencia, entre ellos la Virgen María y el Apóstol Juan, que
siguieron a Jesús hasta el culmen de su sufrimiento en su pasión y muerte en la cruz.
Entre ellos, nos dice el Evangelio, había un africano, Simón de Cirene. A él le encargaron
ayudar a Jesús a llevar su cruz en el camino del Gólgota. Este hombre, aunque involuntariamente,
ha ayudado al Hombre de dolores, abandonado por todos y entregado a una violencia
ciega. La historia, pues, nos recuerda que un africano, un hijo de vuestro Continente,
participó con su propio sufrimiento en la pena infinita de Aquel que ha redimido a
todos los hombres, incluidos sus perseguidores. Simón de Cirene no podía saber que
tenía ante sí a su Salvador. Fue «reclutado» para ayudar (cf. Mc 15,21); se vio obligado,
forzado a hacerlo. Es difícil aceptar llevar la cruz de otro. Sólo después de la resurrección
pudo entender lo que había hecho. Así sucede con cada uno de nosotros, hermanos y
hermanas: en la cúspide de la desesperación, de la rebelión, Cristo nos propone su
presencia amorosa, aunque cueste entender que Él está a nuestro lado. Sólo la victoria
final del Señor nos revelará el sentido definitivo de nuestras pruebas. ¿Acaso no puede decirse que todo africano es de algún modo miembro de
la familia de Simón de Cirene? Cada africano y cada uno que sufre, ayudan a Cristo
a llevar su Cruz y ascienden con Él al Gólgota para resucitar un día con Él. Al ver
la infamia que se le hace a Jesús, contemplando su rostro en la Cruz y reconociendo
la atrocidad de su dolor, podemos vislumbrar, por la fe, el rostro radiante del Resucitado
que nos dice que el sufrimiento y la enfermedad no tendrán la última palabra en nuestra
vida humana. Rezo, queridos hermanos y hermanas, para que os sepáis reconocer en
este «Simón de Cirene». Pido, queridos hermanas y hermanos enfermos, que se acerquen
también a vuestra cabecera muchos «Simón de Cirene».
Después
de la resurrección, y hasta hoy, hay muchos testigos que se han dirigido, con fe y
esperanza, al Salvador de los hombres, reconociendo su presencia en medio de su prueba.
El Padre de toda misericordia acoge siempre con benevolencia la oración de quien se
dirige a Él. Responde a nuestra invocación y nuestra plegaria como quiere y cuando
quiere, para nuestro bien y no según nuestros deseos. A nosotros nos toca discernir
su respuesta y acoger como una gracia los dones que nos ofrece. Fijemos nuestros ojos
en el Crucificado, con fe y valor, pues de Él proviene la Vida, el consuelo, la sanación.
Miremos a Aquel que desea nuestro bien y sabe enjugar las lágrimas de nuestros ojos;
aprendamos a abandonarnos en sus brazos como un niño pequeño en los brazos de su madre.
Los santos nos han dado un buen ejemplo con su
vida totalmente entregada a Dios, nuestro Padre. Santa Teresa de Ávila, que había
puesto a su nuevo monasterio bajo el patrocinio de San José, fue curada de una enfermedad
el mismo día de su fiesta. Decía que nunca le había implorado en vano, y recomendaba
a todos los que pensaban que no sabían rezar: «No sé, escribía, cómo se puede pensar
en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no le
den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro
que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino»
(Vida, 6). Como intercesor por la salud del cuerpo, la santa veía en san José un intercesor
para la salud del alma, un maestro de oración, de plegaria.
Escojámoslo,
también nosotros, como maestro de oración. No sólo quienes estamos sanos, sino también
vosotros, queridos enfermos, y todas las familias. Pienso sobre todo en los que formáis
parte del personal hospitalario, y en todos los que trabajan en el mundo de la sanidad.
Al acompañar a los que sufren con vuestra atención y las curas que les dispensáis,
practicáis una obra de caridad y amor, que Dios tiene en cuenta: «Estuve enfermo y
me visitasteis» (Mt 25,40). Corresponde a vosotros, médicos e investigadores, llevar
a cabo todo lo que sea legítimo para aliviar el dolor; os compete, en primer lugar,
proteger la vida humana, ser defensores de la vida desde su concepción hasta su término
natural. Para toda persona, el respeto de la vida es un derecho y, al mismo tiempo,
un deber, porque cada vida es un don de Dios. Deseo dar gracias al Señor con vosotros
por todos los que, de una u otra manera, trabajan al servicio de las personas que
sufren. Animo a los sacerdotes y a quienes visitan a los enfermos a comprometerse
de forma activa y amable en la pastoral sanitaria en los hospitales o en asegurar
una presencia eclesial a domicilio, para consuelo y apoyo espiritual de los enfermos.
Según su promesa, Dios os pagará el salario justo y os recompensará en el cielo.
Antes
de saludaros personalmente y despedirme de vosotros, quisiera aseguraros a todos mi
cercanía afectuosa y mi oración. También quiero expresar mi deseo de que cada uno
de vosotros nunca se sienta solo. En efecto, corresponde a cada hombre, creado a imagen
de Cristo, convertirse en prójimo de quien tiene cerca. Os encomiendo a todos a la
intercesión de la Virgen María, Madre nuestra, y a la de San José. Que Dios nos conceda
ser unos para otros, mensajeros de la misericordia, la ternura y el amor de nuestro
Dios, y que Él os bendiga.