Benedicto XVI pide a la Iglesia de África ser ejemplo de reconciliación, justicia
y paz, en un continente martirizado por conflictos locales o regionales, por masacres
y genocidios
Jueves, 19 mar (RV).- Reconciliación, justicia y paz, en un continente martirizado
por conflictos locales o regionales, por masacres y genocidios, han sido las palabras
recurrentes de Benedicto XVI en su discurso a los miembros del Consejo Especial para
África del Sínodo de los Obispos en la Nunciatura Apostólica de Yaundé. En la última
actividad del jueves el Papa se ha dirigido al Consejo en un denso discurso en el
que ha resaltado que “para cumplir la propia misión, la Iglesia debe ser una comunidad
de personas reconciliadas con Dios y entre ellas.
“De esta forma, se puede
anunciar la Buena Nueva de la reconciliación a la sociedad actual, que por desgracia
padece en muchos lugares, conflictos, violencia, guerras y odio. Vuestro continente
no se salva, y ha sido y es todavía teatro de graves tragedias, que apelan a una verdadera
reconciliación entre los pueblos, las etnias, los hombres”.
Subrayando el dramatismo
de la lucha, a menudo cruenta, entre grupos étnicos o pueblos hermanos, el Pontífice
ha constatado cómo “las masacres y los genocidios que se desarrollan en el continente
deben interpelarnos de forma particular”, porque si es cierto que en Jesucristo nosotros
pertenecemos a la misma familia y compartimos la misma vida, “no debería existir más
odio, ni injusticias, ni guerras entre hermanos”.
En este mismo contexto, el
Papa ha recordado al cardenal Bernardin Gantin quien, constatando el desarrollo de
la violencia y el surgimiento del egoísmo en África, apelaba a una Teología de la
Fraternidad como respuesta a la súplica de los pobres y los más indefensos. En este
sentido el Santo Padre ha recomendado la Eucaristía como “fuente de unidad reconciliada
en la paz” y para que ninguna diferencia étnica o cultural, de raza, de sexo o de
religión se convierta en un motivo de enfrentamiento”.
“Todos vosotros – ha
añadido el Papa- sois hijos del único Dios, nuestro Padre que está en los cielos.
Con esta convicción será finalmente posible construir una África más justa y pacífica,
a la altura de las legítimas expectativas de todos sus hijos”.
Benedicto XVI
ha repasado también algunos momentos significativos de la historia cristiana del continente
que recuerdan la profunda unión que existe entre África y el cristianismo desde sus
orígenes. En especial, el Papa ha querido rendir honores a los misioneros, y la generosidad
de su respuesta incondicional a la llamada del Señor, y a los catequistas africanos,
compañeros inseparables de los misioneros. “Son africanos –ha dicho el Papa- que han
evangelizado a los africanos”.
“Mientras la Jerarquía se había ido africanizando,
desde que el papa Pío XII comenzó a ordenar a obispos de vuestro continente, la reflexión
teológica comenzó a desarrollarse. Sería bueno que vuestros teólogos continuasen hoy
explorando la profundidad del misterio trinitario y su significado para la vida cotidiana”.
Porque como se ha preguntado el Santo Padre ¿por qué no podemos esperar que África
pueda ofrecer a los africanos y a toda la Iglesia universal grandes teólogos y maestros
espirituales que podrían contribuir a la santificación de los habitantes de este continente
y de toda la Iglesia?
DISCURSO COMPLETO
Señores
Cardenales, Queridos Hermanos en el Episcopado
Con
profunda alegría os saludo a todos, en esta tierra de África. En 1994, mi amado predecesor,
el Siervo de Dios Juan Pablo II, convocó para ella la Primera Asamblea Especial del
Sínodo de los Obispos, como muestra de solicitud pastoral por este Continente tan
rico tanto en promesas como en urgentes necesidades humanas, culturales y espirituales.
Esta mañana lo he llamado «el continente de la esperanza». Recuerdo con gratitud la
firma de la Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, que tuvo lugar
hace 14 años en la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre de
1995.
Expreso mi agradecimiento a Mons. Nikola
Eterović, Secretario General del Sínodo de los Obispos, por las palabras que me ha
dirigido en vuestro nombre, queridos miembros del Consejo Especial para África, al
comienzo de este encuentro con vosotros en tierra africana. Toda la Iglesia mira con
atención a este encuentro con vistas a la Segunda Asamblea Especial para África del
Sínodo de los Obispos, que, si Dios quiere, se celebrará el próximo octubre. El tema
es: «La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz.
“Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13.14)».
Agradezco
vivamente a los Cardenales, a los Arzobispos y a los Obispos, miembros del Consejo
Especial para África, por su colaboración cualificada en la redacción de los Lineamenta
y del Instrumentum laboris. Os estoy muy reconocido, queridos Hermanos en el Episcopado,
por haber presentado también en vuestras aportaciones aspectos importantes de la situación
eclesial y social actual de vuestros países de origen y de la región. De este modo,
habéis destacado el gran dinamismo de la Iglesia en África, pero también habéis evocado
los desafíos que el Sínodo tendrá que examinar, para que el crecimiento de la Iglesia
en África no sea solamente cuantitativo sino también cualitativo.
Queridos
Hermanos, al comienzo de mi reflexión, me parece importante subrayar que vuestro Continente
ha sido santificado por Jesús mismo, Nuestro Señor. En los albores de su vida terrestre,
tristes circunstancias hicieron que pisara el suelo africano. Dios escogió vuestro
Continente como morada de su Hijo. A través de Jesús, Dios ha salido ciertamente al
encuentro de cada hombre, pero de una manera particular del hombre africano. África
ofreció al Hijo de Dios una tierra que lo ha alimentado y una protección eficaz. Por
Jesús, hace dos mil años, Dios ha traído en persona la luz y la sal a África. Desde
entonces, la semilla de su presencia es en el fondo de los corazones de este querido
Continente y germina poco a poco más allá y a través de los avatares de la historia
humana de vuestra tierra. África marcó una etapa importante en la Encarnación, el
primer momento de la kénosis, porque acogió el abajamiento y el despojo del Hijo de
Dios antes de volver a la Tierra Prometida. Gracias a la venida de Cristo, que la
ha santificado con su presencia física, África recibió una llamada especial para conocer
a Cristo. Que los africanos se sientan orgullosos. Meditando y ahondando espiritual
y teológicamente en esta primera etapa, el africano podrá encontrar fuerzas suficientes
para afrontar su diario caminar, a veces duro, y descubrir así inmensos espacios de
fe y de esperanza que le ayuden a crecer en Dios.
Algunos
momentos significativos de la historia cristiana de este Continente pueden recordarnos
los lazos profundos que existen desde sus orígenes entre África y el cristianismo.
Según una venerable tradición patrística, el evangelista san Marcos, que «transmitió
por escrito lo que Pedro predicó» (Ireneo, Adversus Haereses III, I,1), vino a Alejandría
a avivar la semilla plantada por el Señor. Este evangelista dio testimonio en África
de la muerte en cruz del Hijo de Dios –último momento de la kénosis– y de su exaltación,
para que «toda lengua proclame: “Jesucristo es el Señor” para gloria de Dios Padre»
(Flp 2,11). La Buena Nueva de la venida del Reino de Dios se extendió rápidamente
por el norte de vuestro Continente, donde hubo ilustres mártires y santos, y engendró
insignes teólogos.
Tras haber sido probado por vicisitudes
históricas, el cristianismo sólo permaneció, durante casi un milenio, en la parte
nororiental del Continente. Con la llegada de los europeos, que buscaban la ruta de
las Indias, en los siglos XV y XVI, las poblaciones subsaharianas encontraron a Cristo.
Fueron las poblaciones litorales las primeras que recibieron el bautismo. En los siglos
XIX y XX, el África subsahariana vio llegar misioneros, hombres y mujeres que provenían
de todo el Occidente, de Latinoamérica y también de Asia. Quiero rendirles un homenaje
por la generosidad de su respuesta incondicional a la llamada del Señor y por su ardiente
celo apostólico. Y siguiendo adelante, quisiera hablar de los catequistas africanos,
compañeros inseparables de los misioneros en la evangelización. Dios había preparado
el corazón de algunos laicos africanos, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, para
recibir sus dones y para llevar la luz de su Palabra a sus hermanos. Laicos con laicos,
supieron encontrar en la lengua de sus padres las palabras de Dios que tocaron el
corazón de sus hermanos. Supieron compartir el sabor de la sal de la Palabra y dar
esplendor a la luz de los Sacramentos que anunciaban. Acompañaron a las familias en
su crecimiento espiritual, alentaron las vocaciones sacerdotales y religiosas, y sirvieron
de enlace entre sus comunidades y los sacerdotes y los obispos. Con toda naturalidad,
llevaron a cabo una inculturación eficaz, que produjo excelentes frutos (cf. Mc 4,20).
Fueron los catequistas quienes consiguieron que la «luz brille ante los hombres» (Mt
5,16), porque, viendo el bien que hacían, poblaciones enteras pudieron dar gloria
a Nuestro Padre que está en los cielos. Africanos que evangelizaron a africanos. Evocando
su gloriosa memoria, saludo y animo a sus dignos sucesores que trabajan hoy con la
misma abnegación, el mismo ímpetu apostólico y la misma fe que sus predecesores. Que
Dios les bendiga con abundancia. Durante este período, la tierra africana se ha ennoblecido
con numerosos santos. Me limito a citar a los gloriosos mártires de Uganda, los grandes
misioneros Anne-Marie Javouhey y Daniel Comboni, así como a Sor Anuarite Nengapeta
y al catequista Isidoro Bakanja, sin olvidar a la humilde Josefina Bakhita.
Estamos
actualmente en un momento histórico que, desde el punto de vista civil, coincide con
la independencia reencontrada, y desde el punto de vista eclesial, con el Concilio
Vaticano II. La Iglesia en África ha preparado y acompañado durante este período la
construcción de nuevas identidades nacionales y, paralelamente, ha intentado traducir
la identidad de Cristo siguiendo sus propios caminos. Desde que la Jerarquía se fue
poco a poco africanizando, a partir de la ordenación por el Papa Pío XII de obispos
de vuestro Continente, la reflexión teológica comenzó a desarrollarse. Sería bueno
que vuestros teólogos siguieran hoy explorando la hondura del misterio trinitario
y su significado para el día a día africano. Tal vez este siglo permita, con la gracia
de Dios, un renacer en vuestro Continente, aunque ciertamente de una forma nueva,
de la prestigiosa Escuela de Alejandría. ¿Por qué no esperar que, de este modo, se
pueda ofrecer a los Africanos de hoy, y a la Iglesia universal, grandes teólogos y
maestros espirituales que contribuyan a la santificación de los habitantes de este
Continente y de toda la Iglesia? La Primera Asamblea Especial del Sínodo de Obispos
permitió señalar las líneas a seguir y puso de relieve, entre otras, la necesidad
de ahondar y encarnar el misterio de una Iglesia-Familia. Quisiera
sugerir ahora algunas reflexiones sobre el tema específico de la Segunda Asamblea
Especial para África del Sínodo de los Obispos, sobre la reconciliación, la justicia
y la paz.
Según el Concilio Ecuménico Vaticano II,
«la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión
con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Para llevar
a cabo adecuadamente su misión, la Iglesia debe ser una comunidad de personas reconciliadas
con Dios y entre ellas. Así, puede anunciar la Buena Nueva de la reconciliación a
la sociedad actual, que lamentablemente padece en muchos sitios conflictos, violencias,
guerras y odio. Vuestro Continente no se ha librado, y ha sido triste escenario de
graves tragedias que reclaman una verdadera reconciliación entre los pueblos, las
etnias y los hombres. Para nosotros los cristianos, esta reconciliación radica en
el amor misericordioso de Dios Padre y se realiza a través de la persona de Jesucristo,
que, en el Espíritu Santo, ha ofrecido a todos la gracia de la reconciliación. Las
consecuencias se manifestarán a través de la justicia y la paz, indispensables para
construir un mundo mejor.
En realidad, en el contexto
sociopolítico y económico actual del continente africano, ¿qué puede haber más dramático
que las luchas, frecuentemente sangrientas, entre grupos étnicos o pueblos hermanos?
Y, puesto que el Sínodo de 1994 insistió en la Iglesia-Familia de Dios, ¿cuál puede
ser la aportación del de este año para la construcción de África, sedienta de reconciliación
y en busca de justicia y paz? Las guerras locales o regionales, las masacres y los
genocidios que tienen lugar en el Continente han de interpelarnos de manera muy especial:
si es verdad que en Jesucristo formamos parte de la misma familia y compartimos la
misma vida, puesto que por nuestras venas circula la misma Sangre de Cristo, que nos
convierte en hijos de Dios, miembros de la Familia de Dios, no deberían existir más
odios, injusticias y guerras entre hermanos.
Al
constatar el aumento de la violencia y el auge del egoísmo en África, el Cardenal
Bernardin Gantin, de venerada memoria, proponía en 1988 una teología de la Fraternidad,
como respuesta al clamor apremiante de los pobres y de los más pequeños (L’Osservatore
Romano, ed. francesa, 12 abril 1988, pp. 4-5). Quizá pensaba en lo que escribió el
africano Lactancio a comienzos del siglo IV: «El primer deber de la justicia es reconocer
al hombre como hermano. En efecto, si el mismo Dios nos ha hecho y nos ha engendrado
a todos de la misma condición, con vistas a la justicia y a la vida eterna, estamos
unidos ciertamente por vínculos de fraternidad: quien no los reconozca es injusto»
(Epitome, 54,4-5). La Iglesia-Familia de Dios que vive en África, ha hecho una opción
preferencial por los pobres desde la Primera Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos.
Manifiesta así que la situación de deshumanización y de opresión que aflige a los
pueblos africanos no es irreversible; por el contrario, pone a cada uno ante a un
desafío, el de la conversión, la santidad y la integridad.
El
Hijo, por el que Dios nos habla, es Él mismo Palabra encarnada. Esto ha sido objeto
de las reflexiones de la reciente XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos. Hecha carne, esta Palabra está al origen de lo que somos y hacemos; es el
fundamento de toda vida. Así pues, se han de valorar las tradiciones africanas a partir
de esa Palabra, corrigiendo y perfeccionando su concepto de la vida, del hombre y
de la familia. Jesucristo, Palabra de vida, es fuente y plenitud de todas nuestras
vidas, porque el Señor Jesús es el único mediador y redentor.
Es
urgente que las comunidades cristianas sean, cada vez más, lugares de escucha profunda
de la Palabra de Dios y de lectura meditativa de la Sagrada Escritura. Por medio de
esa lectura meditativa y comunitaria en la Iglesia, el cristiano encuentra a Cristo
resucitado que le habla y le devuelve la esperanza en la plenitud de vida que Él da
al mundo.
Por lo que se refiere a la Eucaristía,
ésta hace realmente presente en la historia al Señor. Por su Cuerpo y su Sangre, Cristo
entero se hace sustancialmente presente en nuestras vidas. Está con nosotros todos
los días hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28,20) y nos envía de nuevo a las realidades
cotidianas, para que podamos llenarlas con su presencia. En la Eucaristía se manifiesta
claramente que la vida es una relación de comunión con Dios, con nuestros hermanos
y nuestras hermanas, y con toda la creación. La Eucaristía es fuente de unidad reconciliada
en la paz.
La Palabra y el Pan de vida ofrecen luz
y alimento, como antídoto y viático en la fidelidad al Maestro y Pastor de nuestras
almas, para que la Iglesia en África cumpla el servicio de reconciliación, de justicia
y de paz, según el programa de vida dado por el Señor mismo: «Vosotros sois la sal
de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13.14). Para serlo de verdad,
los fieles han de convertirse y seguir a Jesucristo, ser sus discípulos, para ser
testigos de su poder salvador. Durante su vida terrena, Jesús era «poderoso en obras
y palabras» (Lc 24,19). Por su resurrección, ha sometido a principados y potestades
(cf. Col 2,15), a todo poder del mal, para liberar a los que han sido bautizados en
su nombre. «Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado» (Ga 5,1). La vocación
cristiana consiste en dejarse liberar por Jesucristo. Él ha vencido el pecado y la
muerte y ofrece a todos la plenitud de la vida. En el Señor Jesús, ya no hay judíos
ni gentiles, ni hombres y mujeres (cf. Ga 3,28). En su carne, ha reconciliado a todos
los pueblos. Con la fuerza del Espíritu Santo, dirijo a todos este llamamiento: «Dejaos
reconciliar» (2 Co 5,20). Ninguna diferencia étnica o cultural, de raza, sexo o religión,
ha de ser para vosotros motivo de enfrentamiento. Todos sois hijos del único Dios,
nuestro Padre, que está en los cielos. Con esta convicción será posible construir
una África más justa y pacífica, a la altura de las esperanzas legítimas de todos
sus hijos.
Finalmente, os invito a fomentar la preparación
del Sínodo, recitando también con los fieles la oración conclusiva del Instrumentum
laboris, que he entregado esta mañana, para el buen éxito de la Asamblea Sinodal.
Oremos juntos ahora, queridos hermanos:
«Santa María,
Madre de Dios, Protectora de África, tú has dado al mundo la luz verdadera, Jesucristo.
Por tu obediencia al Padre y por la gracia del Espíritu Santo, nos has dado la fuente
de nuestra reconciliación y nuestra justicia, Jesucristo, nuestra paz y nuestro gozo. Madre
de ternura y sabiduría, muéstranos a Jesús, tu Hijo e Hijo de Dios, ayúdanos en nuestro
camino de conversión, para que Jesús haga brillar su Gloria sobre nosotros en todos
los aspectos de nuestra vida personal, familiar y social. Madre llena de
misericordia y de justicia, por tu docilidad al Espíritu Consolador alcánzanos la
gracia de ser testigos del Señor Resucitado, para que seamos cada vez más la sal de
la tierra y la luz del mundo. Madre del Perpetuo Socorro, confiamos a tu
maternal intercesión la preparación y los frutos del Segundo Sínodo para África. Reina
de la Paz, ruega por nosotros. Nuestra Señora de África, ruega por nosotros».