En la fiesta del Bautismo del Señor, Benedicto XVI reitera que los hijos no son propiedad
de los padres, y que el bautismo no es una violencia, sino que es confiar a los niños
a la bondad divina introduciéndoles en la cotidiana relación con Jesús
Domingo, 11 ene (RV).- También este año, la ternura y la alegría que manan de los
bebés ha reinado en el magnífico marco de la Capilla Sixtina, en la celebración eucarística
del Bautismo del Señor, en la que, bautizando a 13 pequeños - cuatro niñas y nueve
niños - Benedicto XVI ha reiterado que el bautismo no es una violencia, es confiar
a los pequeños a la bondad divina. Esta fiesta nos introduce en la cotidianidad de
la relación con Jesús y con su amor, que nos hace verdaderamente libres y nos libera
del mal.
Los hijos no son propiedad de los padres, quienes reciben del Creador
la responsabilidad de ayudarlos a ser hijos de Dios: «El Bautismo es, podríamos decir,
el puente que Él ha construido entre sí y nosotros, el camino por el cual se hace
accesible a nosotros. Es el arcoiris divino sobre nuestra vida, la promesa del gran
sí de Dios, la puerta de la esperanza y, al mismo tiempo, el signo que nos indica
el camino que debemos recorrer de forma activa y dichosa para encontrarlo y sentirnos
amados por Él».
Con este sacramento -ha recordado Benedicto XVI- «encomendamos
cada nueva vida a Aquel que es más poderoso que los poderes oscuros del mal». «Con
el Bautismo, devolvemos a Dios lo que de Él ha venido, pues los hijos no son propiedad
de los padres, sino que es el Creador el que los confía a su responsabilidad, libremente
y de forma siempre nueva, para que ellos los ayuden a ser un hijo de Dios libre»:
«Sólo si los padres maduran esta conciencia logran encontrar el justo equilibrio entre
la pretensión de poder disponer de sus propios hijos como si fueran una posesión privada,
plasmándolos según sus propias ideas y anhelos, y la conducta libertaria que se expresa
en dejarlos crecer, en plena autonomía satisfaciendo cada uno de sus anhelos y aspiraciones,
pensando que es la forma justa de cultivar su personalidad».
En este contexto,
el Papa ha puesto de relieve la riqueza y verdadera libertad de la tradición cristiana
del bautismo, que, lejos de ser una violencia, introduce a los niños en la luz del
amor infinito de Dios y los defiende: «Si con este sacramento, el recién bautizado
se vuelve hijo adoptivo de Dios - objeto de su amor infinito que lo tutela y defiende
de las fuerzas oscuras del maligno - hay que enseñarle a reconocer a Dios como padre
y a saberse poner en relación con él con conducta de hijo. Y, por lo tanto, cuando
según la tradición cristiana, como hacemos hoy, se bautizan a los niños introduciéndoles
en la luz Dios y de sus enseñanzas, no se les hace violencia, sino que se les dona
la riqueza de la vida divina en la que se arraiga la verdadera libertad, que es propia
de los hijos de Dios. Una libertad que deberá ser educada y formada con la maduración
de los años, para que sea capaz de elecciones personales responsables».
Evocando
las palabras del evangelista Marcos, «Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco»,
que nos introducen en el corazón de esta fiesta del Bautismo del Señor, con la que
concluye el tiempo de la Navidad y de las solemnidades navideñas, el Papa ha reiterado
que el Señor no se cansa nunca de repetirnos «Sí, aquí estoy. Os conozco. Os amo.
Hay un camino que de mí llega hasta vosotros. Y hay un camino que de vosotros sube
hasta mí»: «El Creador ha asumido en Jesús las dimensiones de un niño, de un ser humano
como nosotros, para poderse hacer ver y tocar. Al mismo tiempo, con su hacerse pequeño,
Dios ha hecho resplandecer la luz de su grandeza. Porque, precisamente, abajándose
hasta la impotencia inerme del amor, Él demuestra qué cosa es la verdadera grandeza.
Aún más, qué significa ser Dios».
Uniéndose con cariño a la alegría de los
padres y madres y de los padrinos y madrinas de estos pequeños que ha bautizado, Benedicto
XVI los ha exhortado a tomar conciencia del don recibido y a elevar incesantemente
su acción de gracias al Señor por este sacramento que introduce a sus niños en una
«nueva familia más grande y estable, más abierta y numerosa, que la suya. Es decir,
la familia de los creyentes, la Iglesia, la familia que tiene a Dios como Padre y
en la cual todos se reconocen hermanos en Jesucristo»: «Vosotros confiáis hoy a vuestros
hijos a la bondad de Dios, que es potencia de luz y de amor. Y ellos, aún entre las
dificultades de la vida, no se sentirán nunca abandonados, si permanecerán unidos
a Él. Preocupaos por tanto de educarlos en la fe, de enseñarles a rezar y a crecer
como hacía Jesús y con su ayuda, en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los
hombres (cfr Lc 2,52)».