Pidiendo a Dios el don de un 2009 “lleno de justicia, serenidad y paz” para toda la
humanidad, Benedicto XVI recibe al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede,
para el tradicional intercambio de felicitaciones de año nuevo
Jueves, 8 ene (RV).- Pidiendo a Dios el don de un año lleno de justicia, serenidad
y paz para toda la humanidad, Benedicto XVI ha recibido esta mañana a los miembros
del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, para el tradicional intercambio
de felicitaciones de año nuevo. Encuentro que se enmarca a la luz del misterio de
la encarnación del Verbo, que conmemoramos cada año en la Fiesta de la Navidad, y
que nos invita a meditar sobre los acontecimientos que marcan el curso de la historia,
ha reiterado el Papa, empezando su denso discurso, con un pensamiento especial dirigido
a las víctimas de las catástrofes naturales y a las de la violencia.
“A los
que han sufrido a causa de las graves catástrofes naturales, en particular en Vietnam,
Birmania, China y Filipinas, en América central y el Caribe, en Colombia y en Brasil,
o bien a causa de sangrientos conflictos nacionales o regionales o de atentados terroristas
que han sembrado la muerte y la destrucción en países como Afganistán, India, Pakistán
y Argelia”.
“¡A pesar de los numerosos esfuerzos realizados, la tan deseada
paz todavía está lejana! Pero ante esta constante, no hay que desanimarse ni atenuar
el compromiso en favor de una auténtica cultura de paz, sino, por el contrario, redoblar
los esfuerzos en favor de la seguridad y el desarrollo”.
Benedicto XVI ha recordado,
en este contexto, que “la Santa Sede ha procurado estar entre los primeros en firmar
y ratificar la “Convención sobre las bombas de racimo”, que tiene también el propósito
de reforzar el derecho internacional humanitario”. Y, una vez más, el Papa ha expresado
su preocupación ante “los síntomas de crisis que se perciben en el campo del desarme
y de la no proliferación nuclear”, subrayando que “no se puede construir la paz cuando
los gastos militares sustraen enormes recursos humanos y materiales a los proyectos
de desarrollo, especialmente de los países más pobres”.
Dirigiendo su atención
hacia “los muy numerosos pobres de nuestro planeta”, Benedicto XVI ha hecho hincapié
nuevamente en que “para construir la paz, hay que dar nuevamente esperanza” a tantas
personas y familias afectadas por la actual crisis económica; la crisis alimentaria
y el calentamiento climático, que dificultan aún más el acceso a los alimentos y al
agua:
“Es urgente adoptar una estrategia eficaz para combatir el hambre y favorecer
el desarrollo agrícola local, más aún cuando el porcentaje de pobres aumenta incluso
en los países ricos”.
Alegrándose por los resultados de la Conferencia de
Doha sobre la financiación para el desarrollo, el Papa ha recordado la importancia
de “resanar la economía” y de “crear una nueva confianza”. “Objetivo que se podrá
alcanzar sólo a través de una ética fundada en la dignidad innata de la persona humana”.
Objetivo que es exigente, pero no es una utopía, ha insistido Benedicto XVI:
“Hoy
más que nunca, nuestro porvenir está en juego, al igual que el destino de nuestro
planeta y sus habitantes, en primer lugar de las generaciones jóvenes que heredan
un sistema económico y un tejido social duramente cuestionado”.
“En esta fase
delicada de la historia de la humanidad”, “si queremos combatir la pobreza, debemos
invertir ante todo en la juventud, educándola en un ideal de auténtica fraternidad”
ha destacado el Papa, evocando sus viajes apostólicos del año pasado. La Jornada Mundial
de la Juventud, en Sydney, Australia; su visita a los Estados Unidos, con el discurso
que pronunció en la ONU; su peregrinación a Lourdes con ocasión del ciento cincuenta
aniversario de las apariciones de la Inmaculada, durante su viaje pastoral a Francia.
Benedicto XVI ha recordado que “una sociedad sanamente laica no ignora la
dimensión espiritual y sus valores, porque la religión, no es un obstáculo, sino más
bien al contrario un fundamento sólido para la construcción de una sociedad más justa
y libre”.
Con profundo dolor ante “las discriminaciones y los graves ataques
de los que han sido víctimas, el año pasado, miles de cristianos - que muestran cómo
la que socava la paz no es sólo la pobreza material, sino también la pobreza moral
– Benedicto XVI ha reiterado este jueves “ante esta asamblea que representa idealmente
a todas las naciones del mundo” que “el cristianismo es una religión de libertad y
de paz y está al servicio del auténtico bien de la humanidad”.
Renovando el
testimonio de su “afecto paternal a nuestros hermanos y hermanas víctimas de la violencia,
especialmente en Irak y en la India”, el Papa ha renovado su apremiante llamamiento:
“Pido
incesantemente a las autoridades civiles y políticas que se dediquen con energía a
poner fin a la intolerancia y a las vejaciones contra los cristianos, que intervengan
para reparar los daños causados, en particular en los lugares de culto y en las propiedades;
que alienten por todos los medios el justo respeto hacia todas las religiones, proscribiendo
todas las formas de odio y de desprecio. Deseo también que en el mundo occidental
no se cultiven prejuicios u hostilidades contra los cristianos, simplemente porque,
en ciertas cuestiones, su voz disiente”.
“Que los discípulos de Cristo, ante
tales pruebas, no pierdan el ánimo: el testimonio del Evangelio es siempre un “signo
de contradicción” con respecto al “espíritu del mundo”“, ha deseado el Papa recordando
que “si las tribulaciones son duras, la constante presencia de Cristo es un consuelo
poderoso. Su Evangelio es un mensaje de salvación para todos y por ello no puede ser
confinado en la esfera privada, sino que debe ser proclamado desde las azoteas, hasta
los confines de la tierra”. Una vez más, Benedicto XVI se ha referido a “la situación
de Oriente Medio y, en primer lugar, de Tierra Santa, donde, en estos días, asistimos
a un recrudecimiento de la violencia que ha provocado daños y sufrimientos inmensos
entre las poblaciones civiles. Complicándose aún más la búsqueda de una salida vivamente
anhelada por muchos de ellos y por el mundo entero al conflicto entre Israelíes y
Palestinos”:
“Una vez más, quisiera señalar que la opción militar no es una
solución y la violencia, venga de donde venga y bajo cualquier forma que adopte, ha
de ser firmemente condenada. Deseo que, con el compromiso determinante de la comunidad
internacional, la tregua en la franja de Gaza vuelva a entrar en vigor”.
Exhortando
apremiantemente para que “se reanuden las negociaciones de paz renunciando al odio,
a la provocación y al uso de las armas, el Papa ha destacado también que “es preciso
dar un respaldo convencido al diálogo entre Israel y Siria y, en el Líbano, apoyar
la consolidación en curso de las instituciones, que será tanto más eficaz si se lleva
a cabo en un espíritu de unidad”.
A los iraquíes, que se preparan para retomar
totalmente en su mano su propio destino, el Papa les ha animado de forma especial
a “mirar al futuro con el fin de construirlo sin discriminaciones de raza, de etnia
o religión”. Por lo que concierne a Irán, Benedicto XVI ha renovado su exhortación
a buscar “una solución negociada a la controversia sobre el programa nuclear, a través
de un mecanismo que permita satisfacer las exigencias legítimas del país y de la comunidad
internacional. Resultado que “favorecerá en gran medida la distensión regional y mundial”.
Dirigiendo la mirada al gran continente asiático, el Papa constata que en
algunos países la situación política permanece tensa, pero existen progresos que permiten
mirar al futuro con una confianza mayor. Como la reanudación de nuevas negociaciones
de paz en Mindanao, en Filipinas, y en el nuevo curso que están tomando las relaciones
entre Pekín y Taipei. En este mismo contexto, el Pontífice desea una solución definitiva
del conflicto en Sri Lanka, pidiendo atención a las necesidades humanitarias de las
poblaciones.
Las comunidades cristianas que viven en Asia a menudo son pequeñas
desde el punto de vista numérico, pero desean ofrecer una contribución convencida
y eficaz al bien común, a la estabilidad y al progreso de sus países. El Santo Padre
ha señalado que la reciente beatificación en Japón de ciento veinticuatro mártires
lo ha puesto de relieve de forma elocuente.
“La Iglesia, como se ha dicho muchas
veces, no pide privilegios, sino la aplicación del principio de libertad religiosa
en toda su extensión”. “En este contexto, es importante que, en Asia central, las
legislaciones sobre las comunidades religiosas garanticen el pleno ejercicio de este
derecho fundamental, en el respeto de las normas internacionales”.
Pasando
a África, el Papa recuerda que dentro de unos meses viajará a este continente. Y señala
que una atención particular debe ser reservada a la infancia. Muchos niños viven el
drama de los refugiados y los desplazados en Somalia, en Darfur y en la República
democrática del Congo. “Se trata de flujos migratorios que afectan a millones de personas
que tienen necesidad de ayuda humanitaria y que ante todo están privadas de sus derechos
elementales y heridas en su dignidad”, dice el Papa que pide a los responsables políticos,
a nivel nacional e internacional, que tomen todas las medidas necesarias para resolver
los conflictos abiertos y pongan fin a las injusticias que los han provocado. En este
sentido ha pedido progresos concretos para Somalia, Zimbabwe y Burundi que viven una
situación crítica y es necesaria gran cantidad de ayuda humanitaria.
En ese
vasto panorama, que abraza el mundo entero, el Pontífice se ha detenido asimismo en
América Latina, afirmando que “allí también, estos pueblos aspiran a vivir en paz,
libres de la pobreza y ejerciendo libremente sus derechos fundamentales”. Y en este
contexto ha dicho que, “hay que desear que las legislaciones tengan en cuenta las
necesidades de los que emigran facilitando el reagrupamiento familiar. Quisiera alabar
también el compromiso prioritario de ciertos gobiernos para restablecer la legalidad
y emprender una lucha sin cuartel contra el tráfico de estupefacientes y la corrupción”.
El Papa desea, por otra parte, que la reciente firma del acuerdo entre la Santa Sede
y Brasil facilite el libre ejercicio de la misión evangelizadora de la Iglesia y refuerce
todavía más su colaboración con las instituciones civiles para el desarrollo integral
de la persona”.
Benedicto XVI termina este recorrido por el mundo, saludando
a la comunidad cristiana de Turquía; deseando que se cumplan las aspiraciones de paz
en Chipre; que terminen los conflictos en el Cáucaso, y que se respete s las minorías
en Serbia y en Kosovo para un futuro de reconciliación y de paz.
Benedicto
XVI ha dejado para el final de su discurso al Cuerpo Diplomático “todas las situaciones
de sufrimiento y pobreza”. Y ha recordado especialmente a “los seres humanos más pobres:
los niños no nacidos”, los enfermos y las personas ancianas abandonadas, las familias
divididas y sin puntos de referencia”.
“La pobreza se combate si la humanidad
se vuelve más fraterna compartiendo los valores y las ideas, fundados en la dignidad
de la persona, en la libertad vinculada a la responsabilidad, en el reconocimiento
efectivo del puesto de Dios en la vida del hombre”.
Benedicto XVI ha concluido
invitando a mirar a Jesús, el Niño humilde recostado en el pesebre. Él nos indica
que la solidaridad fraterna entre todos los hombres es la vía maestra para combatir
la pobreza y construir la paz”.
Sigue el discurso del Santo Padre:
Excelencias, Señoras
y Señores
El misterio de la encarnación del Verbo, que conmemoramos cada año
en la Fiesta de la Navidad, nos invita a meditar sobre los acontecimientos que marcan
el curso de la historia. Precisamente a la luz de este misterio colmado de esperanza,
se sitúa este tradicional encuentro con ustedes, ilustres miembros del Cuerpo diplomático
acreditado ante la Santa Sede, como una ocasión privilegiada para intercambiar nuestros
mejores deseos al comienzo de este año. Me dirijo en primer lugar a Su Excelencia
el Embajador Alejandro Valladares Lanza, para agradecerle el saludo que amablemente
me ha dirigido, por primera vez, en calidad de Decano del Cuerpo diplomático. Mi saludo
deferente se extiende a cada uno de ustedes, así como a sus familias y colaboradores
y, por su medio, a los pueblos y gobiernos de los países que representan. Para todos,
pido a Dios el don de un año lleno de justicia, serenidad y paz.
Al comienzo
de este año 2009, mi pensamiento se dirige con afecto, ante todo, a los que han sufrido
a causa de las graves catástrofes naturales, en particular en Vietnam, Birmania, China
y Filipinas, en América central y el Caribe, en Colombia y en Brasil, o bien a causa
de sangrantes conflictos nacionales o regionales o de atentados terroristas que han
sembrado la muerte y la destrucción en países como Afganistán, India, Pakistán y Argelia.
No obstante los muchos esfuerzos realizados, la tan deseada paz todavía está lejana.
De cara a esta constante, no hay que desanimarse ni atenuar el compromiso a favor
de una auténtica cultura de paz, sino, por el contrario, redoblar los esfuerzos a
favor de la seguridad y el desarrollo. En este sentido, la Santa Sede ha procurado
estar entre los primeros en firmar y ratificar la “Convención sobre las bombas de
racimo”, documento que tiene también el propósito de reforzar el derecho internacional
humanitario. Por otra parte, observando con preocupación los síntomas de crisis que
se perciben en el campo del desarme y de la no proliferación nuclear, la Santa Sede
no cesa de recordar que no se puede construir la paz cuando los gastos militares sustraen
enormes recursos humanos y materiales a los proyectos de desarrollo, especialmente
de los países más pobres.
Siguiendo el Mensaje para la Jornada mundial de
la Paz, que he dedicado este año al tema “combatir la pobreza, construir la paz”,
quisiera hoy dirigir mi atención hacia los pobres, los muy numerosos pobres de nuestro
planeta. Las palabras con las que el Papa Pablo VI comenzaba su reflexión en la Encíclica
Populorum progressio no han perdido su actualidad: “Verse libres de la miseria, hallar
con más seguridad la propia subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar
todavía más en las responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones
que ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos; en una palabra, hacer, conocer
y tener más para ser más: tal es la aspiración de los hombres de hoy, mientras que
un gran número de ellos se ven condenados a vivir en condiciones, que hacen ilusorio
este legítimo deseo” (n. 6). Para construir la paz, conviene dar nuevamente esperanza
a los pobres. ¿Cómo no pensar en tantas personas y familias afectadas por las dificultades
y las incertidumbres que la actual crisis financiera y económica ha provocado a escala
mundial? ¿Cómo no evocar la crisis alimenticia y el calentamiento climático, que dificultan
todavía más el acceso a los alimentos y al agua a los habitantes de las regiones más
pobres del planeta? Desde ahora, es urgente adoptar una estrategia eficaz para combatir
el hambre y favorecer el desarrollo agrícola local, más aún cuando el porcentaje de
pobres aumenta incluso en los países ricos. En esta perspectiva, me alegro que, desde
la reciente Conferencia de Doha sobre la financiación para el desarrollo, hayan sido
establecidos criterios útiles para orientar la dirección del sistema económico y poder
ayudar a los más débiles. Yendo más al fondo de la cuestión, para resanar la economía,
es necesario crear una nueva confianza. Este objetivo sólo se podrá alcanzar a través
de una ética fundada en la dignidad innata de la persona humana. Sé bien que esto
es exigente, pero no es una utopía. Hoy más que nunca, nuestro porvenir está en juego,
al igual que el destino de nuestro planeta y sus habitantes, en primer lugar de las
generaciones jóvenes que heredan un sistema económico y un tejido social duramente
cuestionado.
Señoras y Señores, si queremos combatir la pobreza, debemos invertir
ante todo en la juventud, educándola en un ideal de auténtica fraternidad. En mis
viajes apostólicos del año pasado, tuve la ocasión de encontrar a muchos jóvenes,
sobre todo en el marco extraordinario de la celebración de la XXIII Jornada Mundial
de la Juventud, en Sydney, Australia. Mis viajes apostólicos, comenzando por la visita
a los Estados Unidos, me permitieron percibir las expectativas de muchos sectores
de la sociedad con respecto a la Iglesia católica. En esta fase delicada de la historia
de la humanidad, marcada por incertidumbres e interrogantes, muchos esperan que la
Iglesia ejerza con decisión y claridad su misión evangelizadora y su obra de promoción
humana. Mi discurso en la Sede de la Organización de las Naciones Unidas se sitúa
en este contexto: sesenta años después de la adopción de la Declaración universal
de los derechos humanos, quise poner de relieve que este documento se basa en la dignidad
de la persona humana, y ésta a su vez en la naturaleza común a todos que trasciende
las diversas culturas. Algunos meses más tarde, en mi peregrinación a Lourdes con
ocasión del ciento cincuenta aniversario de las apariciones de la Virgen María a Santa
Bernadette, quise subrayar que el mensaje de conversión y de amor que se irradia desde
la gruta de Massabielle sigue teniendo gran actualidad, como una invitación constante
a construir nuestra existencia y las relaciones entre los pueblos sobre unas bases
de respeto y de fraternidad auténticas, conscientes de que esta fraternidad presupone
un Padre común a todos los hombres, el Dios Creador. Por otra parte, una sociedad
sanamente laica no ignora la dimensión espiritual y sus valores, porque la religión,
y me pareció útil repetirlo durante mi viaje pastoral a Francia, no es un obstáculo,
sino más bien al contrario un fundamento sólido para la construcción de una sociedad
más justa y libre.
Las discriminaciones y los graves ataques de los que han
sido víctimas, el año pasado, millares de cristianos, muestran cómo la que socava
la paz no es sólo la pobreza material, sino también la pobreza moral. De hecho, es
en la pobreza moral, donde dichas atrocidades hunden sus raíces. Al reafirmar la valiosa
contribución que las religiones pueden dar a la lucha contra la pobreza y a la construcción
de la paz, quisiera repetir ante esta asamblea que representa idealmente a todas las
naciones del mundo: el cristianismo es una religión de libertad y de paz y está al
servicio del auténtico bien de la humanidad. Renuevo el testimonio de mi afecto paternal
a nuestros hermanos y hermanas víctimas de la violencia, especialmente en Iraq y en
la India; pido incesantemente a las autoridades civiles y políticas que se dediquen
con energía a poner fin a la intolerancia y a las vejaciones contra los cristianos,
que intervengan para reparar los daños causados, en particular en los lugares de culto
y en las propiedades; que alienten por todos los medios el justo respeto hacia todas
las religiones, proscribiendo todas las formas de odio y de desprecio. Deseo también
que en el mundo occidental no se cultiven prejuicios u hostilidades contra los cristianos,
simplemente porque, en ciertas cuestiones, su voz perturba. Por su parte, que los
discípulos de Cristo, ante tales pruebas, no pierdan el ánimo: el testimonio del Evangelio
es siempre un “signo de contradicción” con respecto al “espíritu del mundo”. Si las
tribulaciones son duras, la constante presencia de Cristo es un consuelo eficaz. Su
Evangelio es un mensaje de salvación para todos y por esto no puede ser confinado
en la esfera privada, sino que debe ser proclamado desde las azoteas, hasta los confines
de la tierra.
El nacimiento de Cristo en la pobre gruta de Belén nos lleva
naturalmente a evocar la situación del Medio Oriente y, en primer lugar, de Tierra
Santa, donde, en estos días, asistimos a un recrudecimiento de la violencia que ha
provocado daños y sufrimientos inmensos entre las poblaciones civiles. Esta situación
complica aún más la búsqueda de una salida vivamente anhelada por muchos de ellos
y por el mundo entero al conflicto entre Israelíes y Palestinos. Una vez más, quisiera
señalar que la opción militar no es una solución y la violencia, venga de donde venga
y bajo cualquier forma que adopte, ha de ser firmemente condenada. Deseo que, con
el compromiso determinante de la comunidad internacional, la tregua en la franja de
Gaza vuelva a estar vigente, ya que es indispensable para volver aceptables las condiciones
de vida de la población, y que sean relanzadas las negociaciones de paz renunciando
al odio, a la provocación y al uso de las armas. Es muy importante que, con ocasión
de las cruciales citas electorales que implicarán a muchos habitantes de la región
en los próximos meses, surjan dirigentes capaces de hacer progresar con determinación
este proceso para guiar a sus pueblos hacia la ardua pero indispensable reconciliación.
A ella no se podrá llegar sin adoptar un acercamiento global a los problemas de estos
países, en el respecto de las aspiraciones y de los legítimos intereses de todas las
poblaciones involucradas. Además de los renovados esfuerzos para la solución del conflicto
israelopalestino, que acabo de mencionar, es preciso dar un respaldo convencido al
diálogo entre Israel y Siria y, en el Líbano, apoyar la consolidación en curso de
las instituciones, que será tanto más eficaz si se lleva a cabo en un espíritu de
unidad. A los iraquíes, que se preparan para retomar totalmente en su mano su propio
destino, dirijo una particular palabra de ánimo para pasar página y mirar al futuro
con el fin de construirlo sin discriminaciones de raza, de etnia o religión. Por lo
que concierne a Irán, no debe dejarse de buscar una solución negociada a la controversia
sobre el programa nuclear, a través de un mecanismo que permita satisfacer las exigencias
legítimas del país y de la comunidad internacional. Dicho resultado favorecerá en
gran medida la distensión regional y mundial.
Dirigiendo la mirada al gran
continente asiático, constato con preocupación que en ciertos países perdura la violencia
y que en otros la situación política permanece tensa, pero existen progresos que permiten
mirar al futuro con una confianza mayor. Pienso, por ejemplo, en la reanudación de
nuevas negociaciones de paz en Mindanao, en Filipinas, y en el nuevo curso que están
tomando las relaciones entre Pekín y Taipei. En este mismo contexto de búsqueda de
la paz, una solución definitiva del conflicto en Sri Lanka debe ser también política,
mientras que las necesidades humanitarias de las poblaciones afectadas deben continuar
siendo objeto de continua atención. Las comunidades cristianas que viven en Asia a
menudo son pequeñas desde el punto de vista numérico, pero desean ofrecer una contribución
convencida y eficaz al bien común, a la estabilidad y al progreso de sus países, dando
un testimonio de la primacía de Dios, que establece una sana jerarquía de valores
y otorga una libertad más fuerte que las injusticias. La reciente beatificación en
Japón de ciento veinticuatro mártires lo ha puesto de relieve de forma elocuente.
La Iglesia, como se ha dicho muchas veces, no pide privilegios, sino la aplicación
del principio de libertad religiosa en toda su extensión. En este contexto, es importante
que, en Asia central, las legislaciones sobre las comunidades religiosas garanticen
el pleno ejercicio de este derecho fundamental, en el respeto de las normas internacionales.
Dentro
de algunos meses, tendré la alegría de encontrar a muchos hermanos en la fe y en la
existencia humana que viven en África. En la espera de esta visita que tanto he deseado,
pido al Señor que sus corazones estén dispuestos a acoger el Evangelio y a vivirlo
con coherencia, construyendo la paz a través de la lucha contra la pobreza moral y
material. La infancia ha de ser objeto de una atención del todo particular: veinte
años después de la adopción de la Convención sobre los derechos de los niños, éstos
siguen siendo muy vulnerables. Muchos niños viven el drama de los refugiados y los
desplazados en Somalia, en Darfur y en la República democrática del Congo. Se trata
de flujos migratorios que afectan a millones de personas que tienen necesidad de ayuda
humanitaria y que ante todo están privadas de sus derechos elementales y heridas en
su dignidad. Pido a los responsables políticos, a nivel nacional e internacional,
que tomen todas las medidas necesarias para resolver los conflictos abiertos y pongan
fin a las injusticias que los han provocado. Deseo que en Somalia, la restauración
del Estado pueda finalmente progresar, para que cesen los interminables sufrimientos
de los habitantes de ese país. Asimismo, en Zimbabwe la situación es crítica y es
necesaria gran cantidad de ayuda humanitaria. Los acuerdos de paz de Burundi han proporcionado
un rayo de esperanza a la región. Expreso mis deseos para que sean plenamente aplicados
y se conviertan en fuente de inspiración para otros países, que no han encontrado
todavía la vía de la reconciliación. La Santa Sede, como ustedes saben, sigue con
una atención especial el continente africano y está feliz de haber establecido el
año pasado las relaciones diplomáticas con Botswana.
En ese vasto panorama,
que abraza el mundo entero, deseo asimismo detenerme un momento en América Latina.
Allí también, los pueblos aspiran a vivir en paz, libres de la pobreza y ejerciendo
libremente sus derechos fundamentales. En este contexto, hay que desear que las legislaciones
tengan en cuenta las necesidades de los que emigran facilitando el reagrupamiento
familiar y conciliando las legítimas exigencias de seguridad con las del respeto inviolable
de la persona. Quisiera alabar también el compromiso prioritario de ciertos gobiernos
para restablecer la legalidad y emprender una lucha sin cuartel contra el tráfico
de estupefacientes y la corrupción. Me alegro que, treinta años después del comienzo
de la mediación pontificia sobre el diferendo entre Argentina y Chile, relativo a
la zona austral, los dos países hayan sellado de alguna manera su voluntad de paz
erigiendo un monumento a mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II. Deseo, por
otra parte, que la reciente firma del acuerdo entre la Santa Sede y Brasil facilite
el libre ejercicio de la misión evangelizadora de la Iglesia y refuerce todavía más
su colaboración con las instituciones civiles para el desarrollo integral de la persona.
La Iglesia acompaña desde hace cinco siglos a los pueblos de América Latina, compartiendo
sus esperanzas y sus preocupaciones. Sus Pastores saben que, para promover el progreso
auténtico de la sociedad, su quehacer propio es iluminar las conciencias y formar
laicos capaces de intervenir con ardor en las realidades temporales, poniéndose al
servicio del bien común.
Fijándome por último en las naciones que están más
cerca, quisiera saludar a la comunidad cristiana de Turquía, recordando que, en este
año jubilar especial con ocasión del bimilenario del nacimiento del Apóstol San Pablo,
numerosos peregrinos llegan a Tarso, su pueblo natal, lo que señala una vez más el
estrecho vínculo de esta tierra con los orígenes del cristianismo. Las aspiraciones
a la paz están vivas en Chipre, donde se han retomado las negociaciones con vistas
a la justa solución de los problemas vinculados a la división de la Isla. En lo que
concierne al Cáucaso, quisiera recordar una vez más que los conflictos que atañen
a los Estados de la región no pueden resolverse por la vía de las armas y, pensando
en Georgia, expreso el deseo de que sean respetados todos los compromisos suscritos
en el Acuerdo de cese el fuego del pasado mes de agosto, concluido gracias a los esfuerzos
diplomáticos de la Unión Europea, y que el regreso de los desplazados de sus hogares
sea posible cuanto antes. Por lo que respecta, finalmente, al sudeste europeo, la
Santa Sede sigue adelante con su compromiso a favor de la estabilidad de la región,
y espera que seguirán creándose las condiciones para un futuro de reconciliación y
de paz entre las poblaciones de Serbia y Kosovo, en el respeto de las minorías y sin
olvidar la preservación del preciado patrimonio artístico y cultural cristiano, que
constituye una riqueza para toda la humanidad.
Señoras y Señores Embajadores,
al término de este recorrido que, en su brevedad, no puede mencionar todas las situaciones
de sufrimiento y pobreza que están presentes en mi corazón, vuelvo al Mensaje para
la celebración de la Jornada Mundial de la paz de este año. En ese documento, he recordado
que los seres humanos más pobres son los niños no nacidos (n. 3). No puedo dejar de
mencionar, al concluir, a otros pobres, como los enfermos y las personas ancianas
abandonadas, las familias divididas y sin puntos de referencia. La pobreza se combate
si la humanidad se vuelve más fraterna compartiendo los valores y las ideas, fundados
en la dignidad de la persona, en la libertad vinculada a la responsabilidad, en el
reconocimiento efectivo del puesto de Dios en la vida del hombre. En esta perspectiva,
dirijamos nuestra mirada a Jesús, el Niño humilde recostado en el pesebre. Porque
Él es el Hijo de Dios, Él nos indica que la solidaridad fraterna entre todos los hombres
es la vía maestra para combatir la pobreza y construir la paz. Que la luz de su amor
ilumine a todos los gobernantes de la humanidad. Que Ella nos guíe a lo largo del
año que acaba de comenzar. Feliz año a todos.