El Papa exhorta a los enfermos en Lourdes a confiarse a Cristo y a su Santísima Madre,
porque “ellos son más que nadie, capaces de entendernos y apreciar la dureza de la
lucha contra el mal y el sufrimiento"
Lunes, 15 sep (RV).- La cuarta y última etapa del Camino de Jubileo realizada por
el Santo Padre Benedicto XVI durante su Viaje Apostólico a Lourdes, ha llevado al
Papa a la capilla del actual hospital, originariamente el oratorio, para después trasladarse
a la Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Lourdes donde ha presidido la Santa
Misa con los enfermos. Durante su homilía Benedicto XVI ha recordado la memoria litúrgica
de hoy dedicada a Nuestra Señora de los Dolores, que nos lleva a contemplar a María
que comparte la compasión de su Hijo por los pecadores.
Hablando del amor de
María hacia los hombres, el Papa ha querido detenerse en particular en la sonrisa
de la Virgen, que Bernardette pudo contemplar de forma particular. Benedicto XVI ha
invitado a apreciar esa sonrisa, aún a sabiendas de que el sufrimiento rompe los equilibrios,
socava los cimientos de la confianza, llegando incluso a desesperar del sentido y
el valor de la vida.
“Es un combate que el hombre no puede afrontar por sí
solo, sin la ayuda de la gracia divina. Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos
adecuados, es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces no sólo la cercanía
de los parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también la
proximidad de los más íntimos por el vínculo de la fe”.
En este sentido el
Papa se ha preguntado quién más íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada
para escucharnos. “Ellos son más que nadie, –ha proseguido Benedicto XVI- capaces
de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento”.
“Quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados
de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está misteriosamente
escondida la fuerza para continuar la lucha contra la enfermedad y a favor de la vida”.
El
Santo Padre ha proseguido su homilía comparando la sonrisa de la Virgen con una fuente
de agua viva, manantial del que en Lourdes ha dejado su rastro. Esa “fuente de amor”
de la que los enfermos beben, ha señalando el Papa, es el camino hacia la salvación.
Benedicto
XVI se ha unido a todos los enfermos presentes en la Basílica de Nuestra Señora del
Rosario de Lourdes, reconociendo que a veces el dolor es difícil de sufrir, pero confiando
en Cristo ese sufrimiento se vuelve menos pesado. “Cristo no es médico al estilo del
mundo. Para curarnos –ha instado el Pontífice- Él no permanece fuera del sufrimiento
padecido; lo alivia viniendo a habitar en quien está afectado por la enfermedad, para
llevarla consigo y vivirla junto con el enfermo. La presencia de Cristo consigue romper
el aislamiento que causa el dolor. El hombre ya no está solo con su desdicha, sino
conformado a Cristo que se ofrece al Padre, como miembro sufriente de Cristo y participando,
en Él, al nacimiento de la nueva creación”.
“Sin la ayuda del Señor, el yugo
de la enfermedad y el sufrimiento es cruelmente pesado. Al recibir la Unción de los
Enfermos, no queremos otro yugo que el de Cristo, fortalecidos con la promesa que
nos hizo de que su yugo será suave y su carga ligera (cf. Mt 11,30). Invito a los
que recibirán la Unción de los Enfermos durante esta Misa a entrar en una esperanza
como ésta”.
En este sentido el Papa ha tenido palabras de aprecio por el trabajo
de médicos, enfermeros y cuantos trabajan en estructuras hospitalarias al servicio
de los que sufren. “El servicio de caridad que hacéis es un servicio mariano –ha exclamado
el Santo Padre- María os confía su sonrisa para que os convirtáis vosotros mismos,
fieles a su Hijo, en fuente de agua viva. Lo que hacéis, lo hacéis en nombre de la
Iglesia, de la que María es la imagen más pura. ¡Que llevéis a todos su sonrisa!”.
Al
concluir Benedicto XVI se ha unido a las oraciones de los peregrinos y de los enfermos,
proponiéndoles un fragmento de la oración a María de este Jubileo: “Porque eres la
sonrisa de Dios, el reflejo de la luz de Cristo, la morada del Espíritu Santo, porque
escogiste a Bernadette en su miseria, porque eres la estrella de la mañana, la puerta
del cielo y la primera criatura resucitada, Nuestra Señora de Lourdes, junto con nuestros
hermanos y hermanas cuyo cuerpo y corazón están doloridos, te decimos: ruega por nosotros”.
Crónica
de la Santa Misa
HOMILÍA
COMPLETA
Queridos Hermanos en el Episcopado
y en el Sacerdocio, Queridos enfermos, acompañantes, y quienes los acogen, Queridos
hermanos y hermanas
Ayer celebramos la Cruz de Cristo,
instrumento de nuestra salvación, que nos revela en toda su plenitud la misericordia
de nuestro Dios. En efecto, la Cruz es donde se manifiesta de manera perfecta la compasión
de Dios con nuestro mundo. Hoy, al celebrar la memoria de Nuestra Señora de los Dolores,
contemplamos a María que comparte la compasión de su Hijo por los pecadores. Como
afirma san Bernardo, la Madre de Cristo entró en la Pasión de su Hijo por su compasión
(cf. Sermón en el domingo de la infraoctava de la Asunción). Al pie de la Cruz se
cumple la profecía de Simeón de que su corazón de madre sería traspasado (cf. Lc 2,35)
por el suplicio infligido al Inocente, nacido de su carne. Igual que Jesús lloró (cf.
Jn 11,35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin
embargo, su discreción nos impide medir el abismo de su dolor; la hondura de esta
aflicción queda solamente sugerida por el símbolo tradicional de las siete espadas.
Se puede decir, como de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a
Ella a la perfección (cf. Hb 2,10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual
que su Hijo le encomienda poco antes de expirar (cf. Jn 19,30): convertirse en la
Madre de Cristo en sus miembros. En esta hora, a través de la figura del discípulo
a quien amaba, Jesús presenta a cada uno de sus discípulos a su Madre, diciéndole:
“Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26-27).
María está
hoy en el gozo y la gloria de la Resurrección. Las lágrimas que derramó al pie de
la Cruz se han transformado en una sonrisa que ya nada podrá extinguir, permaneciendo
intacta, sin embargo, su compasión maternal por nosotros. Lo atestigua la intervención
benéfica de la Virgen María en el curso de la historia y no cesa de suscitar una inquebrantable
confianza en Ella; la oración Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! expresa bien
este sentimiento. María ama a cada uno de sus hijos, prestando una atención particular
a quienes, como su Hijo en la hora de su Pasión, están sumidos en el dolor; los ama
simplemente porque son sus hijos, según la voluntad de Cristo en la Cruz. El
salmista, vislumbrando de lejos este vínculo maternal que une a la Madre de Cristo
con el pueblo creyente, profetiza a propósito de la Virgen María que “los más ricos
del pueblo buscan tu sonrisa” (Sal 44,13). De este modo, movidos por la Palabra inspirada
de la Escritura, los cristianos han buscado siempre la sonrisa de Nuestra Señora,
esa sonrisa que los artistas en la Edad Media han sabido representar y resaltar tan
prodigiosamente. Este sonreír de María es para todos; pero se dirige muy especialmente
a quienes sufren, para que encuentren en Ella consuelo y sosiego. Buscar la sonrisa
de María no es sentimentalismo devoto o desfasado, sino más bien la expresión justa
de la relación viva y profundamente humana que nos une con la que Cristo nos ha dado
como Madre.
Desear contemplar la sonrisa de la Virgen
no es dejarse llevar por una imaginación descontrolada. La Escritura misma nos la
desvela en los labios de María cuando entona el Magnificat: “Proclama mi alma la grandeza
del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador” (Lc 1,46-47). Cuando la Virgen
María da gracias a Dios nos convierte en testigos. María, anticipadamente, comparte
con nosotros, sus futuros hijos, la alegría que vive su corazón, para que se convierta
también en la nuestra. Cada vez que se recita el Magnificat nos hace testigos de su
sonrisa. Aquí, en Lourdes, durante la aparición del miércoles, 3 de marzo de 1858,
Bernadette contempla de un modo totalmente particular esa sonrisa de María. Ésa fue
la primera respuesta que la Hermosa Señora dio a la joven vidente que quería saber
su identidad. Antes de presentarse a ella algunos días más tarde como “la Inmaculada
Concepción”, María le dio a conocer primero su sonrisa, como si fuera la puerta de
entrada más adecuada para la revelación de su misterio.
En
la sonrisa que nos dirige la más destacada de todas las criaturas, se refleja nuestra
dignidad de hijos de Dios, la dignidad que nunca abandona a quienes están enfermos.
Esta sonrisa, reflejo verdadero de la ternura de Dios, es fuente de esperanza inquebrantable.
Sabemos que, por desgracia, el sufrimiento padecido rompe los equilibrios mejor asentados
de una vida, socava los cimientos fuertes de la confianza, llegando incluso a veces
a desesperar del sentido y el valor de la vida. Es un combate que el hombre no puede
afrontar por sí solo, sin la ayuda de la gracia divina. Cuando la palabra no sabe
ya encontrar vocablos adecuados, es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces
no sólo la cercanía de los parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad,
sino también la proximidad de los más íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más
íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos son, más que nadie, capaces
de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento. La
Carta a los Hebreos dice de Cristo, que Él no sólo “no es incapaz de compadecerse
de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros”
(cf. Hb 4,15). Quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y
están tentados de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la
Virgen está misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la
enfermedad y a favor de la vida. También junto a Ella se encuentra la gracia de aceptar
sin miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora que Dios quiera.
Qué
acertada fue la intuición de esa hermosa figura espiritual francesa, Dom Jean-Baptiste
Chautard, quien en El alma de todo apostolado, proponía al cristiano fervoroso encontrarse
frecuentemente con la Virgen María “con la mirada”. Sí, buscar la sonrisa de la Virgen
María no es un infantilismo piadoso, es la aspiración, dice el salmo 44, de los que
son “los más ricos del pueblo” (44,13). “Los más ricos” se entiende en el orden de
la fe, los que tienen mayor madurez espiritual y saben reconocer precisamente su debilidad
y su pobreza ante Dios. En una manifestación tan simple de ternura como la sonrisa,
nos damos cuenta de que nuestra única riqueza es el amor que Dios nos regala y que
pasa por el corazón de la que ha llegado a ser nuestra Madre. Buscar esa sonrisa es
ante todo acoger la gratuidad del amor; es también saber provocar esa sonrisa con
nuestros esfuerzos por vivir según la Palabra de su Hijo amado, del mismo modo que
un niño trata de hacer brotar la sonrisa de su madre haciendo lo que le gusta. Y sabemos
lo que agrada a María por las palabras que dirigió a los sirvientes de Caná: “Haced
lo que Él os diga” (Jn 2,5).
La sonrisa de María
es una fuente de agua viva. “El que cree en mí -dice Jesús- de sus entrañas manarán
torrentes de agua viva” (Jn 7,38). María es la que ha creído, y, de su seno, han brotado
ríos de agua viva para irrigar la historia de la humanidad. La fuente que María indicó
a Bernadette aquí, en Lourdes, es un humilde signo de esta realidad espiritual. De
su corazón de creyente y de Madre brota un agua viva que purifica y cura. Al sumergirse
en las piscinas de Lourdes cuántos no han descubierto y experimentado la dulce maternidad
de la Virgen María, juntándose a Ella par unirse más al Señor. En la secuencia litúrgica
de esta memoria de Nuestra Señora la Virgen de los Dolores, se honra a María con el
título de Fons amoris, “Fuente de amor”. En efecto, del corazón de María brota un
amor gratuito que suscita como respuesta un amor filial, llamado a acrisolarse constantemente.
Como toda madre, y más que toda madre, María es la educadora del amor. Por eso tantos
enfermos vienen aquí, a Lourdes, a beber en la “Fuente de amor” y para dejarse guiar
hacia la única fuente de salvación, su Hijo, Jesús, el Salvador.
Cristo
dispensa su salvación mediante los sacramentos y de manera muy especial, a los que
sufren enfermedades o tienen una discapacidad, a través de la gracia de la Unción
de los Enfermos. Para cada uno, el sufrimiento es siempre un extraño. Su presencia
nunca se puede domesticar. Por eso es difícil de soportar y, más difícil aún -como
lo han hecho algunos grandes testigos de la santidad de Cristo- acogerlo como ingrediente
de nuestra vocación o, como lo ha formulado Bernadette, aceptar “sufrir todo en silencio
para agradar a Jesús”. Para poder decir esto hay que haber recorrido un largo camino
en unión con Jesús. Desde ese momento, en compensación, es posible confiar en la misericordia
de Dios tal como se manifiesta por la gracia del Sacramento de los Enfermos. Bernadette
misma, durante una vida a menudo marcada por la enfermedad, recibió este sacramento
en cuatro ocasiones. La gracia propia del mismo consiste en acoger en sí a Cristo
médico. Sin embargo, Cristo no es médico al estilo de mundo. Para curarnos, Él no
permanece fuera del sufrimiento padecido; lo alivia viniendo a habitar en quien está
afectado por la enfermedad, para llevarla consigo y vivirla junto con el enfermo.
La presencia de Cristo consigue romper el aislamiento que causa el dolor. El hombre
ya no está solo con su desdicha, sino conformado a Cristo que se ofrece al Padre,
como miembro sufriente de Cristo y participando, en Él, al nacimiento de la nueva
creación.
Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad
y el sufrimiento es cruelmente pesado. Al recibir la Unción de los Enfermos, no queremos
otro yugo que el de Cristo, fortalecidos con la promesa que nos hizo de que su yugo
será suave y su carga ligera (cf. Mt 11,30). Invito a los que recibirán la Unción
de los Enfermos durante esta Misa a entrar en una esperanza como ésta.
El
Concilio Vaticano II presentó a María como la figura en la que se resume todo el misterio
de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 63-65). Su trayectoria personal representa el camino
de la Iglesia, invitada a estar completamente atenta a las personas que sufren. Dirijo
un afectuoso saludo a los miembros del Cuerpo médico y de enfermería, así como a todos
los que, de diverso modo, en los hospitales u otras instituciones, contribuyen al
cuidado de los enfermos con competencia y generosidad. Quisiera también decir a todos
los encargados de la acogida, a los camilleros y acompañantes que, de todas las diócesis
de Francia y de más lejos aún, acompañan durante todo el año a los enfermos que vienen
en peregrinación a Lourdes, que su servicio es precioso. Son el brazo de la Iglesia
servidora. Deseo, en fin, animar a los que, en nombre de su fe, acogen y visitan a
los enfermos, sobre todo en los hospitales, en las parroquias o, como aquí, en los
santuarios. Que sientan en esta misión tan delicada e importante el apoyo efectivo
y fraterno de sus comunidades.
El servicio de caridad
que hacéis es un servicio mariano. María os confía su sonrisa para que os convirtáis
vosotros mismos, fieles a su Hijo, en fuente de agua viva. Lo que hacéis, lo hacéis
en nombre de la Iglesia, de la que María es la imagen más pura. ¡Que llevéis a todos
su sonrisa!
Al concluir, quiero sumarme a las oraciones
de los peregrinos y de los enfermos y retomar con vosotros un fragmento de la oración
a María propuesta para la celebración de este Jubileo:
“Porque
eres la sonrisa de Dios, el reflejo de la luz de Cristo, la morada del Espíritu Santo,
porque escogiste a Bernadette en su miseria, porque eres la
estrella de la mañana, la puerta del cielo y la primera criatura resucitada, Nuestra
Señora de Lourdes, junto con nuestros hermanos y hermanas cuyo cuerpo y
corazón están doloridos, te decimos: ruega por nosotros”.