Benedicto XVI condena con firmeza la idolatría, pero exhorta a no confundir nunca
el pecado, que es inaceptable, con el pecador, que siempre tiene la posibilidad de
convertirse y ser perdonado
Sábado, 13 sep (RV).- En su peregrinación a Lourdes, el Papa está por despedirse de
París, donde ha presidido esta mañana la Santa Misa en la explanada de los inválidos.
Ante unos doscientos mil fieles, han vibrado las palabras con las que Benedicto XVI
ha concluido su homilía. Un llamamiento a huir del culto de los ídolos y a no dejar
de hacer el bien: «Queridos cristianos de París y de Francia, os encomiendo a la acción
poderosa del Dios de amor que ha muerto por nosotros en la Cruz y ha resucitado victoriosamente
la mañana de Pascua. A todos los hombres de buena voluntad que me escuchan les repito
las palabras de San Pablo: ¡Huid del culto de los ídolos y no dejéis de hacer el bien!».
«Con
la inquebrantable esperanza de la presencia eterna de Dios en cada una de nuestras
almas, con la alegría de saber que Cristo está con nosotros hasta el final de los
tiempos, con la fuerza que el Espíritu Santo ofrece a todos aquellos y aquellas que
se dejan alcanzar por él», el Papa ha recordado a san Juan Crisóstomo, en este día
en que la Iglesia universal celebra a uno de sus más grandes doctores que «con su
testimonio de vida y su enseñanza, mostró eficazmente a los cristianos el camino a
seguir».
En su homilía, Benedicto XVI hizo una proclamación de Cristo muerto
y resucitado, presente en la Eucaristía celebrada por la Iglesia que camina desde
el Cenáculo. Proclamó a Cristo que nos libera de los ídolos y nos hace partícipes
de su vida, y misioneros de su amor en el mundo. Cristo que nos hace libres, conscientes
de la realidad de un mundo tan complejo. Cristo que es la roca sobre la cual está
construida la Iglesia, comunidad de personas que tienen una vocación. Todos somos
llamados, a través del bautismo, y algunos también mediante la vocación sacerdotal
y religiosa.
La primera carta de San Pablo, dirigida a los Corintios –dijo
el Papa-, nos hace descubrir, en este año Paulino inaugurado el pasado 28 de junio,
hasta qué punto sigue siendo actual el consejo dado por el Apóstol. “No tengáis que
ver con la idolatría” (1 Co 10, 14), que escribió a una comunidad muy afectada por
el paganismo e indecisa entre la adhesión a la novedad del Evangelio y la observancia
de las viejas prácticas heredadas de sus antepasados. Y explicó: “No tener que ver
con los ídolos significaba entonces dejar de honrar a los dioses del Olimpo, dejar
de ofrecerles sacrificios cruentos. Huir de los ídolos era seguir las enseñanzas de
los profetas del Antiguo Testamento, que denunciaban la tendencia del espíritu humano
a hacerse falsas representaciones de Dios. Como dice el Salmo 113 a propósito de las
estatuas de los ídolos, éstas no son más que ‘oro y plata, obra de manos humanas.
Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, oídos y no oyen, narices y no huelen’ (vv.
4-5)”.
“Fuera del pueblo de Israel –prosiguió diciendo el Papa-, que había
recibido la revelación del Dios único, el mundo antiguo era esclavo del culto a los
ídolos. Los errores del paganismo, muy visibles en Corinto, debían ser denunciados
porque eran una potente alienación y desviaban al hombre de su verdadero destino.
Impedían reconocer que Cristo es el único Salvador, el único que indica al hombre
el camino hacia Dios”.
Asimismo, Benedicto XVI hizo una distinción clara entre
la condena de la idolatría y la evolución de la persona que se encuentra en la oscuridad.
Y expresó su estima por la conciencia individual, por las elecciones hechas de la
persona humana. En efecto, el Papa explicó que “San Juan Crisóstomo, observa que San
Pablo condena severamente la idolatría como una “falta grave”, un “escándalo”, una
verdadera “peste”. E inmediatamente añade que la condena radical de la idolatría no
es en modo alguno una condena de la persona del idólatra. Porque como dijo el Papa:
“Nunca hemos de confundir en nuestros juicios el pecado, que es inaceptable, y el
pecador del que no podemos juzgar su estado de conciencia y que, en todo caso, siempre
tiene la posibilidad de convertirse y ser perdonado. San Pablo apela a la razón de
sus lectores, la razón de todo ser humano, testimonio poderoso de la presencia del
Creador en la criatura: “Os hablo como a gente sensata, formaos vuestro juicio sobre
lo que digo” (1 Co 10, 15). Dios, del que el Apóstol es un testigo autorizado, nunca
pide al hombre que sacrifique su razón. La razón nunca está en contradicción real
con la fe. El único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ha creado la razón y nos da
la fe, proponiendo a nuestra libertad que la reciba como un don precioso. Lo que desencamina
al hombre de esta perspectiva es el culto a los ídolos, y la razón misma puede fabricar
ídolos. Pidamos a Dios, pues, que nos ve y nos escucha, que nos ayude a purificarnos
de todos nuestros ídolos para acceder a la verdad de nuestro ser, para acceder a la
verdad de su ser infinito.
Además, el Pontífice formuló las preguntas de “¿Cómo
llegar a Dios? ¿Cómo lograr encontrar o reencontrar a Aquel que el hombre busca en
lo más profundo de sí mismo, hasta olvidarse frecuentemente de sí?”. Y explicó en
su homilía que “San Pablo nos invita a usar no solamente nuestra razón, sino sobre
todo nuestra fe para descubrirlo.
Al respecto, el Santo Padre afirmó que el
pan que partimos es comunión con el Cuerpo de Cristo; el cáliz de acción de gracias
que bendecimos es comunión con la Sangre de Cristo. Extraordinaria revelación que
proviene de Cristo y que se nos ha transmitido por los Apóstoles y toda la Iglesia
desde hace casi dos mil años: Cristo instituyó el sacramento de la Eucaristía en la
noche del Jueves Santo. Quiso que su sacrificio fuera renovado de forma incruenta
cada vez que un sacerdote repite las palabras de la consagración del pan y del vino.
Desde hace veinte siglos, millones de veces, tanto en la capilla más humilde como
en las más grandiosas basílicas y catedrales, el Señor resucitado se ha entregado
a su pueblo, llegando a ser, según la famosa expresión de San Agustín, “más íntimo
en nosotros que nuestra propia intimidad”.
En su homilía, el Santo Padre,
hizo además un fuerte llamamiento a los queridos ciudadanos de París y de la región
parisina, así como los venidos de toda Francia y de otros países vecinos. Un llamamiento
esperanzado en la fe y en la generosidad de los jóvenes que se plantean la cuestión
de la vocación religiosa o sacerdotal con las siguientes palabras:
“¡No tengáis
miedo! ¡No tengáis miedo de dar la vida a Cristo! Nada sustituirá jamás el ministerio
de los sacerdotes en el corazón de la Iglesia. Nada suplirá una Misa por la salvación
del mundo. Queridos jóvenes o no tan jóvenes que me escucháis, no dejéis sin respuesta
la llamada de Cristo. San Juan Crisóstomo, en su Tratado sobre el sacerdocio, puso
de manifiesto cómo la respuesta del hombre puede ser lenta en llegar, pero es el ejemplo
vivo de la acción de Dios en el corazón de una libertad humana que se deja formar
por la gracia”.
Sobre esta misa de Benedicto XVI en el corazón de París, nos
habla nuestro enviado Eduardo Rubió: