2008-08-27 15:22:54

Memoria litúrgica de santa Mónica


Miércoles, 27 ago (RV).- En pleno corazón de agosto, llegamos litúrgicamente al día 27, dedicado a la memoria de santa Mónica, madre de san Agustín. Quisiéramos, pues, aprovechar esta circunstancia y pedirle a nuestro colaborador el agustino P. Pedro Langa, especialista en el Obispo de Hipona y en los Padres de la Iglesia, que centre la figura de esta singular mujer en el marco de celebraciones eclesiales. RealAudioMP3
Hablar de Santa Mónica, la madre de san Agustín, cuando ya emerge por el horizonte la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo, dedicada por entero a «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia», y hacerlo con el Año Paulino de fondo, es como adentrarse de lleno en el protagonismo que la Sagrada Escritura ejerció en el corazón de esta sencilla mujer, un corazón humilde, diáfano, piadoso, en cuyo más profundo centro habitaba el Maestro interior.

Parece lógico suponer, de entrada, que la próxima Asamblea sinodal, para llevar a cabo el laudable propósito de estudiar la misión de la Iglesia a la luz de la divina Palabra, vuelva los ojos una y otra vez al Concilio Vaticano II, y estudie y analice y comente, ante todo, la Constitución dogmática «Dei Verbum» sobre la divina revelación. En ella precisamente figura una frase célebre de san Agustín, escrita en La catequesis a principiantes, que el Vaticano II hizo suya, y que encierra la clave de lo que la Palabra de Dios significó en santa Mónica.

Afirma el Concilio, en efecto, en el prólogo de dicha Constitución, su voluntad de «proponer la doctrina auténtica sobre la revelación y su transmisión: para que todo el mundo, en el anuncio salvador, escuchando crea, creyendo espere, esperando ame» (DV 1; cf. De cat.rud. 4, 8). La de Mónica, en definitiva, fue eso: una vida de humilde escucha de la Palabra puesta siempre al servicio de su fe creciente; una profesión de progresiva fe sustanciándose de modo continuo en seguridad frente a toda adversidad; y, en fin, un caudaloso río de renovada esperanza desembocando siempre en el inmenso mar del suave amor al divino Amor.

Hermosa lección de santidad cristiana, en todo caso, la que nos sigue dando con su preciosa vida y desde los muchos dones que en ella puso Dios, esta mujer africana, por tantos agustinólogos comparada a la mujer fuerte del Libro de los Proverbios. Santidad cristiana la suya ciertamente en la que se reflejan numerosas páginas de la Sagradas Escrituras. El ardor paulino, por ejemplo, aquel coraje del Apóstol en sus naufragios, animando a los propios marineros, se repitió en Mónica durante la travesía del Mediterráneo en busca del hijo Agustín. Hay páginas evangélicas de un cromatismo sorprendente que uno admira por la incomparable belleza de la pluma del autor de las Confesiones cuando habla de su madre. El episodio de la viuda de Naín llorando al hijo muerto lo corrobora.

«Desde hacía tiempo –dice- estaba (mi madre) tranquila respecto a este punto de mi desventura, que le hacía llorarme en tu presencia como a un muerto, pero como un muerto que iba a resucitar. Me presentaba a ti en las andas de su pensamiento, para que tú le dijeras al hijo de la viuda: Joven, a ti te lo digo: levántate, y él reviviera y comenzase a hablar, y tú se lo devolvieras a su madre» (Conf. 6,1, 1: cf. Lc 7,12-15). Oyente de la divina Palabra, prosigue de nuevo el hijo, «mi madre no cesaba día y noche de ofrecerte el sacrificio de la sangre de su corazón, convertida en lágrimas» (Conf. 5, 7,13). Oración, la suya, de fe robusta, de servicial amor, de lacrimosa esperanza; oración de petición confiada, de fervor contemplativo, de insistencia piadosa; oración de vida interior, de expresión litúrgica; oración eclesial, en resumen.

«Todos cuantos la conocían –confiesa de nuevo el hijo- hallaban en ella motivos sobrados para alabarte, honrarte y amarte. Sentía (ella) tu presencia en su corazón» (Conf. 9, 9,22). «Acudía con mayor entusiasmo a la iglesia, quedando extasiada ante los labios de Ambrosio como ante un surtidor de agua viva que brota hasta la vida eterna [cf. Jn 4,14]. Amaba a aquel hombre como a un ángel de Dios [Ga 4,14] desde el momento en que supo que por conducto suyo había yo llegado a aquella situación interina de perpleja ambigüedad, que iba a ser como un estadio transitorio entre la enfermedad y la salud, una vez superado el momento de más peligro, algo así como ese acceso que los médicos califican de crítico» (Conf. 6, 1,1).

La sencilla y africana Mónica veneraba al gran obispo de Milán, Ambrosio. A él recurría en sus dudas. A veces, por medio del hijo, como para que éste contactara con el santo obispo. A ella se debe, tirando de biografía, que estos dos santos Padres y Doctores de la Iglesia se conociesen con la Biblia de por medio: el uno para explicarla; el otro, para entenderla. Tres corazones, en definitiva, enamorados de Cristo como el de Pablo de Tarso, el Apóstol de las Gentes.







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