Santa Misa con los obispos australianos, los seminaristas, los novicios y las novicias.
Consagración del nuevo altar en la catedral de Santa María. Omilia del Santo Padre
(extractos)
Queridos hermanos y hermanas
Me complace saludar en esta noble catedral a
mis hermanos Obispos y sacerdotes, a los diáconos, a los consagrados y a los laicos
de la Archidiócesis de Sidney. De un modo especial dirijo mi saludo a los seminaristas
y a los jóvenes religiosos que están con nostro, (…)tienen igualmente el deber de
edificar la casa de Dios para las próximas generaciones. (…) ¿Cómo no pensar en la
muchedumbre de sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, cada uno a su manera, han
contribuido a construir la Iglesia en Australia? Pienso particularmente en las familias
de colonos a las que el Padre Jeremías O’Flynn confió el Santísimo Sacramento en el
momento de partir, un «pequeño rebaño» que tuvo en gran estima aquel tesoro precioso
y lo conservó, entregándolo a las generaciones posteriores que edificaron este gran
tabernáculo para gloria de Dios. Alegrémonos por su fidelidad y perseverancia, y dediquémonos
a continuar sus esfuerzos por la difusión del Evangelio, la conversión de los corazones
y el crecimiento de la Iglesia en la santidad, la unidad y la caridad.
Nos
disponemos a celebrar la dedicación del nuevo altar de esta venerable catedral. Como
nos recuerda de forma elocuente el frontal esculpido, todo altar es símbolo de Jesucristo,
presente en su Iglesia como sacerdote, víctima y altar (cf. Prefacio pascual V). (…)
En
la liturgia de hoy, la Iglesia nos recuerda que, como este altar, también nosotros
fuimos consagrados, puestos «aparte» para el servicio de Dios y la edificación de
su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia nos encontramos inmersos en un mundo que
quisiera dejar a Dios «aparte». En nombre de la libertad y la autonomía humana, se
pasa en silencio sobre el nombre de Dios, la religión se reduce a devoción personal
y se elude la fe en los ámbitos públicos. A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente
opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión
de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer en la tentación de reducir
la vida de fe a una cuestión de mero sentimiento, debilitando así su poder de inspirar
una visión coherente del mundo y un diálogo riguroso con otras muchas visiones que
compiten en la conquista de las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.
Y,
sin embargo, la historia, también la de nuestro tiempo, nos demuestra que la cuestión
de Dios jamás puede ser silenciada y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa
de la existencia humana acaba disminuyendo y traicionando al hombre mismo. (…) Allí
donde se empequeñece al hombre, el mundo que nos rodea queda mermado, pierde su significado
último y falla su objetivo. Lo que brota de ahí es una cultura no de la vida, sino
de la muerte. ¿Cómo se puede considerar a esto un «progreso»? Al contrario, es un
paso atrás, una forma de retroceso, que en último término seca las fuentes mismas
de la vida, tanto de las personas como de toda la sociedad.
Sabemos que al
final –como vio claramente san Ignacio de Loyola– el único patrón verdadero con el
cual se puede medir toda realidad humana es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido
que triunfa sobre el mal, el pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua.
La Cruz revela que únicamente nos encontramos a nosotros mismos cuando entregamos
nuestras vidas, acogemos el amor de Dios como don gratuito y actuamos para llevar
a todo hombre y mujer a la belleza del amor y a la luz de la verdad que salvan al
mundo.
(…) Y, sin embargo, qué difícil es este camino de consagración. Exige
una continua «conversión», un morir sacrificial a sí mismos que es la condición para
pertenecer plenamente a Dios, una transformación de la mente y del corazón que conduce
a la verdadera libertad y a una nueva amplitud de miras. (…) Todos estos ritos nos
invitan a revivir nuestra propia consagración bautismal. Nos invitan a rechazar el
pecado y sus seducciones, y a beber cada vez más profundamente del manantial vivificante
de la gracia de Dios.
Queridos amigos, que esta celebración, en presencia
del Sucesor de Pedro, sea un momento de reedificación y de renovación de toda la Iglesia
en Australia. Deseo hacer aquí un inciso para reconocer la vergüenza que todos hemos
sentido a causa de los abusos sexuales a menores por parte de algunos sacerdotes y
religiosos de esta Nación. Estos delitos, que constituyen una grave traición a la
confianza, deben ser condenados de modo inequívoco. Éstos han provocado gran dolor
y han dañado el testimonio de la Iglesia. Os pido a todos que apoyéis y ayudéis a
vuestros Obispos, y que colaboréis con ellos en combatir este mal. Las víctimas deben
recibir compasión y asistencia, y los responsables de estos males deben ser llevados
ante la justicia. Es una prioridad urgente promover un ambiente más seguro y más sano,
especialmente para los jóvenes. En estos días (…) mientras la Iglesia en Australia
continúa con espíritu evangélico afrontando con eficacia este serio reto pastoral,
me uno a vosotros en la oración para que este tiempo de purificación traiga consigo
sanación, reconciliación y una fidelidad cada vez más grande a las exigencias morales
del Evangelio.
Deseo ahora dirigir una especial palabra de afecto y aliento
a los seminaristas y jóvenes religiosos que están aquí. Queridos amigos, con gran
generosidad os estáis encaminando por una senda de especial consagración, enraizada
en vuestro Bautismo y emprendida como respuesta a la llamada personal del Señor. (…)
En
el Evangelio de hoy el Señor nos llama a «creer en la luz» (cf. Jn 12,36). Estas palabras
tienen un significado especial para vosotros, queridos jóvenes seminaristas y religiosos.
Son una invitación a confiar en la verdad de la Palabra de Dios y a esperar firmemente
en sus promesas. (…) No tengáis miedo. Creed en la luz. Tomad en serio la verdad
que hemos escuchado hoy en la segunda lectura: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy
y siempre» (Hb 13,8). La luz de la Pascua sigue derrotando las tinieblas.
El
Señor nos llama a caminar en la luz (cf. Jn 12,35). Cada uno de vosotros ha emprendido
la más grande y la más gloriosa de las batallas, la de ser consagrados en la verdad,
la de crecer en la virtud, la de alcanzar la armonía entre pensamientos e ideales,
por una parte, y palabras y obras, por otra. Adentraos con sinceridad y de modo profundo
en la disciplina y en el espíritu de vuestros programas de formación. Caminad cada
día en la luz de Cristo mediante la fidelidad a la oración personal y litúrgica, alimentados
por la meditación de la Palabra inspirada por Dios. A los Padres de la Iglesia les
gustaba ver en las Escrituras un paraíso espiritual, un jardín donde podemos caminar
libremente con Dios, admirando la belleza y la armonía de su plan salvífico, mientras
da fruto en nuestra propia vida, en la vida de la Iglesia y a lo largo de toda la
historia. Por tanto, que la plegaria y la meditación de la Palabra de Dios sean lámpara
que ilumina, purifica y guía vuestros pasos en el camino que os ha indicado el Señor.
Haced de la celebración diaria de la Eucaristía el centro de vuestra vida. (…)
Abrazando la llamada del Señor a seguirlo en castidad, pobreza y obediencia, habéis
emprendido el viaje de un discipulado radical que os hará «signo de contradicción»
(cf. Lc 2,34) para muchos de vuestros contemporáneos. (…) Pidamos a María, Auxilio
de los cristianos, que sostenga a la Iglesia en Australia en la fidelidad a la gracia
mediante la cual el Señor crucificado continúa atrayendo hacia sí a toda la creación
y a todo corazón humano (cf. Jn 12,32). Que el poder del Espíritu Santo consagre a
los fieles de esta tierra en la verdad, produzca abundantes frutos de santidad y de
justicia para la redención del mundo y guíe a toda la humanidad hacia la plenitud
de vida alrededor de aquel altar donde, en la gloria de la liturgia celestial, seremos
invitados a cantar las alabanzas de Dios eternamente. Amén.
La versión integral
del discurso del Santo Padre sera publicada en el sitio Internet de la Santa Sede
www.vatican.va y en el Osservatore Romano.