El Papa se avergüenza de los abusos sexuales de menores por parte de algunos sacerdotes
y religiosos de Australia, comparte el sufrimiento de las víctimas y pide que se condenen
estos delitos, que constituyen una grave traición a la confianza, y se lleve ante
la justicia a los responsables
Sábado, 19 jul (RV).- Benedicto XVI ha comenzado la jornada de este sábado en Sydney,
celebrando la Santa Misa con 65 obispos de Australia y en la que han participado seminaristas
y novicios y novicias de este país en la catedral de Santa María. En su homilía, el
Papa tras los saludos pertinentes ha reflexionado sobre los textos que la liturgia
eucarística nos propone hoy.ç
“Mientras admiramos este magnífico edificio,
¿cómo no pensar en la muchedumbre de sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, cada
uno a su manera, han contribuido a construir la Iglesia en Australia?” se ha preguntado,
el Santo Padre y a este propósito ha agradecido la fidelidad que habían demostrado
y ha pedido a los participantes en la Eucaristía a dedicarse a “continuar sus esfuerzos
por la difusión del Evangelio, la conversión de los corazones y el crecimiento de
la Iglesia en la santidad, la unidad y la caridad.”
Como Benedicto XVI después
iba a dedicar el nuevo altar ha recordado que todo altar es símbolo de Jesucristo,
presente en su Iglesia como sacerdote, víctima y altar. Él nos llama, como pueblo
sacerdotal de la nueva y eterna Alianza, a ofrecer en unión con Él nuestros sacrificios
cotidianos para la salvación del mundo. Seguidamente el Santo Padre ha alertado de
los peligros y tentaciones que corremos si seguimos algunas mentalidades de nuestro
tiempo.
“Con mucha frecuencia nos encontramos inmersos en un mundo que
quisiera dejar a Dios «aparte». En nombre de la libertad y la autonomía humana, se
pasa en silencio sobre el nombre de Dios, la religión se reduce a devoción personal
y se elude la fe en los ámbitos públicos. A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente
opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión
de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer en la tentación de reducir
la vida de fe a una cuestión de mero sentimiento, debilitando así su poder de inspirar
una visión coherente del mundo y un diálogo riguroso con otras muchas visiones que
compiten en la conquista de las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.
Ante
este estado de cosas el Papa con valentía ha afirmado que, “la historia, también la
de nuestro tiempo, nos demuestra que la cuestión de Dios jamás puede ser silenciada
y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa de la existencia humana acaba
disminuyendo y traicionando al hombre mismo. La fe nos enseña también que somos criaturas
de Dios, hechas a su imagen y semejanza, dotadas de una dignidad inviolable y llamadas
a la vida eterna. Allí donde se empequeñece al hombre, el mundo que nos rodea queda
mermado, pierde su significado último y falla su objetivo. Lo que brota de ahí es
una cultura no de la vida, sino de la muerte.
Y Benedicto XVI se ha preguntado,
¿Cómo se puede considerar a esto un «progreso»? Al contrario, es un paso atrás, una
forma de retroceso, que en último término seca las fuentes mismas de la vida, tanto
de las personas como de toda la sociedad”. Y en este punto de la homilía ha recordado
a san Ignacio de Loyola señalando que – el único patrón verdadero con el cual se
puede medir toda realidad humana es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido que triunfa
sobre el mal, el pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua. Que esta
celebración, en presencia del Sucesor de Pedro, sea un momento de reedificación y
de renovación de toda la Iglesia en Australia. Y en este momento de la homilía Benedicto
XVI se ha detenido y ha manifestado con grandísimo dolor lo siguiente:
“Deseo
hacer aquí un inciso para reconocer la vergüenza que todos hemos sentido a causa de
los abusos sexuales a menores por parte de algunos sacerdotes y religiosos de esta
Nación. Verdaderamente, me siento profundamente apesadumbrado por el dolor y el sufrimiento
soportado por las víctimas y les aseguro a ellas que, como su Pastor, comparto su
sufrimiento. Estos delitos, que constituyen una grave traición a la confianza, deben
ser condenados de modo inequívoco. Éstos han provocado gran dolor y han dañado el
testimonio de la Iglesia.
Seguidamente ha pedido a todos que apoyen y ayuden
a los Obispos, y que colaboren con ellos en combatir este mal. “Las víctimas deben
recibir compasión y asistencia, y los responsables de estos males deben ser llevados
ante la justicia. Es una prioridad urgente promover un ambiente más seguro y más sano,
especialmente para los jóvenes. Mientras la Iglesia en Australia continúa con espíritu
evangélico afrontando con eficacia este serio reto pastoral, me uno a vosotros en
la oración para que este tiempo de purificación traiga consigo sanación, reconciliación
y una fidelidad cada vez más grande a las exigencias morales del Evangelio”.
Siguiendo
el evangelio de hoy el Papa ha manifestado a los jóvenes seminaristas y religiosos
que es una invitación a confiar en la verdad de la Palabra de Dios y a esperar firmemente
en sus promesas. No tengáis miedo. Cada uno de vosotros ha emprendido la más grande
y la más gloriosa de las batallas, la de ser consagrados en la verdad, la de crecer
en la virtud, la de alcanzar la armonía entre pensamientos e ideales, por una parte,
y palabras y obras, por otra. Que tengáis siempre en cuenta este magnífico carisma
que Dios os ha dado para su gloria y para la edificación de la Iglesia”.
Benedicto
XVI ha finalizado su homilía dirigiendo la atención sobre la gran vidriera del coro
de la catedral. En ella, la Virgen, Reina del Cielo, está representada sobre el trono
con majestad, al lado de su divino Hijo. “Pidamos a María, Auxilio de los cristianos,
que sostenga a la Iglesia en Australia en la fidelidad a la gracia mediante la cual
el Señor crucificado continúa atrayendo hacia sí a toda la creación y a todo corazón
humano (cf. Jn 12,32). Que el poder del Espíritu Santo consagre a los fieles de esta
tierra en la verdad, produzca abundantes frutos de santidad y de justicia para la
redención del mundo y guíe a toda la humanidad hacia la plenitud de vida alrededor
de aquel altar donde, en la gloria de la liturgia celestial, seremos invitados a cantar
las alabanzas de Dios eternamente”.
DISCURSO COMPLETO
Queridos
hermanos y hermanas
Me complace saludar en esta
noble catedral a mis hermanos Obispos y sacerdotes, a los diáconos, a los consagrados
y a los laicos de la Archidiócesis de Sidney. De un modo especial dirijo mi saludo
a los seminaristas y a los jóvenes religiosos que están con nosotros. Como los jóvenes
israelitas de la primera lectura de hoy, ellos son un signo de esperanza y de renovación
para el Pueblo de Dios; y, también como aquellos, tienen igualmente el deber de edificar
la casa de Dios para las próximas generaciones. Mientras admiramos este magnífico
edificio, ¿cómo no pensar en la muchedumbre de sacerdotes, religiosos y fieles laicos
que, cada uno a su manera, han contribuido a construir la Iglesia en Australia? Pienso
particularmente en las familias de colonos a las que el Padre Jeremías O’Flynn confió
el Santísimo Sacramento en el momento de partir, un «pequeño rebaño» que tuvo en gran
estima aquel tesoro precioso y lo conservó, entregándolo a las generaciones posteriores
que edificaron este gran tabernáculo para gloria de Dios. Alegrémonos por su fidelidad
y perseverancia, y dediquémonos a continuar sus esfuerzos por la difusión del Evangelio,
la conversión de los corazones y el crecimiento de la Iglesia en la santidad, la unidad
y la caridad.
Nos disponemos a celebrar la dedicación
del nuevo altar de esta venerable catedral. Como nos recuerda de forma elocuente el
frontal esculpido, todo altar es símbolo de Jesucristo, presente en su Iglesia como
sacerdote, víctima y altar (cf. Prefacio pascual V). Crucificado, sepultado y resucitado
de entre los muertos, devuelto a la vida en el Espíritu y sentado a la derecha del
Padre, Cristo ha sido constituido nuestro Sumo Sacerdote, que intercede por nosotros
eternamente. En la liturgia de la Iglesia, y sobre todo en el sacrificio de la Misa
ofrecido en los altares del mundo, Él nos invita, como miembros de su Cuerpo Místico,
a compartir su auto-oblación. Él nos llama, como pueblo sacerdotal de la nueva y eterna
Alianza, a ofrecer en unión con Él nuestros sacrificios cotidianos para la salvación
del mundo.
En la liturgia de hoy, la Iglesia nos
recuerda que, como este altar, también nosotros fuimos consagrados, puestos «aparte»
para el servicio de Dios y la edificación de su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia
nos encontramos inmersos en un mundo que quisiera dejar a Dios «aparte». En nombre
de la libertad y la autonomía humana, se pasa en silencio sobre el nombre de Dios,
la religión se reduce a devoción personal y se elude la fe en los ámbitos públicos.
A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente opuesta a la esencia del Evangelio,
puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión de la Iglesia y de su misión. También
nosotros podemos caer en la tentación de reducir la vida de fe a una cuestión de mero
sentimiento, debilitando así su poder de inspirar una visión coherente del mundo y
un diálogo riguroso con otras muchas visiones que compiten en la conquista de las
mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.
Y,
sin embargo, la historia, también la de nuestro tiempo, nos demuestra que la cuestión
de Dios jamás puede ser silenciada y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa
de la existencia humana acaba disminuyendo y traicionando al hombre mismo. ¿No es
quizás éste el mensaje proclamado por la maravillosa arquitectura de esta catedral?
¿No es quizás éste el misterio de la fe que se anuncia desde este altar en cada celebración
de la Eucaristía? La fe nos enseña que en Cristo Jesús, Verbo encarnado, logramos
comprender la grandeza de nuestra propia humanidad, el misterio de nuestra vida en
la tierra y el sublime destino que nos aguarda en el cielo (cf. Gaudium et spes, 24).
La fe nos enseña también que somos criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza,
dotadas de una dignidad inviolable y llamadas a la vida eterna. Allí donde se empequeñece
al hombre, el mundo que nos rodea queda mermado, pierde su significado último y falla
su objetivo. Lo que brota de ahí es una cultura no de la vida, sino de la muerte.
¿Cómo se puede considerar a esto un «progreso»? Al contrario, es un paso atrás, una
forma de retroceso, que en último término seca las fuentes mismas de la vida, tanto
de las personas como de toda la sociedad.
Sabemos
que al final –como vio claramente san Ignacio de Loyola– el único patrón verdadero
con el cual se puede medir toda realidad humana es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido
que triunfa sobre el mal, el pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua.
La Cruz revela que únicamente nos encontramos a nosotros mismos cuando entregamos
nuestras vidas, acogemos el amor de Dios como don gratuito y actuamos para llevar
a todo hombre y mujer a la belleza del amor y a la luz de la verdad que salvan al
mundo.
En esta verdad –el misterio de la fe– es
en la que hemos sido consagrados (cf. Jn 17,17-19), y en esta verdad es en la que
estamos llamados a crecer, con la ayuda de la gracia de Dios, en fidelidad cotidiana
a su palabra, en la comunión vivificante de la Iglesia. Y, sin embargo, qué difícil
es este camino de consagración. Exige una continua «conversión», un morir sacrificial
a sí mismos que es la condición para pertenecer plenamente a Dios, una transformación
de la mente y del corazón que conduce a la verdadera libertad y a una nueva amplitud
de miras. La liturgia de hoy nos ofrece un símbolo elocuente de aquella transformación
espiritual progresiva a la que cada uno de nosotros está invitado. La aspersión del
agua, la proclamación de la Palabra de Dios, la invocación de todos los Santos, la
plegaria de consagración, la unción y la purificación del altar, su revestimiento
de blanco y su ornato de luz, todos estos ritos nos invitan a revivir nuestra propia
consagración bautismal. Nos invitan a rechazar el pecado y sus seducciones, y a beber
cada vez más profundamente del manantial vivificante de la gracia de Dios.
Queridos
amigos, que esta celebración, en presencia del Sucesor de Pedro, sea un momento de
reedificación y de renovación de toda la Iglesia en Australia. Deseo hacer aquí un
inciso para reconocer la vergüenza que todos hemos sentido a causa de los abusos sexuales
a menores por parte de algunos sacerdotes y religiosos de esta Nación. De verdad estoy
profundamente mortificado por el dolor y el sufrimiento soportados por las víctimas
y les aseguro que, como su Pastor; comparto su sufrimiento. Estos delitos, que constituyen
una grave traición a la confianza, deben ser condenados de modo inequívoco. Éstos
han provocado gran dolor y han dañado el testimonio de la Iglesia. Os pido a todos
que apoyéis y ayudéis a vuestros Obispos, y que colaboréis con ellos en combatir este
mal. Las víctimas deben recibir compasión y asistencia, y los responsables de estos
males deben ser llevados ante la justicia. Es una prioridad urgente promover un ambiente
más seguro y más sano, especialmente para los jóvenes. En estos días, marcados por
la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud, estamos invitados a reflexionar
sobre el precioso tesoro que nos ha sido confiado en nuestros jóvenes, y cómo gran
parte de la misión de la Iglesia en este País ha estado dedicada a su educación y
cuidado. Mientras la Iglesia en Australia continúa con espíritu evangélico afrontando
con eficacia este serio reto pastoral, me uno a vosotros en la oración para que este
tiempo de purificación traiga consigo sanación, reconciliación y una fidelidad cada
vez más grande a las exigencias morales del Evangelio.
Deseo
ahora dirigir una especial palabra de afecto y aliento a los seminaristas y jóvenes
religiosos que están aquí. Queridos amigos, con gran generosidad os estáis encaminando
por una senda de especial consagración, enraizada en vuestro Bautismo y emprendida
como respuesta a la llamada personal del Señor. Os habéis comprometido, de modos diversos,
a aceptar la invitación de Cristo a seguirlo, a dejar todo atrás y a dedicar vuestra
vida a buscar la santidad y a servir a su pueblo.
En
el Evangelio de hoy el Señor nos llama a «creer en la luz» (cf. Jn 12,36). Estas palabras
tienen un significado especial para vosotros, queridos jóvenes seminaristas y religiosos.
Son una invitación a confiar en la verdad de la Palabra de Dios y a esperar firmemente
en sus promesas. Nos invitan a ver con los ojos de la fe la obra inefable de su gracia
a nuestro alrededor, también en estos tiempos sombríos en los que todos nuestros esfuerzos
parecen ser vanos. Dejad que este altar, con la imagen imponente de Cristo, Siervo
sufriente, sea una inspiración constante para vosotros. Hay ciertamente momentos en
que cualquier discípulo siente el calor y el peso de la jornada (cf. Mt 20,12), y
la dificultad para dar un testimonio profético en un mundo que puede parecer sordo
a las exigencias de la Palabra de Dios. No tengáis miedo. Creed en la luz. Tomad en
serio la verdad que hemos escuchado hoy en la segunda lectura: «Jesucristo es el mismo
ayer, y hoy y siempre» (Hb 13,8). La luz de la Pascua sigue derrotando las tinieblas.
El
Señor nos llama a caminar en la luz (cf. Jn 12,35). Cada uno de vosotros ha emprendido
la más grande y la más gloriosa de las batallas, la de ser consagrados en la verdad,
la de crecer en la virtud, la de alcanzar la armonía entre pensamientos e ideales,
por una parte, y palabras y obras, por otra. Adentraos con sinceridad y de modo profundo
en la disciplina y en el espíritu de vuestros programas de formación. Caminad cada
día en la luz de Cristo mediante la fidelidad a la oración personal y litúrgica, alimentados
por la meditación de la Palabra inspirada por Dios. A los Padres de la Iglesia les
gustaba ver en las Escrituras un paraíso espiritual, un jardín donde podemos caminar
libremente con Dios, admirando la belleza y la armonía de su plan salvífico, mientras
da fruto en nuestra propia vida, en la vida de la Iglesia y a lo largo de toda la
historia.
Por tanto, que la plegaria y la meditación
de la Palabra de Dios sean lámpara que ilumina, purifica y guía vuestros pasos en
el camino que os ha indicado el Señor. Haced de la celebración diaria de la Eucaristía
el centro de vuestra vida. En cada Misa, cuando el Cuerpo y la Sangre del Señor sean
alzados al final de la liturgia eucarística, elevad vuestro corazón y vuestra vida
por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, como sacrificio amoroso
a Dios nuestro Padre.
De este modo, queridos jóvenes
seminaristas y religiosos, llegaréis a ser altares vivientes, sobre los cuales el
amor sacrificial de Cristo se hace presente como inspiración y fuente de alimento
espiritual para cuantos encontréis. Abrazando la llamada del Señor a seguirlo en castidad,
pobreza y obediencia, habéis emprendido el viaje de un discipulado radical que os
hará «signo de contradicción» (cf. Lc 2,34) para muchos de vuestros contemporáneos.
Conformad cotidianamente vuestra vida a la auto-oblación amorosa del Señor mismo en
obediencia a la voluntad del Padre. Así descubriréis la libertad y la alegría que
pueden atraer a otros a ese Amor que va más allá de cualquier otro amor como su fuente
y su cumplimiento último. No olvidéis jamás que la castidad por el Reino significa
abrazar una vida completamente dedicada al amor, a un amor que os hace capaces de
dedicaros vosotros mismos sin reservas al servicio de Dios, para estar plenamente
presentes entre los hermanos y hermanas, especialmente entre los necesitados. Los
tesoros más grandes que compartís con otros jóvenes –vuestro idealismo, la generosidad,
el tiempo y las energías– son los verdaderos sacrificios que pondréis sobre el altar
del Señor. Que tengáis siempre en cuenta este magnífico carisma que Dios os ha dado
para su gloria y para la edificación de la Iglesia.
Queridos
amigos, permitidme que concluya estas reflexiones dirigiendo vuestra atención hacia
la gran vidriera del coro de esta catedral. En ella, la Virgen, Reina del Cielo, está
representada sobre el trono con majestad, al lado de su divino Hijo. El artista ha
representado a María como la nueva Eva, que ofrece a Cristo, nuevo Adán, una manzana.
Este gesto simboliza que Ella ha invertido la desobediencia de nuestros progenitores,
ofreciendo el rico fruto que la gracia de Dios ha dado en su vida y los primeros frutos
de la humanidad redimida y glorificada, que Ella ha precedido en la gloria del paraíso.
Pidamos a María, Auxilio de los cristianos, que sostenga a la Iglesia en Australia
en la fidelidad a la gracia mediante la cual el Señor crucificado continúa atrayendo
hacia sí a toda la creación y a todo corazón humano (cf. Jn 12,32). Que el poder del
Espíritu Santo consagre a los fieles de esta tierra en la verdad, produzca abundantes
frutos de santidad y de justicia para la redención del mundo y guíe a toda la humanidad
hacia la plenitud de vida alrededor de aquel altar donde, en la gloria de la liturgia
celestial, seremos invitados a cantar las alabanzas de Dios eternamente. Amén.