Ante la sede de la ONU el Papa recuerda que los derechos humanos deben incluir el
derecho a la libertad religiosa, porque no se debe renegar de Dios para poder gozar
de los propios derechos
Viernes, 18 abr (RV).- El Santo Padre Benedicto XVI, nada más aterrizar en Nueva York
se ha dirigido a la sede de Naciones Unidas en Mahattan, donde ha sido recibido por
el secretario general de este organismo internacional, Ban Ki-moon. Tras el encuentro
privado entre ambos, el Papa ha dirigido un discurso a los representantes de la ONU,
uno de los más esperados de este viaje a Estados Unidos. El Pontífice tras agradecer
las palabras del presidente de la Asamblea, Kerim Srgjan, ha pasado a analizar diferentes
puntos del trabajo que en Naciones Unidas se desarrolla. Desde la seguridad, al desarrollo,
a la reducción de las desigualdades, a la protección del entorno, a la legalidad y
la justicia, y por último al diálogo interreligioso y a la libertad religiosa. Desde
Nueva York nuestra enviada especial, María Fernanda Bernasconi, nos ofrece más detalles.
“El confiar
de manera exclusiva a cada Estado, con sus leyes e instituciones, la responsabilidad
última de conjugar las aspiraciones de personas, comunidades y pueblos enteros puede
tener a veces consecuencias que excluyen la posibilidad de un orden social respetuoso
de la dignidad y los derechos de la persona. Por otra parte –ha señalado el Papa-
una visión de la vida enraizada firmemente en la dimensión religiosa puede ayudar
a conseguir dichos fines, puesto que el reconocimiento del valor trascendente de todo
hombre y toda mujer favorece la conversión del corazón, que lleva al compromiso de
resistir a la violencia, al terrorismo y a la guerra, y de promover la justicia y
la paz. Además, esto proporciona el contexto apropiado para ese diálogo interreligioso
que las Naciones Unidas están llamadas a apoyar, del mismo modo que apoyan el diálogo
en otros campos de la actividad humana”.
En este sentido, el Santo Padre ha
recordado que las Naciones Unidas “pueden contar con los resultados del diálogo entre
las religiones y beneficiarse de la disponibilidad de los creyentes para poner sus
propias experiencias al servicio del bien común”. Asimismo el Pontífice ha recordado
que los derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad religiosa: “Es inconcebible,
por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe– para
ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar
de los propios derechos. (…) No se puede limitar la plena garantía de la libertad
religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración
la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes
contribuyan a la construcción del orden social”.
Y es que, en nombre de la
libertad, ha proseguido el Santo Padre, debe haber “una correlación entre derechos
y deberes, por la cual cada persona está llamada a asumir la responsabilidad de sus
opciones, tomadas al entrar en relación con los otros”. Y en este sentido, el Papa
ha dirigido su pensamiento al modo en que a veces se han aplicado los resultados de
los descubrimientos de la investigación científica y tecnológica: “No obstante los
enormes beneficios que la humanidad puede recabar de ellos, algunos aspectos de dicha
aplicación representan una clara violación del orden de la creación, hasta el punto
en que no solamente se contradice el carácter sagrado de la vida, sino que la persona
humana misma y la familia se ven despojadas de su identidad natural”.
Benedicto
XVI ha proseguido su discurso recordando el motivo de esta visita, el 60 aniversario
de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Estos derechos se basan en
la ley natural inscrita en el corazón del hombre. “Arrancar los derechos humanos de
este contexto –ha precisado el Papa- significaría restringir su ámbito y ceder a una
concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos
podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales,
políticos, sociales e incluso religiosos”.
Pidiendo redoblar los esfuerzos
para reinterpretar los fundamentos de esa Declaración, el Pontífice ha recordado que
no hay que separa la legalidad de la justicia, porque cuando se presenta simplemente
en términos de legalidad, los derechos “corren el riesgo de convertirse en proposiciones
frágiles, separadas de la dimensión ética y racional, que es su fundamento y su fin”.
Por lo tanto, ha continuado el Papa, los derechos humanos “han de ser respetados como
expresión de justicia, y no simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la
voluntad de los legisladores”.
Benedicto XVI finalizó su discurso recordando
que su presencia en la Asamblea, manifiesta la voluntad de la Iglesia Católica de
ofrecer su propia aportación a la construcción de relaciones internacionales. Tras
las palabras del Papa, éste ha mantenido un encuentro privado con el presidente de
la Asamblea General y con el presidente del Consejo de Seguridad, tras lo cual ha
recibido a 60 funcionarios de Naciones Unidas a quienes ha dirigido un saludo, que
ha iniciado haciendo ver las similitudes de la ONU con el Estado de la Ciudad del
Vaticano, porque ambos “tienen una misión vasta como el mundo”.
En sus palabras
a los funcionarios, el Papa ha rendido homenaje “a los que han sacrificado sus vidas
sobre el terreno -42 sólo en 2007-, y a los que dedican su vida a trabajos no siempre
suficientemente reconocidos, y realizados con frecuencia en condiciones difíciles”.
Benedicto XVI ha finalizado su discurso mostrando el apoyo de la Iglesia católica
al quehacer de las Naciones Unidas.
Crónica del encuentro
A
continuación les ofrecemos los dos discursos íntegros del Santo Padre: Intervención
en la Asamblea General de las Naciones Unidas Señor Presidente Señoras y
Señores
Al comenzar mi intervención en esta Asamblea, deseo ante todo expresarle
a usted, Señor Presidente, mi sincera gratitud por sus amables palabras. Quiero agradecer
también al Secretario General, el Señor Ban Ki-moon, por su invitación a visitar la
Sede central de la Organización y por su cordial bienvenida. Saludo a los Embajadores
y a los Diplomáticos de los Estados Miembros, así como a todos los presentes: a través
de ustedes, saludo a los pueblos que representan aquí. Ellos esperan de esta Institución
que lleve adelante la inspiración que condujo a su fundación, la de ser un «centro
que armonice los esfuerzos de las Naciones por alcanzar los fines comunes», de la
paz y el desarrollo (cf. Carta de las Naciones Unidas, art. 1.2-1.4). Como
dijo el Papa Juan Pablo II en 1995, la Organización debería ser “centro moral, en
el que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la conciencia
común de ser, por así decir, una ‘familia de naciones’” (Discurso ante la Asamblea
General de las Naciones Unidas, Nueva York, 5 de octubre de 1995, 14).
A
través de las Naciones Unidas, los Estados han establecido objetivos universales que,
aunque no coincidan con el bien común total de la familia humana, representan sin
duda una parte fundamental de este mismo bien. Los principios fundacionales de la
Organización –el deseo de la paz, la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad
de la persona, la cooperación y la asistencia humanitaria– expresan las justas aspiraciones
del espíritu humano y constituyen los ideales que deberían estar subyacentes en las
relaciones internacionales. Como mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II han hecho
notar desde esta misma tribuna, se trata de cuestiones que la Iglesia Católica y la
Santa Sede siguen con atención e interés, pues ven en vuestra actividad un ejemplo
de cómo los problemas y conflictos relativos a la comunidad mundial pueden estar sujetos
a una reglamentación común. Las Naciones Unidas encarnan la aspiración a “un grado
superior de ordenamiento internacional” Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis,
43), inspirado y gobernado por el principio de subsidiaridad y, por tanto, capaz de
responder a las demandas de la familia humana mediante reglas internacionales vinculantes
y estructuras capaces de armonizar el desarrollo cotidiano de la vida de los pueblos.
Esto es más necesario aún en un tiempo en el que experimentamos la manifiesta paradoja
de un consenso multilateral que sigue padeciendo una crisis a causa de su subordinación
a las decisiones de unos pocos, mientras que los problemas del mundo exigen intervenciones
conjuntas por parte de la comunidad internacional.
Ciertamente, cuestiones
de seguridad, los objetivos del desarrollo, la reducción de las desigualdades locales
y globales, la protección del entorno, de los recursos y del clima, requieren que
todos los responsables internacionales actúen conjuntamente y demuestren una disponibilidad
para actuar de buena fe, respetando la ley y promoviendo la solidaridad con las regiones
más débiles del planeta. Pienso particularmente en aquellos Países de África y de
otras partes del mundo que permanecen al margen de un auténtico desarrollo integral,
y corren por tanto el riesgo de experimentar sólo los efectos negativos de la globalización.
En el contexto de las relaciones internacionales, es necesario reconocer el papel
superior que desempeñan las reglas y las estructuras intrínsecamente ordenadas a promover
el bien común y, por tanto, a defender la libertad humana. Dichas reglas no limitan
la libertad. Por el contrario, la promueven cuando prohíben comportamientos y actos
que van contra el bien común, obstaculizan su realización efectiva y, por tanto, comprometen
la dignidad de toda persona humana. En nombre de la libertad debe haber una correlación
entre derechos y deberes, por la cual cada persona está llamada a asumir la responsabilidad
de sus opciones, tomadas al entrar en relación con los otros. Aquí, nuestro pensamiento
se dirige al modo en que a veces se han aplicado los resultados de los descubrimientos
de la investigación científica y tecnológica. No obstante los enormes beneficios que
la humanidad puede recabar de ellos, algunos aspectos de dicha aplicación representan
una clara violación del orden de la creación, hasta el punto en que no solamente se
contradice el carácter sagrado de la vida, sino que la persona humana misma y la familia
se ven despojadas de su identidad natural. Del mismo modo, la acción internacional
dirigida a preservar el entorno y a proteger las diversas formas de vida sobre la
tierra no ha de garantizar solamente un empleo racional de la tecnología y de la ciencia,
sino que debe redescubrir también la auténtica imagen de la creación. Esto nunca requiere
optar entre ciencia y ética: se trata más bien de adoptar un método científico que
respete realmente los imperativos éticos.
El reconocimiento de la unidad
de la familia humana y la atención a la dignidad innata de cada hombre y mujer adquiere
hoy un nuevo énfasis con el principio de la responsabilidad de proteger. Este principio
ha sido definido sólo recientemente, pero ya estaba implícitamente presente en los
orígenes de las Naciones Unidas y ahora se ha convertido cada vez más en una característica
de la actividad de la Organización. Todo Estado tiene el deber primario de proteger
a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como
también de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la
naturaleza o por el hombre. Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección,
la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por
la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales. La acción
de la comunidad internacional y de sus instituciones, dando por sentado el respeto
de los principios que están a la base del orden internacional, no tiene por qué ser
interpretada nunca como una imposición injustificada y una limitación de soberanía.
Al contrario, es la indiferencia o la falta de intervención lo que causa un daño real.
Lo que se necesita es una búsqueda más profunda de los medios para prevenir y controlar
los conflictos, explorando cualquier vía diplomática posible y prestando atención
y estímulo también a las más tenues señales de diálogo o deseo de reconciliación.
El principio de la “responsabilidad de proteger” fue considerado por el antiguo
ius gentium como el fundamento de toda actuación de los gobernadores hacia
los gobernados: en tiempos en que se estaba desarrollando el concepto de Estados nacionales
soberanos, el fraile dominico Francisco de Vitoria, calificado con razón como precursor
de la idea de las Naciones Unidas, describió dicha responsabilidad como un aspecto
de la razón natural compartida por todas las Naciones, y como el resultado de un orden
internacional cuya tarea era regular las relaciones entre los pueblos. Hoy como entonces,
este principio ha de hacer referencia a la idea de la persona como imagen del Creador,
al deseo de una absoluta y esencial libertad. Como sabemos, la fundación de las Naciones
Unidas coincidió con la profunda conmoción experimentada por la humanidad cuando se
abandonó la referencia al sentido de la trascendencia y de la razón natural y, en
consecuencia, se violaron gravemente la libertad y la dignidad del hombre. Cuando
eso ocurre, los fundamentos objetivos de los valores que inspiran y gobiernan el orden
internacional se ven amenazados, y minados en su base los principios inderogables
e inviolables formulados y consolidados por las Naciones Unidas. Cuando se está ante
nuevos e insistentes desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático,
limitado a determinar “un terreno común”, minimalista en los contenidos y débil en
su efectividad.
La referencia a la dignidad humana, que es el fundamento y
el objetivo de la responsabilidad de proteger, nos lleva al tema sobre el cual hemos
sido invitados a centrarnos este año, en el que se cumple el 60° aniversario de la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre. El documento fue el resultado
de una convergencia de tradiciones religiosas y culturales, todas ellas motivadas
por el deseo común de poner a la persona humana en el corazón de las instituciones,
leyes y actuaciones de la sociedad, y de considerar a la persona humana esencial para
el mundo de la cultura, de la religión y de la ciencia. Los derechos humanos son presentados
cada vez más como el lenguaje común y el sustrato ético de las relaciones internacionales.
Al mismo tiempo, la universalidad, la indivisibilidad y la interdependencia de los
derechos humanos sirven como garantía para la salvaguardia de la dignidad humana.
Sin embargo, es evidente que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración
se aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo
el punto más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos
derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en
las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto
significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual
el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad
en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos.
Así pues, no se debe permitir que esta vasta variedad de puntos de vista oscurezca
no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que también lo es la persona
humana, sujeto de estos derechos.
La vida de la comunidad, tanto en el ámbito
interior como en el internacional, muestra claramente cómo el respeto de los derechos
y las garantías que se derivan de ellos son las medidas del bien común que sirven
para valorar la relación entre justicia e injusticia, desarrollo y pobreza, seguridad
y conflicto. La promoción de los derechos humanos sigue siendo la estrategia más eficaz
para extirpar las desigualdades entre Países y grupos sociales, así como para aumentar
la seguridad. Es cierto que las víctimas de la opresión y la desesperación, cuya dignidad
humana se ve impunemente violada, pueden ceder fácilmente al impulso de la violencia
y convertirse ellas mismas en transgresoras de la paz. Sin embargo, el bien común
que los derechos humanos permiten conseguir no puede lograrse simplemente con la aplicación
de procedimientos correctos ni tampoco a través de un simple equilibrio entre derechos
contrapuestos. La Declaración Universal tiene el mérito de haber permitido
confluir en un núcleo fundamental de valores y, por lo tanto, de derechos, a diferentes
culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales. No obstante, hoy es preciso
redoblar los esfuerzos ante las presiones para reinterpretar los fundamentos de la
Declaración y comprometer con ello su íntima unidad, facilitando así su alejamiento
de la protección de la dignidad humana para satisfacer meros intereses, con frecuencia
particulares. La Declaración fue adoptada como un “ideal común” (preámbulo)
y no puede ser aplicada por partes separadas, según tendencias u opciones selectivas
que corren simplemente el riesgo de contradecir la unidad de la persona humana y por
tanto la indivisibilidad de los derechos humanos.
La experiencia nos enseña
que a menudo la legalidad prevalece sobre la justicia cuando la insistencia sobre
los derechos humanos los hace aparecer como resultado exclusivo de medidas legislativas
o decisiones normativas tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder.
Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos corren el riesgo
de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión ética y racional,
que es su fundamento y su fin. Por el contrario, la Declaración Universal ha
reforzado la convicción de que el respeto de los derechos humanos está enraizado principalmente
en la justicia que no cambia, sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de
las proclamaciones internacionales. Este aspecto se ve frecuentemente desatendido
cuando se intenta privar a los derechos de su verdadera función en nombre de una mísera
perspectiva utilitarista. Puesto que los derechos y los consiguientes deberes provienen
naturalmente de la interacción humana, es fácil olvidar que son el fruto de un sentido
común de la justicia, basado principalmente sobre la solidaridad entre los miembros
de la sociedad y, por tanto, válidos para todos los tiempos y todos los pueblos. Esta
intuición fue expresada ya muy pronto, en el siglo V, por Agustín de Hipona, uno de
los maestros de nuestra herencia intelectual. Decía que la máxima no hagas a otros
lo que no quieres que te hagan a ti “en modo alguno puede variar, por mucha que
sea la diversidad de las naciones” (De doctrina christiana, III, 14). Por tanto,
los derechos humanos han de ser respetados como expresión de justicia, y no simplemente
porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los legisladores.
Señoras
y Señores, con el transcurrir de la historia surgen situaciones nuevas y se intenta
conectarlas a nuevos derechos. El discernimiento, es decir, la capacidad de distinguir
el bien del mal, se hace más esencial en el contexto de exigencias que conciernen
a la vida misma y al comportamiento de las personas, de las comunidades y de los pueblos.
Al afrontar el tema de los derechos, puesto que en él están implicadas situaciones
importantes y realidades profundas, el discernimiento es al mismo tiempo una virtud
indispensable y fructuosa.
Así, el discernimiento muestra cómo el confiar
de manera exclusiva a cada Estado, con sus leyes e instituciones, la responsabilidad
última de conjugar las aspiraciones de personas, comunidades y pueblos enteros puede
tener a veces consecuencias que excluyen la posibilidad de un orden social respetuoso
de la dignidad y los derechos de la persona. Por otra parte, una visión de la vida
enraizada firmemente en la dimensión religiosa puede ayudar a conseguir dichos fines,
puesto que el reconocimiento del valor trascendente de todo hombre y toda mujer favorece
la conversión del corazón, que lleva al compromiso de resistir a la violencia, al
terrorismo y a la guerra, y de promover la justicia y la paz. Además, esto proporciona
el contexto apropiado para ese diálogo interreligioso que las Naciones Unidas están
llamadas a apoyar, del mismo modo que apoyan el diálogo en otros campos de la actividad
humana. El diálogo debería ser reconocido como el medio a través del cual los diversos
sectores de la sociedad pueden articular su propio punto de vista y construir el consenso
sobre la verdad en relación a los valores u objetivos particulares. Pertenece a la
naturaleza de las religiones, libremente practicadas, el que puedan entablar autónomamente
un diálogo de pensamiento y de vida. Si también a este nivel la esfera religiosa se
mantiene separada de la acción política, se producirán grandes beneficios para las
personas y las comunidades. Por otra parte, las Naciones Unidas pueden contar con
los resultados del diálogo entre las religiones y beneficiarse de la disponibilidad
de los creyentes para poner sus propias experiencias al servicio del bien común. Su
cometido es proponer una visión de la fe, no en términos de intolerancia, discriminación
y conflicto, sino de total respeto de la verdad, la coexistencia, los derechos y la
reconciliación.
Obviamente, los derechos humanos deben incluir el derecho
a la libertad religiosa, entendido como expresión de una dimensión que es al mismo
tiempo individual y comunitaria, una visión que manifiesta la unidad de la persona,
aun distinguiendo claramente entre la dimensión de ciudadano y la de creyente. La
actividad de las Naciones Unidas en los años recientes ha asegurado que el debate
público ofrezca espacio a puntos de vista inspirados en una visión religiosa en todas
sus dimensiones, incluyendo la de rito, culto, educación, difusión de informaciones,
así como la libertad de profesar o elegir una religión. Es inconcebible, por tanto,
que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos
activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios
derechos. Los derechos asociados con la religión necesitan protección sobre todo si
se los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con posiciones
de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva. No se puede limitar la plena garantía
de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en
la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad
de que los creyentes contribuyan la construcción del orden social. A decir verdad,
ya lo están haciendo, por ejemplo, a través de su implicación influyente y generosa
en una amplia red de iniciativas, que van desde las universidades a las instituciones
científicas, escuelas, centros de atención médica y a organizaciones caritativas al
servicio de los más pobres y marginados. El rechazo a reconocer la contribución a
la sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto
–expresión por su propia naturaleza de la comunión entre personas– privilegiaría efectivamente
un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona.
Mi
presencia en esta Asamblea es una muestra de estima por las Naciones Unidas y es considerada
como expresión de la esperanza en que la Organización sirva cada vez más como signo
de unidad entre los Estados y como instrumento al servicio de toda la familia humana.
Manifiesta también la voluntad de la Iglesia Católica de ofrecer su propia aportación
a la construcción de relaciones internacionales en un modo en que se permita a cada
persona y a cada pueblo percibir que son un elemento capaz de marcar la diferencia.
Además, la Iglesia trabaja para obtener dichos objetivos a través de la actividad
internacional de la Santa Sede, de manera coherente con la propia contribución en
la esfera ética y moral y con la libre actividad de los propios fieles. Ciertamente,
la Santa Sede ha tenido siempre un puesto en las asambleas de las Naciones, manifestando
así el propio carácter específico en cuanto sujeto en el ámbito internacional. Como
han confirmado recientemente las Naciones Unidas, la Santa Sede ofrece así su propia
contribución según las disposiciones de la ley internacional, ayuda a definirla y
a ella se remite.
Las Naciones Unidas siguen siendo un lugar privilegiado
en el que la Iglesia está comprometida a llevar su propia experiencia “en humanidad”,
desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura, y a ponerla
a disposición de todos los miembros de la comunidad internacional. Esta experiencia
y actividad, orientadas a obtener la libertad para todo creyente, intentan aumentar
también la protección que se ofrece a los derechos de la persona. Dichos derechos
están basados y plasmados en la naturaleza trascendente de la persona, que permite
a hombres y mujeres recorrer su camino de fe y su búsqueda de Dios en este mundo.
El reconocimiento de esta dimensión debe ser reforzado si queremos fomentar la esperanza
de la humanidad en un mundo mejor, y crear condiciones propicias para la paz, el desarrollo,
la cooperación y la garantía de los derechos de las generaciones futuras.
En
mi reciente Encíclica Spe salvi, he subrayado “que la búsqueda, siempre nueva
y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada
generación” (n. 25). Para los cristianos, esta tarea está motivada por la esperanza
que proviene de la obra salvadora de Jesucristo. Precisamente por eso la Iglesia se
alegra de estar asociada con la actividad de esta ilustre Organización, a la cual
está confiada la responsabilidad de promover la paz y la buena voluntad en todo el
mundo. Queridos amigos, os doy las gracias por la oportunidad de dirigirme hoy a vosotros
y prometo la ayuda de mis oraciones para el desarrollo de vuestra noble tarea.
Saludo
al personal de las Naciones Unidas Señoras y Señores:
Aquí, en este
pequeño lugar en medio de la ajetreada ciudad de Nueva York, se encuentra situada
una Organización que tiene una misión tan vasta como el mundo: la promoción de la
paz y la justicia. Me recuerda un contraste parecido, en lo que a la magnitud se refiere,
entre el Estado de la Ciudad del Vaticano y el mundo, en el que la Iglesia realiza
su misión universal y su apostolado. Los artistas que en el siglo XVI pintaron los
mapas geográficos en las paredes del Palacio Apostólico recordaron a los Papas la
enorme extensión del mundo conocido. En esos frescos se presentaba a los Sucesores
de Pedro un signo palpable del inmenso radio de acción de la misión de la Iglesia,
en un tiempo en el que el descubrimiento del Nuevo Mundo abría horizontes inesperados.
Aquí, en este Palacio de Cristal, el arte que se muestra tiene su propia manera de
recordar las responsabilidades de la Organización de las Naciones Unidas. Vemos imágenes
de los efectos de la guerra y de la pobreza, se nos recuerda el deber de comprometernos
por un mundo mejor y experimentamos alegría por la genuina variedad y exuberancia
de la cultura humana, como se pone de manifiesto en la amplia gama de pueblos y naciones
reunidos bajo la protección de la Comunidad Internacional.
Con ocasión de mi
visita, deseo rendir homenaje a la incalculable aportación del personal administrativo
y de los empleados de las Naciones Unidas, que desempeñan sus tareas cada día con
gran dedicación y profesionalidad, ya sea aquí, en Nueva York, como en otros centros
de la ONU o en misiones particulares por todo el mundo. Quisiera expresarles, a ustedes
y a quienes les han precedido, mi agradecimiento personal y el de toda la Iglesia.
Recordamos de manera especial a tantos civiles y custodios de la paz –cuarenta y dos
sólo en 2007– que han sacrificado sus vidas sobre el terreno por el bien de los pueblos
a los que sirven. Recordamos también la gran multitud de los que dedican su vida a
trabajos no siempre suficientemente reconocidos, y realizados con frecuencia en condiciones
difíciles. A todos ustedes, traductores, secretarios, personal administrativo de toda
clase, equipos de mantenimiento y de seguridad, trabajadores para el desarrollo, custodios
de la paz y a tantos otros, dirijo mi más sincero agradecimiento. El trabajo que llevan
a cabo permite a la Organización buscar continuamente nuevas vías para alcanzar los
objetivos para los cuales fue fundada.
Se habla frecuentemente de las Naciones
Unidas como de la “familia de las naciones”. De la misma manera, podría hablarse de
la sede central, aquí en Nueva York, como de un hogar doméstico, un lugar de bienvenida
y de preocupación por el bien de los miembros de la familia en todas partes. Es un
lugar excepcional para promover el aumento de la comprensión mutua y de la colaboración
entre los pueblos. Con razón se escoge el personal de la plantilla de las Naciones
Unidas entre una amplia gama de culturas y nacionalidades. El personal aquí forma
un microcosmos del mundo entero, en el que cada uno da una aportación indispensable
desde el punto de vista de su propio patrimonio cultural y religioso. Los ideales
que han inspirado a los fundadores de esta institución deben expresarse, aquí y en
cada una de las misiones de la Organización, en el respeto y la aceptación recíproca,
que son características de una familia prospera.
En los debates internos de
las Naciones Unidas se está dando una importancia creciente a la “responsabilidad
de proteger”. De hecho, ésta comienza a ser reconocida como la base moral del derecho
de un gobierno a ejercer la autoridad. Es también una característica que pertenece
por naturaleza a la familia, en la que los miembros más fuertes cuidan de los más
débiles. Esta Organización, supervisando de qué manera los gobiernos cumplen con su
responsabilidad de proteger a sus ciudadanos, presta un servicio importante en nombre
de la comunidad internacional. En el ámbito del día a día, son ustedes quienes, mediante
la atención que muestran unos por otros en el puesto de trabajo y su preocupación
por los numerosos pueblos a los que sirven en sus necesidades y aspiraciones con su
actividad, ponen los fundamentos para realizar este cometido.
La Iglesia Católica,
a través de la actividad internacional de la Santa Sede y mediante las innumerables
iniciativas de los laicos católicos, Iglesias locales y comunidades religiosas, les
ofrece su apoyo en su quehacer. Les aseguro un recuerdo especial en mis plegarias
por ustedes y sus familiares. Que Dios todopoderoso les bendiga siempre y les conforte
con su gracia y su paz, para que mediante su atención a toda la familia humana, puedan
seguir sirviéndole a Él.