Santa Misa en el Estadio Nacional de Washington: El Papa subraya los grandes esfuerzos
de la Iglesia para afrontar, de forma honesta y justa, la trágica situación de los
abusos sexuales a menores, y asegurarles que crezcan en un ambiente seguro
Jueves, 17 abr (RV).- En la Santa Misa celebrada en el Estadio Nacional de Washington,
y dedicada a los fieles de esa archidiócesis, el Santo Padre Benedicto XVI ha pronunciado
una densa homilía, durante la cual ha invitado a no perder la esperanza ante los problemas,
a mantenerse unidos ante los desafíos del mundo actual, y a que se preste una adecuada
atención pastoral a cuantos han sufrido abusos sexuales. Nuestra enviada especial
a la capital estadounidense, María Fernanda Bernasconi, nos ha resumido este encuentro
del Papa.
Sobre los
abusos sexuales, el Pontífice se ha detenido señalando que “ninguna palabra mía podría
describir el dolor y el daño producido por dichos abusos”, y ha instado a que se preste
ayuda a cuantos los han sufrido. Asimismo ha reconocido que los casos de abusos sexuales
han supuesto también un daño para la propia Iglesia, y ha recordado que se “han hecho
grandes esfuerzos para afrontar de manera honesta y justa esta trágica situación y
para asegurar que los niños -a los que nuestro Señor ama entrañablemente (cf. Mc
10,14), y que son nuestro tesoro más grande– puedan crecer en un ambiente seguro”.
En este sentido Benedicto XVI ha instado a continuar con los esfuerzos para
proteger a los niños, argumento que ha debatido con los obispos del país. “Hoy animo
a cada uno de ustedes a hacer cuanto les sea posible para promover la recuperación
y la reconciliación, y para ayudar a los que han sido dañados. Les pido también –ha
proseguido el Papa- que estimen a sus sacerdotes y los reafirmen en el excelente trabajo
que hacen. Y, sobre todo, oren para que el Espíritu Santo derrame sus dones sobre
la Iglesia, los dones que llevan a la conversión, al perdón y el crecimiento en la
santidad ».
Asimismo durante la homilía, el Papa ha recordado las raíces católicas
de Estados Unidos, y en este sentido ha señalado que la Iglesia está llamada «en todo
tiempo y lugar a crecer en la unidad», una unidad que lleva «hacia una expación continua».
Pero al mismo tiempo, Benedicto XVI, ha reconocido que en el mundo actual hay numerosos
contrastes, «signos evidentes del quebrantamiento preocupante de los fundamentos mismos
de la sociedad». Ante estos retos el Papa ha llamado a la oración para que la Iglesia
en América sea renovada en el espíritu de amor y libertad proclamado por san Pablo,
porque los desafíos que presenta el mundo de hoy «exigen una instrucción amplia y
sana en la verdad de la fe».
El Papa ha proseguido su homilía recordando que
los americanos han sido siempre un pueblo de esperanza, aunque ha matizado que no
fue igual para todos, haciendo referencia a los nativos del país y a los esclavos.
«Pero la esperanza, la esperanza en el futuro, forma parte hondamente del carácter
americano », ha señalado el Pontífice.
Benedicto XVI ha finalizado su homilía
confiando en el poder del Espíritu Santo «de inspirar conversión, curar cada herida,
superar toda división y suscitar vida y libertades nuevas. ¡Cuánta necesidad tenemos
de estos dones! ¡Y qué cerca los tenemos, particularmente en el Sacramento de la penitencia!”.
En el nombre del Señor Jesús les pido que eviten toda división y que trabajen con
alegría para preparar vía para Él, fieles a su palabra y en constante conversión a
su voluntad –ha puntualizado el Papa- Les exhorto, sobre todo, a seguir a siendo fermento
de esperanza evangélica en la sociedad americana, con el fin de llevar la luz y la
verdad del Evangelio en la tarea de crear un mundo cada vez más justo y libre para
las generaciones futuras”.
Y antes de finalizar el Papa ha dirigido unas palabras
a los fieles en italiano y español. Éstas han sido las palabras del Papa en nuestro
idioma : Queridos hermanos
y hermanas de lengua española: Deseo saludarles con las mismas palabras que Cristo
Resucitado dirigió a los apóstoles: “Paz a ustedes” (Jn 20,19). Que la alegría
de saber que el Señor ha triunfado sobre la muerte y el pecado les ayude a ser, allá
donde se encuentren, testigos de su amor y sembradores de la esperanza que Él vino
a traernos y que jamás defrauda.
No se dejen vencer por el pesimismo, la inercia
o los problemas. Antes bien, fieles a los compromisos que adquirieron en su bautismo,
profundicen cada día en el conocimiento de Cristo y permitan que su corazón quede
conquistado por su amor y por su perdón.
La Iglesia en los Estados Unidos,
acogiendo en su seno a tantos de sus hijos emigrantes, ha ido creciendo gracias también
a la vitalidad del testimonio de fe de los fieles de lengua española. Por eso, el
Señor les llama a seguir contribuyendo al futuro de la Iglesia en este País y a la
difusión del Evangelio. Sólo si están unidos a Cristo y entre ustedes, su testimonio
evangelizador será creíble y florecerá en copiosos frutos de paz y reconciliación
en medio de un mundo muchas veces marcado por divisiones y enfrentamientos.
La
Iglesia espera mucho de ustedes. No la defrauden en su donación generosa. “Lo que
han recibido gratis, denlo gratis” (Mt 10,8).
A continuación les ofrecemos
la homilía completa del Santo Padre: Queridos hermanos y hermanas en Cristo
“Paz
a ustedes” (Jn 20,19). Con estas palabras, las primeras que el Señor resucitado
dirigió a sus discípulos, les saludo a todos en el júbilo de este tiempo pascual.
Ante todo, doy gracias a Dios por la gracia de estar entre ustedes. Agradezco en particular
al Arzobispo Wuerl por sus amables palabras de bienvenida.
Nuestra Misa de
hoy retrotrae a la Iglesia en los Estados Unidos a sus raíces en el cercano Maryland
y recuerda el 200 aniversario del primer capítulo de su considerable crecimiento:
la división que hizo mi predecesor el Papa Pío VII de la Diócesis originaria de Baltimore
y la instauración de las Diócesis de Boston, Bardstown, ahora Louisville, Nueva York
y Filadelfia. Doscientos años después, la Iglesia en América tiene buenos motivos
para alabar la capacidad de las generaciones pasadas de aglutinar grupos de inmigrantes
muy diferentes en la unidad de la fe católica y en el esfuerzo común por difundir
el Evangelio. Al mismo tiempo, la Comunidad católica en este País, consciente de su
rica multiplicidad, ha apreciado cada vez más plenamente la importancia de que cada
individuo y grupo aporte su propio don particular al conjunto. Ahora la Iglesia en
los Estados Unidos está llamada a mirar hacia el futuro, firmemente arraigada en la
fe transmitida por las generaciones anteriores y dispuesta a afrontar nuevos desafíos
–desafíos no menos exigentes de los que afrontaron vuestros antepasados– con la esperanza
que nace del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. (cf.
Rm 5,5).
En el ejercicio de mi ministerio de Sucesor de Pietro, he
venido a América para confirmaros, queridos hermanos y hermanas, en la fe de los Apóstoles
(cf. Lc 22,32). He venido para proclamar de nuevo, como lo hizo san Pedro el
día de Pentecostés, que Jesucristo es Señor y Mesías, resucitado de la muerte, sentado
a la derecha del Padre en la gloria y constituido juez de vivos y muertos (cf. Hch
2,14ss). He venido para reiterar la llamada urgente de los Apóstoles a la conversión
para el perdón de los pecados y para implorar al Señor una nueva efusión del Espíritu
Santo sobre la Iglesia en este País. Como hemos oído en este tiempo pascual, la Iglesia
ha nacido de los dones del Espíritu Santo: el arrepentimiento y la fe en el Señor
resucitado. Ella se ve impulsada por el mismo Espíritu en cada época a llevar la buena
nueva de nuestra reconciliación con Dios en Cristo a hombres y a mujeres de toda raza,
lengua y nación (cf. Ap 5,9).
Las lecturas de la Misa de hoy nos invitan
a considerar el crecimiento de la Iglesia en América como un capítulo en la historia
más grande de la expansión de la Iglesia después de la venida del Espíritu Santo en
Pentecostés. En estas lecturas vemos la unión inseparable entre el Señor resucitado
y el don del Espíritu para el perdón de los pecados y el misterio de la Iglesia. Cristo
ha constituido su Iglesia sobre el fundamento de los Apóstoles (cf. Ap 21,14),
como comunidad estructurada visible, que es a la vez comunión espiritual, cuerpo místico
animado por los múltiples dones del Espíritu y sacramento de salvación para toda la
humanidad (cf. Lumen gentium, 8). La Iglesia está llamada en todo tiempo y
lugar a crecer en la unidad mediante una constante conversión a Cristo, cuya obra
redentora es proclamada por los Sucesores de los Apóstoles y celebrada en los sacramentos.
Por otro lado, esta unidad comporta una “expansión continua”, porque el Espíritu incita
a los creyentes a proclamar “las grandes obras de Dios” y a invitar a todas las gentes
a entrar en la comunidad de los salvados mediante la sangre de Cristo y que han recibido
la vida nueva en su Espíritu.
Ruego también para que este aniversario significativo
en la vida de la Iglesia en los Estados Unidos y la presencia del Sucesor de Pedro
entre vosotros sean para todos los católicos una ocasión para reafirmar su unidad
en la fe apostólica, para ofrecer a sus contemporáneos una razón convincente de la
esperanza que los inspira (cf. 1 P 3,15) y para renovar su celo misionero al
servicio de la difusión del Reino de Dios.
El mundo necesita el testimonio.
¿Quién puede negar que el momento actual sea decisivo no sólo para la Iglesia en América,
sino también para la sociedad en su conjunto? Es un tiempo lleno de grandes promesas,
pues vemos cómo la familia humana se acomuna de diversos modos, haciéndose cada vez
más interdependiente. Al mismo tiempo, sin embargo, percibimos signos evidentes de
un quebrantamiento preocupante de los fundamentos mismos de la sociedad: signos de
alienación, ira y contraposición en muchos contemporáneos nuestros; aumento de la
violencia, debilitamiento del sentido moral, vulgaridad en las relaciones sociales
y creciente olvido de Dios. También la Iglesia ve signos de grandes promesas en sus
numerosas parroquias sólidas y en los movimientos vivaces, en el entusiasmo por la
fe demostrada por muchos jóvenes, en el número de los que cada año abrazan la fe católica
y en un interés cada vez más grande por la oración y por la catequesis. Pero, al mismo
tiempo, percibe a menudo con dolor que hay división y contrastes en su seno, descubriendo
también el hecho desconcertante de que tantos bautizados, en lugar de actuar como
fermento espiritual en el mundo, se inclinan a adoptar actitudes contrarias a la verdad
del Evangelio.
“Señor, manda tu Espíritu y renueva la faz de la tierra” (cf.
Sal 104,30). Las palabras del Salmo responsorial de hoy son una plegaria que,
siempre y en todo lugar, brota del corazón de la Iglesia. Nos recuerdan que el Espíritu
Santo ha sido infundido como primicia de una nueva creación, de “cielos nuevos y tierra
nueva” (cf. 2 P 3,13; Ap 21, 1) en los que reinará la paz de Dios y
la familia humana será reconciliada en la justicia y en el amor. Hemos oído decir
a san Pablo que toda la creación “gime” hasta a hoy, en espera de la verdadera libertad,
que es el don de Dios para sus hijos (cf. Rm 8,21-22), una libertad que nos
hace capaces de vivir conforme a su voluntad. Oremos hoy insistentemente para que
la Iglesia en América sea renovada en este mismo Espíritu y ayudada en su misión de
anunciar el Evangelio a un mundo que tiene nostalgia de una genuina libertad (cf.
Jn 8,32), de una felicidad auténtica y del cumplimiento de sus aspiraciones
más profundas.
Deseo en este momento dirigir una palabra particular de gratitud
y estímulo a todos los que han acogido el desafío del Concilio Vaticano II, tantas
veces repetido por el Papa Juan Pablo II, y han dedicado su vida a la nueva evangelización.
Doy las gracias a mis hermanos Obispos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos
y religiosas, a los padres, maestros y catequistas. La fidelidad y el valor con que
la Iglesia en este País logrará afrontar los retos de una cultura cada vez más secularizada
y materialista dependerá en gran parte de vuestra fidelidad personal al transmitir
el tesoro de nuestra fe católica. Los jóvenes necesitan ser ayudados para discernir
la vía que conduce a la verdadera libertad: la vía de una sincera y generosa imitación
de Cristo, la vía de la entrega a la justicia y a la paz. Se ha progresado mucho en
el desarrollo de programas sólidos para la catequesis, pero queda por hacer todavía
mucho más para formar los corazones y las mentes de los jóvenes en el conocimiento
y en el amor del Dios. Los desafíos que se nos presentan exigen una instrucción amplia
y sana en la verdad de la fe. Pero requieren cultivar también un modo de pensar, una
“cultura” intelectual que sea auténticamente católica, que confía en la armonía profunda
entre fe y razón, y dispuesta a llevar la riqueza de la visión de la fe en contacto
con las cuestiones urgentes que conciernen el futuro de la sociedad americana.
Queridos
amigos, mi visita en los Estados Unidos quiere ser un testimonio de “Cristo, esperanza
nuestra”. Los americanos han sido siempre un pueblo de esperanza: vuestros antepasados
vinieron a este País con la expectativa de encontrar una nueva libertad y nuevas oportunidades,
y la extensión de territorios inexplorados les inspiró la esperanza de poder empezar
completamente de nuevo, creando una nueva nación sobre nuevos fundamentos. Ciertamente,
ésta no ha sido la experiencia de todos los habitantes de este País; baste pensar
en las injusticias sufridas por las poblaciones americanas nativas y de los que fueron
traídos de África por la fuerza como esclavos. Pero la esperanza, la esperanza en
el futuro, forma parte hondamente del carácter americano. Y la virtud cristiana de
la esperanza –la esperanza derramada en nuestro corazón por el Espíritu Santo, la
esperanza que purifica y endereza de modo sobrenatural nuestras aspiraciones orientándolas
hacia el Señor y su plan de salvación–, esta esperanza ha caracterizado también y
sigue caracterizando la vida de la comunidad católica en este País.
En el
contexto de esta esperanza nacida del amor y de la fidelidad de Dios reconozco el
dolor que ha sufrido la Iglesia en América como consecuencia del abuso sexual de menores.
Ninguna palabra mía podría describir el dolor y el daño producido por dicho abuso.
Es importante que se preste una cordial atención pastoral a los que han sufrido. Tampoco
puedo expresar adecuadamente el daño que se ha hecho dentro de la comunidad de la
Iglesia. Ya se han hecho grandes esfuerzos para afrontar de manera honesta y justa
esta trágica situación y para asegurar que los niños –a los que nuestro Señor ama
entrañablemente (cf. Mc 10,14), y que son nuestro tesoro más grande– puedan
crecer en un ambiente seguro. Estos esfuerzos para proteger a los niños han de continuar.
Ayer hablé de esto con vuestros Obispos. Hoy animo a cada uno de ustedes a hacer cuanto
les sea posible para promover la recuperación y la reconciliación, y para ayudar a
los que han sido dañados. Les pido también que estimen a sus sacerdotes y los reafirmen
en el excelente trabajo que hacen. Y, sobre todo, oren para que el Espíritu Santo
derrame sus dones sobre la Iglesia, los dones que llevan a la conversión, al perdón
y el crecimiento en la santidad.
San Pablo, como hemos escuchado en la segunda
lectura, habla de una especie de oración que brota de las profundidades de nuestros
corazones con suspiros que son demasiado profundos para expresarlos con palabras,
con “gemidos” (Rm 8,26) inspirados por el Espíritu. Ésta es una oración que
anhela, en medio de la tribulación, el cumplimiento de las promesas de Dios. Es una
plegaria de esperanza inagotable, pero también de paciente perseverancia y, a veces,
acompañada por el sufrimiento por la verdad. A través de esta plegaria participamos
en el misterio de la misma debilidad y sufrimiento de Cristo, mientras confiamos firmemente
en la victoria de su Cruz. Que la Iglesia en América, con esta oración, emprenda cada
vez más el camino de la conversión y de la fidelidad al Evangelio. Y que todos los
católicos experimenten el consuelo de la esperanza y los dones de la alegría y la
fuerza infundidos por el Espíritu.
En el relato evangélico de hoy, el Señor
resucitado otorga a los Apóstoles el don del Espíritu Santo y les concede la autoridad
para perdonar los pecados. Mediante el poder invencible de la gracia de Cristo, confiado
a frágiles ministros humanos, la Iglesia renace continuamente y se nos da a cada uno
de nosotros la esperanza de un nuevo comienzo. Confiemos en el poder del Espíritu
de inspirar conversión, curar cada herida, superar toda división y suscitar vida y
libertades nuevas. ¡Cuánta necesidad tenemos de estos dones! ¡Y qué cerca los tenemos,
particularmente en el Sacramento de la penitencia! La fuerza libertadora de este Sacramento,
en el que nuestra sincera confesión del pecado encuentra la palabra misericordiosa
de perdón y paz de parte de Dios, necesita ser redescubierta y ralea propia de cada
católico. En gran parte la renovación de la Iglesia en América depende de la renovación
de la regla de la penitencia y del crecimiento en la santidad: los dos es inspirado
y realizadas por este Sacramento.
“En esperanza fuimos salvados” (Rm
8,24). Mientras la Iglesia en los Estados Unidos da gracias por las bendiciones de
los doscientos años pasados, invito a ustedes, a sus familias y cada parroquia y comunidad
religiosa a confiar en el poder de la gracia para crear un futuro prometedor para
el Pueblo de Dios en este País. En el nombre del Señor Jesús les pido que eviten toda
división y que trabajen con alegría para preparar vía para Él, fieles a su palabra
y en constante conversión a su voluntad. Les exhorto, sobre todo, a seguir a siendo
fermento de esperanza evangélica en la sociedad americana, con el fin de llevar la
luz y la verdad del Evangelio en la tarea de crear un mundo cada vez más justo y libre
para las generaciones futuras.
Quien tiene esperanza ha de vivir de otra manera
(cf. Spe Salvi, 2). Que ustedes, mediante sus plegarias, el testimonio de su
fe y la fecundidad de su caridad, indiquen el camino hacia ese horizonte inmenso de
esperanza que Dios está abriendo también hoy a su Iglesia, más aún, a toda la humanidad:
la visión de un mundo reconciliado y renovado en Jesucristo, nuestro Salvador. A Él
honor y gloria, ahora y siempre. Amén.